10-01-2019 La curva de aprendizaje de un gobierno que ha estado tan lejano del ejercicio cotidiano de gobernar, suele ser mayor, más pronunciada, que la normal. Le ocurrió, por distintas razones, a los presidentes Fox, Calderón y Peña, e incluso a Zedillo, con un gabinete cuajado de personalidades que venían del gobierno anterior. En la administración López Obrador esa curva de aprendizaje se acentúa por la prisa y la improvisación, aunado a un centralismo en la figura presidencial que no permite distinguir plenamente las responsabilidades del ejercicio del poder.
La crisis de las gasolinas, que está aún lejos de resolverse, constituye un golpe serio para la imagen del nuevo gobierno en la clase media, que vuelve a ser golpeada por estrategias y decisiones (aeropuerto, salarios, despidos, gasolinas) en las que su situación no es siquiera contemplada.
Desde el ahora oficialismo se han cansado de repetir que el error de Calderón fue lanzar la guerra contra las drogas sin tener una estrategia definida para afrontar sus consecuencias, o que Peña Nieto hizo detener a Elba Esther Gordillo sin saber qué iba a hacer después con el sindicato magisterial y movimientos como la Coordinadora. Son verdades a medias: había objetivos claros, pero los medios para llegar a ellos eran mucho más frágiles que lo estimado, los gobiernos pensaron tener mucho más poder real del que tenían, y por ende las consecuencias fueron más graves, más delicadas, que las que se habían previsto.
Es lo mismo que le ha pasado a López Obrador en su guerra contra el huachicol. Es una tontería, para decirlo suavemente, la versión que algunos de sus partidarios manejan en todos los medios posibles, diciendo que quienes critican lo que está sucediendo es porque son conservadores que se resisten al cambio o son cómplices, de una u otra forma, de los delincuentes. La intención del combate al tráfico de combustible por supuesto que es loable, como lo es la lucha contra el narcotráfico, lo que fue errada es la forma en la que se planteó ese combate, con una política que terminó castigando al ciudadano común, al consumidor cotidiano, mucho más que a los criminales.
La responsable es la prisa, la precipitación y un estilo presidencial (el "va porque va", el "me canso ganso") que lleva a emprender acciones vertiginosas saltando pasos y procesos. Eso sirve igual para el combate al robo de gasolinas como para la creación de la Guardia Nacional o la nueva ley de salarios del sector público. Se piensa y actúa en blanco y negro y se olvida que la realidad se mueve en una gama de grises y entonces se tiene que ir actuando sobre la marcha, fortaleciendo o modificando políticas en forma continua sin ponderar costos. Los rendimientos de un equipo en ocasiones demasiado veterano y en otras demasiado inexperto, se pierden en el vértigo cotidiano y en la necesidad de respuesta que imponen la reunión y conferencia mañanera.
Más allá de que, a cinco semanas de asumir el poder, a todos los participantes en ese encuentro madrugador se los ve ya bastante agotados, lo cierto es que esa estrategia de comunicación está demostrando sus fallas precisamente en un momento de crisis. La comunicación gubernamental ha sido por lo menos fallida, los mensajes confusos, nadie sabe a ciencia cierta de los objetivos concretos de corto plazo de esta estrategia y se llega al ridículo de presionar para que no se hable de desabasto sino de problemas de distribución de gasolinas, cuando una docena de estados del país no tienen combustible y la gente está desesperada y realiza compras de pánico. Y ante todo eso el único vocero es el propio presidente, sin intermediarios, sin fusibles, sin una estructura de comunicación que no sea exclusivamente destinada a sus simpatizantes y redes sociales. Eso puede servir en campaña, pero no para gobernar. Y cada vez que el presidente cae en un error o contradicción el desgaste no es del director de Pemex, o de la secretaria de Energía, tampoco de los responsables de la seguridad pública o Gobernación: es del presidente.
De la misma forma que se está subestimando la operación gubernamental en muchos ámbitos, recortando y cancelando espacios y personal antes de saber si realmente son reemplazables o no, se ha sobrestimando la capacidad de comunicación, indudable pero insuficiente para una política de gobierno, del presidente López Obrador, sobre todo en los temas en los que no es ni remotamente especialista. Y no hay una estructura de comunicación profesional que salga yexplique lo que sucede, ni los secretarios y otros funcionarios, salvo honrosas excepciones, simplemente se instalan en su zona de confort (por lo menos mediático) dejando toda la labor a su jefe, que además se ve que no hace el menor esfuerzo en delegarla en otros.
Más tarde o más temprano esta crisis se superará. Pero es la primera y no será la última. Lo que sucede es que, si no se actúa con menor vértigo y precipitación, si la toma de decisiones no es más profesional y si el esquema de comunicación del gobierno no deja de ser simplemente un megáfono de la conferencia mañanera, las crisis, que se sucederán una tras otras, generarán un desgaste constante del único hombre que en este gobierno no tiene fusible alguno, el presidente López Obrador.