13-05-2020 En el último tramo del gobierno de Felipe Calderón la estrategia de seguridad, con todos sus errores y altos costos, estaba comenzando a tener éxito, las organizaciones criminales estaban asfixiadas económica y operativamente y la mayoría de ellas descabezadas. Cuando asumió Peña Nieto, durante su primer año, cambió la estrategia de seguridad, hizo retroceder al ejército y la marina en esas tareas: pensó, con otras palabras, que atenuar la presión sobre los cárteles aligeraría la violencia y la inseguridad. Lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: durante ese año los cárteles se reorganizaron, se volvieron a armar, reemplazaron sus liderazgos y todo lo avanzando se perdió. Hubo que volver a las fuerzas armadas.
Apenas el presidente Peña Nievo pudo sacar una ley de seguridad interior que daba un margen legal mucho más sólido para el accionar militar en tareas de seguridad pública e interior.
Pero la ley de seguridad interior fue derogada, luego de una intensa campaña desarrollada por el candidato López Obrador, que acusó al ejército y la marina de “reprimir al pueblo” en la lucha contra el crimen y de cometer “masacres”, todo enmarcado en una propuesta de seguridad que definió como de “abrazos, no balazos” e incluso habló de una potencial amnistía para los integrantes del crimen organizado.
Ya en el gobierno, el presidente López Obrador se encontró con que no tenía ni instrumentos ni condiciones para llevar a cabo esa estrategia, pero insistió en ella. Rápidamente comenzó a implementar la Guardia Nacional, basado en el mismo modelo que un sexenio atrás le había propuesto la Sedena al presidente Peña Nieto para conformar la Gendarmería y que finalmente fue desechada para convertir a ésta en un cuerpo más de la Policía Federal. En el camino desapareció de buenas a primeras a la Policía Federal, sin que la propia Guardia Nacional terminara de estar plenamente integrada.
Los resultados de la estrategia de seguridad han sido desastrosos. La violencia y la inseguridad han aumentado y se han profundizado; los vacíos dejados han sido llenados por los grupos criminales que, en estos días de emergencia sanitarias, con fuerzas de seguridad y militares ocupadas en otras tareas, han actuado con toda impunidad en un plan de relaciones públicas con reparto de despensas, juguetes, préstamos, que va de la mano con un política de extrema violencia. Marzo y abril han sido unos meses atroces en términos de seguridad pública con los números más altos de asesinatos de la historia.
Con el decreto publicado el lunes, las fuerzas armadas entran de lleno y con protección legal mucho más amplia que en el pasado, a asumir tareas de seguridad pública. El decreto es tan amplio y confiere tantas atribuciones, al no especificarlas, que implica que pueden ser de todo tipo. La coordinación de las fuerzas armadas será con la Guardia Nacional, que en los hechos es una instancia con un perfil preponderantemente militar.
Muchos han dicho que ello implica el fracaso de la Guardia Nacional. No es así: la GN es una institución en formación, pero ni plenamente consolidada, como hemos dicho en este espacio, podría estar en condiciones, por sí sola, de garantizar la seguridad en todo el territorio nacional.
Lo que sí implica la decisión de regresar con más poderes y protección legal a las fuerzas armadas a la seguridad pública, es la confirmación de que la estrategia de seguridad ha fracasado y que se requiere de mayor fuerza, inteligencia y capacidad de operación para sacar al país de la crisis de inseguridad, que se verá agravada por las consecuencias económicas y sociales de la emergencia sanitaria. Y salvo las fuerzas armadas ninguna institución tiene hoy esas capacidades.
Pero la presencia militar tampoco alcanzará para garantizar el éxito de la lucha contra el crimen. Debe cambiar la estrategia y la concepción de la misma. Sin un modelo policial integrado a nivel federal, estatal y municipal, homogéneo, con mandos mínimamente centralizados, que cuente con manuales de operación comunes, con una formación también común, con mandos que en todos los niveles estén certificados por una instancia de formación reconocida, no se podrá vencer a la delincuencia.
Lo que sucede es que para eso se requieren acuerdos y políticas comunes con gobernadores y legisladores. Porque de la misma forma que no se puede manejar toda la economía del país desde Palacio Nacional, tampoco se puede manejar la seguridad de todo un país a partir de una reunión de madrugada en Palacio. Se necesita, sin duda, a los militares, pero también mucho más.
Insisto en un punto: las fuerzas armadas de nuestro país no son ni un instrumento de represión popular ni nunca han intentado vulnerar el orden constitucional. Quienes hablan de represión y militarización, como antes lo hacía el candidato López Obrador, se equivocan. Hoy, vuelven a ser la última línea de resistencia contra el crimen, organizado o no.