La decisión de reducir la pena de Mario Aburto, el asesino de Luis Donaldo Colosio en 1994, siguió exactamente el mismo camino oscuro que permitió la liberación de Rafael Caro Quintero en 2013: un tribunal decidió que el caso tendría que haber sido juzgado en el ámbito local y no federal, y como la condena máxima por asesinato en Baja California era entonces de 30 años y no de 45 como estaba en el código penal federal cuando se cometió el crimen, en marzo, al cumplirse 30 años del asesinato priista en Lomas Taurinas, Aburto quedará en libertad.
La decisión de liberar a Caro Quintero fue revocada por la Suprema Corte de Justicia meses después de su liberación pero Caro Quintero ya estaba en libertad y operando con su cártel, hasta que volvió a ser detenido el año pasado.
En el caso de Mario Aburto el caso tendría que ser apelado y llevado también a la Corte y Aburto tendría que cumplir plenamente su condena de 45 años porque tiene las mismas características e irregularidades. La diferencia es que en 2013 la PGR apeló y llevó el caso a la Suprema Corte. En el caso de Aburto pareciera existir la intención exactamente contraria: ha sido desde el gobierno, la FGR y la CNDH de Rosario Piedra desde donde se ha impulsado la liberación de Aburto en marzo del año próximo, en plena campaña electoral para convertirlo, me imagino, en un instrumento político-electoral.
Días atrás, el presidente López Obrador desmentiço una columna de Raymundo Riva Palacio que afirmaba que se estaba armando judicialmente un caso contra el ex presidente Salinas de Gortari y otros entonces funcionarios por el caso Colosio. La información era verosímil es taba rondando en el ámbito político desde un año atrás. Lo que no dijo el Presidente es que se estaba preparando la liberación de Aburto, un mitómano que ha dicho mil cosas diferentes en torno al crimen que cometió y cuya responsabilidad está absolutamente comprobada pese al enorme daño que hizo a aquellas investigaciones el entonces fiscal especial Pablo Chapa Bezanilla. Quizás no se judicialice nuevamente el caso Colosio como muchos en el gobierno y su entorno pretenden, pero se usará políticamente en la campaña electoral.
Si hay dos personajes que pueden contar su versión de la historia respecto al asesinato de Luis Donaldo Colosio, son Alfonso Durazo, hoy gobernador de Sonora, presidente del consejo político de Morena y hace 30 años secretario particular del candidato asesinado, y Marcelo Ebrard, el aspirante de Morena en rebeldía, entonces el principal operador del comisionado para la paz en Chiapas, el ex regente de la ciudad, Manuel Camacho, que durante aquellos asfixiantes tres primeros meses de 1994, se había convertido, de facto, en el principal opositor a la candidatura de Luis Donaldo.
Marcelo, con todas las diferencias del caso, al denunciar el proceso interno de Morena, está recorriendo hoy un camino similar al de Camacho en aquellos meses, pero está tratando de no cometer los mismos errores que cometió entonces Manuel. Se dijo en innumerables ocasiones en aquellos años que la bala que mató a Colosio también acabó con la carrera política de Camacho. Es verdad, pero sólo a medias, pues Manuel perdió todas sus oportunidades entonces, pero pudo reconstruir, no tanto como lo ha hecho Ebrard, su carrera.
Sin embargo, Camacho nunca logró superar, en lo personal, aquel terrible trauma y sobre todo que se le acusara de haber “creado el clima” o haber estado detrás, de una u otra forma, crep que injustamente, de aquella muerte que implicó una ruptura radical del sistema político mexicano.
En el caso de Durazo el suyo fue un recorrido muy largo que lo terminó llevando por diferentes opciones políticas, incluyendo un puesto central en el gabinete de Vicente Fox hasta que con el paso de los años terminó en el equipo de López Obrador. Pero ese recorrido estuvo marcado, siempre, por el asesinato de su jefe. Dice Alfonso, lo ha dicho siempre, que no cree en la teoría del asesino solitario.
Personalmente sigo pensando, 30 años después y sobre todo analizando lo sucedido en estas tres décadas en términos de inseguridad y violencia, que la mano que estuvo detrás del arma de Aburto no fue tanto la de la política sino la del narcotráfico, o la de éste inducida por la política. No hay pruebas concluyentes, pero sí indicios muy sólidos de porqué el crimen organizado podría haber ordenado o participado en el asesinato de Donaldo.
Varios otros abonaron la tesis de que el crimen había sido tolerado por Camacho y/o por Carlos Salinas, y de ahí partieron muchas de las teorías de la conspiración que enarboló Pablo Chapa Bezanilla. El fiscal del caso fue tan desastroso que su único “logro” consistió en acabar con la verosimilitud de cualquier prueba incluyendo la del asesino solitario.
Hemos investigado ese caso durante años y creo que la reconstrucción de hechos que realizó el último fiscal especial, Luis Raúl González Pérez, se apega a lo sucedido. Por supuesto que hubo un “clima político” que alimentó la posibilidad del crimen, en el que jugó un papel destacado el levantamiento zapatista; hubo graves errores de instrumentación en la seguridad del candidato, alimentadas a su vez por malas decisiones de Luis Donaldo en ese ámbito; hubo diferencias políticas trascendentales entre los hombres claves de aquel proceso (Colosio, Salinas, Camacho, sobre todo). Y estuvo el factor del narcotráfico.
En estos extraños ajustes de cuenta con el pasado que lleva a cabo la administración López Obrador, le tocó también una revisión al caso de Luis Donaldo Colosio. Lo hace de la peor manera posible: abriendo la posibilidad de que Mario Aburto, quedé en libertad para convertirlo en un factor más de desestabilización electoral.