6-07-2021 Pocas cosas son tan inútiles en política como la consulta que se realizará el próximo primero de agosto y que se intenta vender como una forma de decidir si se debe enjuiciar o no a los ex presidentes.
Para empezar eso no es lo que se pregunta. El texto de la consulta elaborado por una Suprema Corte que tenía toda la presión del gobierno federal para sacarla (en realidad querían que fuera el mismo día de las elecciones de junio para de esa forma empatarla con los comicios) terminó siendo una suerte de filigrana un poco incomprensible. Dice el texto: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal, para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?”.
Eso quiere decir todo y nada. Por principio, no se puede consultar si alguien está de acuerdo o no con que se tomen acciones legales contra quien sea. Si se estima que se cometió un delito se debe iniciar un procedimiento, si se cree que se cometieron delitos pero no existen pruebas o elementos para trasladar esa opinión política a un proceso judicial, no hay razón alguna para preguntarlo. Consultar si se aplica o no la ley no sólo no tiene sentido sino que además viola la obligación básica del Estado que es aplicar la justicia.
Lo que se intenta entonces es recrear un debate político que suena un poco absurdo con un gobierno que mira mucho más hacia el pasado que hacia el presente y el futuro. Es desconcertante porque el país se enfrenta a una de las situaciones más delicadas en muchos años, con situaciones críticas que exigen respuesta.
La seguridad está en crisis y los cárteles y bandas criminales están más diversificados y empoderados que nunca; la economía apenas trata de comenzar a recuperarse de una caída de más de 9 por ciento; la pandemia parece estar remitiendo pero sus consecuencias sociales, económicas, educativas, sanitarias perdurarán por años; tenemos un grave desabastecimiento de medicinas; la relación con Estados Unidos pasa por un momento particularmente complejo; la pobreza ha aumentado.
Las grandes obras de infraestructura exhiben problemas delicados: la refinería de Dos Bocas, además de muy rezagada en su construcción, ya ha aumentado su costo, absurdo, de 8 mil a más de 12 mil millones de dólares; el Tren Maya también está rezagado y hay tramos que están sufriendo problemas de todo tipo, desde permisos hasta oposición política de muchas comunidades, sobre todo en las zonas chiapanecas de influencia zapatista. El aeropuerto Felipe Angeles se entregará en tiempo y forma, ajustado al presupuesto que se estableció (y eso es digno de reconocimiento) pero no están construidas (y las que se iniciaron van con enorme rezago) las vías de comunicación para acceder a él. Mientras no existan y demuestren ser funcionales, el aeropuerto estará condenado al ostracismo. Hablando de transporte aéreo, la seguridad de nuestro espacio aéreo ha caído a categoría dos, lo que colocó en una dificilísima situación al sector, afecta al turismo y a las millones de familias que viven de él. Y todo ocurre en un país terriblemente polarizado.
Esos, entre otros muchos, son los problemas a los que se debe enfrentar el gobierno federal y que requieren urgente atención. Pero los recursos y el discurso gubernamental se dedican al escudriñar el pasado, a hacer responsable de todas estas carencias y crisis a una enorme conjura en que que participan medios, empresarios, clases medias, empresas nacionales y extranjeras. Exactamente lo que dijo el presidente López Obrador en su discurso de toma de posesión, que no haría.
Pocas cosas han escenificado esa insensatez mejor que las declaraciones de López Gatell, acusando a los padres de los niños con cáncer de ser parte de una conspiración que busca dar un golpe de Estado, o el mal show escenificado este miércoles pasado con la presentación de las supuestas fake news en la mañanera que pone una distancia que terminará siendo insalvable entre los medios y la administración federal.
La consulta que se realizará el primero de agosto es un paso más en este proceso, en una lógica que no busca construir, en un gobierno cuyo gabinete, salvo honrosas excepciones, no hace política, no dialoga, no establece acuerdos, no atiende ni lo urgente ni lo estratégico: sólo reacciona a las acciones que vienen de fuera o de dentro y se queda, cada día más, con un pequeño espacio de operación.
Es irracional porque, si bien los resultados electorales de Morena no fueron los que esperaba el presidente López Obrador, sobre todo en la ciudad de México, el gobierno ha salido de los comicios de junio como ganador: se quedó con la mayoría de los estados en disputa, tendrá mayoría en el congreso, el Presidente no tiene los porcentajes de aprobación de los que presumió el jueves pasado, pero siguen siendo índices altos.
Ninguno de sus predecesores, desde Ernesto Zedillo hasta hoy, tuvo condiciones políticas tan favorables para operar y realizar cambios, adecuaciones, para imponer política públicas. Pero ya estamos en la segunda mitad del sexenio, ya comienza la cuenta atrás y en lugar de construir un futuro se sigue luchando contra los molinos de viento del pasado.