26-11-2019 En su reciente visita a Tlapa, Guerrero, el presidente López Obrador, reconoció que el crimen de la noche de Iguala, cuando fueron secuestrados y presuntamente asesinados 43 jóvenes de la normal de Ayotzinapa, no fue un crimen de Estado. Tiene razón y mucho nos hubiéramos ahorrado y mucho más hubiera avanzado la investigación y el castigo a los responsables si ese reconocimiento se hubiera hecho antes. Pero es preferible tarde que nunca.
Ni fue el Estado, ni fueron los militares los que secuestraron a los jóvenes. Fueron sicarios del crimen organizado, del cártel de los Guerreros Unidos, cómplices de los presidentes municipales y las policías de Iguala y de otros municipios los que acabaron con la vida de los secuestrados.
La insistencia de algunos grupos en atribuir una responsabilidad en esos hechos a elementos militares o a una política de Estado no se basa en un solo dato fehaciente, ni una prueba documental, pero tampoco en el sentido común. Se ha dicho de todo, desde que los cuerpos de los jóvenes fueron cremados en el cuartel militar de Iguala (donde no hay horno crematorio alguno), hasta que el ejército (o la Policía Federal) colaboró con los sicarios sellando las entradas y salidas de Iguala. Era y es falso.
En el batallón de Iguala el 26 de septiembre de 2014 había en total 89 elementos. De esos, 20 salieron a atender un incidente a varios kilómetros de la ciudad, de un incendio en un tráiler, y regresaron hasta bien entrada la noche al cuartel. Quedaron 69 elementos, de los cuales por lo menos la mitad siempre deben quedar dentro del cuartel para garantizar medidas de seguridad. Luego de que se dieron los enfrentamientos en Iguala, un grupo de unos 20 hizo recorridos por la ciudad. Fueron los que se encontraron a varios de los muchachos en un hospital privado. Pidieron para ellos dos ambulancias y constataron que había a pocos metros de allí unos cuerpos. Conocían de los incidentes, en parte porque la policía municipal había decomisado la motocicleta de uno de sus integrantes y la reclamaron a las autoridades locales.
Hay que recordar que, hasta ese momento, los jóvenes estaban detenidos por la policía municipal en las instalaciones municipales. Algo que no escapaba a las atribuciones de esa fuerza pública porque efectivamente había habido robos, desmanes y enfrentamientos, incluso con muertos, esa misma noche. El ejército o la policía federal no se encargan de casos de seguridad pública salvo que les sea ordenado específicamente y eso no ocurrió, como no había ocurrido en los muchos incidentes previos entre estudiantes de Ayotzinapa y las autoridades de Iguala, incluyendo el incendio del palacio municipal meses atrás.
A esa hora está comprobado, tanto por el testimonio de los sicarios detenidos como por las comunicaciones intervenidas por la DEA entre los integrantes de Guerreros Unidos en Chicago con sus líderes en Chilpancingo e Iguala, que los narcotraficantes (y por ende sus empleados: los policías municipales de Iguala y otro municipios cercanos) estaban convencidos de que lo que había era un ataque de los Rojos, encubierto en la movilización de los jóvenes,contra los jefes de plaza de Guerreros Unidos (un ataque que efectivamente se produjo en un taller mecánico de Iguala esa misma noche).
Ni el ejército ni la policía federal intervinieron en los hechos de esa noche porque no era su atribución. Los militares no sellaron las cuatro salidas de Iguala, en parte porque no tenían elementos suficientes como para hacerlo, y segundo porque hubo plena movilización en las entradas y salidas de la ciudad esa noche, tanto que pudieron entrar y salir de la ciudad, luego del secuestro de los 43, otros líderes de Ayotzinapa que incluso ofrecieron una improvisada conferencia de prensa en Iguala.
Lo que resulta inverosímil es que, con 142 detenidos, muchos de ellos confesos incluso del asesinato y la incineración de los muchachos, ni uno de ellos tenga aún sentencia en firme y que los asesores de los padres trabajen, en los hechos, para liberarlos. Y lo han logrado: todos los sicarios detenidos, todos los asesinos materiales, comenzando por su jefe Gildardo López Astudillo, el Cabo Gil, han quedado en libertad, fueron liberados por una insólita decisión judicial respaldada por quienes durante años manipularon los hechos asegurando que el responsable de ese crimen había sido el Estado. Hoy, esos sicarios, comenzando por El Cabo Gil, están en libertad y trabajando con las organizaciones criminales. La impunidad no puede hacer justicia a los 43 jóvenes sacrificados en Ayotzinapa. Para eso había que reconocer que no había sido el Estado.