15-05-2019 Maestros. La reforma educativa aprobada la semana pasada es un triunfo para el gobierno federal (que logró una norma que dejó, para bien, mucho más que una coma de la legislación educativa anterior) y sobre todo para el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. En última instancia se logró lo que querían funcionarios y la mayoría de los maestros: conservar el control gubernamental de plazas al mismo tiempo que el sindicato obtenía, en los hechos, el fin de la evaluación educativa, pese a que 500 mil maestros ya habían realizado voluntariamente esos exámenes.
Hace ya muchas semanas, cuando comenzó el debate sobre la reforma, aquí dijimos que el punto no negociable para el gobierno era el de las plazas. El Sindicato había aceptado de entrada esa limitante, pero la Coordinadora quería recuperar una prerrogativa que era su principal fuente de poder. La reforma aprobada deja poco margen para que en las leyes secundarias se pueda regresar a los esquemas del pasado. En cambio, sí se concedió (y ese era el principal punto del SNTE) el fin de la evaluación: desapareció el órgano autónomo, el INEE, y se reemplaza por uno gubernamental. La evaluación en sí misma deja de ser determinante para los avances en la carrera magisterial. En la reforma se habla de preparación y formación de maestros, pero no de evaluación. Salvo que en las leyes secundarias se modifiquen las cosas, algo improbable, estaremos exactamente en el punto de divergencia que tuvo el gobierno de Peña Nieto con el SNTE: cambiar la evaluación obligatoria por una preparación magisterial de carácter mucho más voluntario.
El líder del SNTE, Alfredo Cepeda, dijo que hoy habría muy buenas noticas para los maestros. A una reforma que va en línea con sus demandas se sumará un incremento salarial por encima de la media. Hay que insistir en un punto que suele pasar desapercibido: el interlocutor real del gobierno federal no es la Coordinadora, es el SNTE, que sale fortalecido de este proceso.
G-20. ¿Por qué no quiere ir el presidente López Obrador a la reunión del G20 en Osaka, Japón? Argumentar que está muy ocupado con la agenda interna es ridículo, como si los otros mandatarios estuvieran en un lecho de rosas. México pierde mucho si no va.
Para empezar el canciller Marcelo Ebrard no podrá entrar a las reuniones de mandatarios que son exclusivas y cerradas. En otras palabras, estaremos sin voz en los acuerdos reales que allí se tomen, en un momento crítico para la economía y las relaciones políticas internacionales.
Segundo: si fuera, el presidente López Obrador se toparía con algo que no le gusta afrontar: el mundo real, ese que está más allá de las conferencias mañaneras, de las superficialidades y las declaraciones. Para el ego de un líder muy local siempre es difícil ponerse en contacto con el mundo real y con quienes detentan los liderazgos mundiales. Ese fue un mérito indiscutible, por ejemplo, de Lula da Silva, el ex mandatario de Brasil, que siempre utilizó esos foros para aprender, ganar presencia e inversiones para su país. Lula se llevaba igual de bien con los hermanos Castro que con Barack Obama, Angela Merkel, Vladimir Putin o Xi Jin Ping. Y Lula jamás habló una palabra de inglés. Era, simplemente, un tema de personalidad.
Claro que llegar a la reunión del G20, como dice nuestro amigo Pascal Beltrán del Río, después de un vuelo en turista y con escalas hacia Osaka, puede dejar agotado y minimizado a cualquiera, pero serviría también para entender que el avión presidencial no era un simple capricho. No es verdad que, como dice el presidente López Obrador, la mejor política exterior es la política interior. Esa es una coartada para no afrontar una de sus mayores debilidades: el mundo exterior, la conexión de México con el mundo globalizado, le guste o no. Y la única forma de superar los miedos es afrontarlos. López Obrador pierde una oportunidad de aprender (a él que le gusta tanto enseñar) al no ir a Osaka.
Pemex. Es un buen paso la renegociación sobre la deuda de Pemex. Pero es un paso coyuntural y corto. Lo que se renegoció fue la deuda que se vencía en estos días, con una tasa de interés superior a la que tenía, más del doble. La verdadera renegociación está en ciernes y dependerá básicamente de dos temas que se tendrán que resolver entre julio y septiembre: el plan de negocios de Pemex y el presupuesto. Los mercados quieren saber si la deuda de Pemex es solventable a largo plazo y en todo caso saber si el gobierno federal respaldará o no la deuda de la petrolera. El destino de Pemex continúa en el aire, aunque ahora tiene un colchón que le servirá hasta fin de año.