4-06-2020 En las últimas semanas del gobierno de Richard Nixon, cuando el presidente estaba desquiciado y paranoico por las acusaciones del caso Watergate, el entonces secretario de Estado de la Unión Americana, Henry Kissinger, y los dos principales mandos militares del gobierno, el secretario de Defensa y el jefe del estado mayor conjunto, tomaron la decisión de que no aceptarían ninguna medida militar desesperada de Nixon, sobre todo si había una alerta nuclear y si el Presidente decidía iniciar una acción militar nuclear contra cualquier país, esa orden sería desoída hasta que ellos tres la aprobaran. No era un desacato, simplemente consideraban que en esos días previos a la renuncia, que el presidente literalmente no estaba en sus cabales.
Esta historia viene a cuento por varias razones. Ayer, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Mark Esper, rechazó las declaraciones del presidente Donald Trump respecto a la orden de desplegar el Ejército en las calles de las ciudades de la Unión Américana, sin el visto bueno de los gobernadores estatales, con el fin de contener la violencia desatada por la ola de manifestaciones en contra del racismo. “No apoyo, dijo Esper, sin duda presionado por los propios mandos militares alérgicos a todo lo que sea la intervención interna contra movilizaciones sociales, la invocación de la Ley de Insurrección”. “Estas medidas, agregó, solo deberían utilizarse como último recurso y en las situaciones más urgentes y extremas. No estamos en una de esas situaciones ahora”.
Trump advirtió que recurriría al Ejército para frenar los actos vandálicos, si los gobernadores de los estados, competentes en esta materia, no logran con sus propias fuerzas policiales y con el despliegue de la Guardia Nacional, que depende en primera instancia de los propios estados, controlar las manifestaciones. El propio Trump hace dos días ejerció una dura acción represiva contra manifestantes pacíficos, para despejar el camino hacia un iglesia cuyo sótano había sido incendiado durante las revueltas. La policía cargó contra los centenares de manifestantes congregados pacíficamente, utilizando gases lacrimógenos y agentes a caballo, para abrir una vía que le permitiera a Trump caminar un centenar de metros con una pequeña comitiva hasta la iglesia de Saint John, cuyo sótano ardió el domingo pasado en las manifestaciones por el asesinato de George Floyd a manos de agentes policiales.
Todo esa violencia para una acción coreográfica: la fotografía de Trump a las puertas del templo sujetando una Biblia en la mano. De ahí regresó a la Casa Blanca, donde el día anterior se había ocultado el bunker subterráneo, temeroso de que por primera vez en la historia, los manifestantes invadieran la Casa Blanca.
Ayer, Esper, el jefe del Pentágono, nombrado por Trump hace menos de un año, rechazó la decisión de Trump: “siempre he pensado que la Guardia Nacional es más adecuada para lidiar con cuestiones interiores”, subrayó. Esper es un halcón, un militar retirado con experiencia en el Congreso, que llegó a la Administración Trump en noviembre de 2017. Fue compañero de estudios del secretario de Estado, Mike Pompeo, en West Point, estuvo diez años en el ejército y once años en la Guardia Nacional. Fue condecorado como veterano de la Guerra del Golfo. Ha trabajado en los think thank más conservadores de Washington. Nadie puede considerar Esper un pacifista o un activista radical. Pero es un ex militar que sabe para qué sirve el ejército y para qué no.
Lo que secretario de Defensa rechaza es aplicar la Ley de Insurrección, firmada por Thomas Jefferson en 1807, que sólo ha sido invocada en dos ocasiones, en 1954 por el presidente Dwight D. Eisenhower para escoltar a los nueve niños negros que marcaron la historia al asistir a una escuela de blancos en Little Rock, a raíz de una sentencia del Tribunal Supremo contra la segregación racial en las escuelas. Y en 1992, la invocó el presidente George Bush hijo a solicitud del entonces gobernador de California, para la intervención de las tropas en Los Ángeles por los disturbios a raíz de la absolución de los policías que apalearon a Rodney King. Por cierto, en medio de esas revueltas, estaba en Los Angeles como parte de una gira por los Estados Unidos, el entonces presidente Salinas de Gortari y los principales incidentes se dieron frente al hotel donde estaba la comitiva mexicana, el Century Plaza.Los reporteros que lo cubríamos veíamos desde los balcones la inusitada ola de violencia de los manifestantes y de las fuerzas de seguridad.
Todo esto viene a cuento también para insistir en una idea: los ejércitos y sus jefes no son simples instrumentos políticos de los mandatarios en turno, por lo menos no cuando se asientan en andamios democráticos. Y de esto incluso López Obrador, hay que reconocerlo, parece ser un mandatario mucho más consciente que Trump.