Distantes, contradictorios, polémicos, pero ahora cercanos en su apreciación sobre la marcha de la economía y la necesidad de realizar ajustes importantes en la dirección del gobierno, Jorge Castañeda y Carlos Slim coinciden en que más que en la insistencia de las reformas estructurales el futuro de esta administración debe estar en las políticas públicas.
Distantes en muchos aspectos, contradictorios, polémicos, pero ahora cercanos en su apreciación sobre la marcha de la economía y la necesidad de realizar ajustes importantes en la dirección del gobierno (al que uno y otro apoyaron de muchas maneras para que su titular, Vicente Fox, llegara a Los Pinos), el hecho es que las recientes declaraciones de Jorge Castañeda y Carlos Slim, (uno, el ex canciller de la administración Fox reconvertido ahora en un virtual precandidato presidencial, y el otro, el empresario más rico y poderoso de México y América latina cuyas preocupaciones políticas son inocultables) coinciden en que más que en la insistencia de las reformas estructurales el futuro de esta administración debe estar en las políticas públicas, en las decisiones del gobierno que permitan hacer crecer la economía aunque las reformas estructurales tarden más de lo previsto. Y los dos, Castañeda y Slim, podrían tener razón.
Castañeda está impulsando un programa de cuatro puntos, donde, dos de ellos, son claves en este sentido. El primero, es que el gobierno federal más que seguir insistiendo en las reformas estructurales (la apertura del mercado energético o la reforma fiscal o la laboral) debe apostar por las reformas institucionales: las reformas políticas como la reelección de legisladores, la búsqueda de acuerdos que permitan reformas postergadas del Estado, la necesidad de institucionalizar la figura de una instancia de gobierno entre el presidente de la república y la operación cotidiana, que podría ser desde un primer ministro hasta un jefe de gabinete, además de buscar mecanismos que ayuden al establecimiento de mayorías legislativas. En los hechos lo que está planteando Castañeda (y hay que reconocer que no son ideas suyas, originales, sino que se han venido bosquejando de diferente forma desde tiempo atrás pero que el ex canciller ha tenido el mérito de ordenarlas y darles un cuerpo coherente) es que si las reformas estructurales no salen pese a que existe una suerte de acuerdo global de que las mismas son imperiosas, es porque las instituciones no están funcionando adecuadamente y existen cuellos de botella y tapones en la capacidad de operación política del Estado que frena las condiciones de gobernabilidad. La propuesta es, entonces trabajar en esas reformas institucionales, que son más fáciles de sacar porque los partidos tienen intereses concretos en ellas, para que, de esa forma, más adelante se pueda avanzar en las reformas estructurales que hoy están paralizadas (y que si las elecciones del seis de julio se dan como se espera, seguirán en esa condición).
Pero el otro punto que nos interesa de lo que dice Castañeda, es que se debe utilizar el petróleo para activar el mercado interno, impulsar la inversión, y con ello cumplir con los programas sociales, de infraestructura y de seguridad que permitan un crecimiento sólido de la economía. Para ello propone duplicar la plataforma de explotación petrolera, exportar el doble que ahora, en otras palabras. Y para ello se basa en la operación realizada en el inicio del gobierno de José López Portillo a través de la política petrolera de Díaz Serrano, que transformó a México de un país importador de crudo en un exportador. Dice Castañeda que para ese proceso se requieren 50 mil millones de dólares y que, como se hizo en aquella época, se podría realizar sin modificar la constitución y las leyes actuales, manteniendo al mismo tiempo (lo que por supuesto no se hizo en aquella oportunidad) la disciplina en las finanzas públicas y evitando la corrupción. En otras palabras lo que propone es utilizar el petróleo como una fuente de recursos para el crecimiento económico y ello implica, evidentemente un aumento importante del gasto público.
Carlos Slim por su parte, está planteando algo muy similar: le dijo a Bloomberg News que es hora de cambiar el rumbo económico y que, dadas las actuales condiciones macroeconómicas, el sector público debe gastar más e impulsar, con obra pública, el crecimiento. Dice que si un país "no tiene déficit ni inversión pública, eso es malo, pero si tiene un déficit público de 2 por ciento causado porque el país invirtió 5 por ciento del PIB en inversión productiva es diferente. Los gobiernos, agregó, deben manejar sus libros como empresas".
La posición dominante de la mayoría de los economistas oficiales es que el crecimiento del déficit por encima del uno por ciento del PIB aumentaría la inflación y desalentaría la inversión privada, nacional y extranjera. El hecho es que el déficit, por ejemplo, de Estados Unidos está rondando el 4 por ciento del PIB y México ha tenido superávit en sus finanzas públicas en el primer trimestre del año y se espera un déficit de apenas 0.5 por ciento para el segundo trimestre. Mientras que nuestras reservas internacionales están en el orden de los 60 mil millones de dólares. La estrategia gubernamental es continuar con el actual esquema económico y financiero e insistir en las reformas de la energía, la petroquímica, la fiscal y la laboral para que a través de esos mecanismos lleguen los recursos suficientes como para impulsar la economía.
Pero el hecho es que no se han dado así las cosas: las reformas están estancadas (ahora todas las expectativas están puestas en que en agosto pueda efectuarse un periodo ordinario del congreso para sacar adelante por lo menos la reforma energética, pero nadie puede ni remotamente asegurar que ello vaya a ocurrir) y las políticas públicas también: el país, lisa y llanamente, no crece desde hace dos años y sería un grave error pensar, como lo hacen muchos funcionarios, que ello se debe sólo a la difícil situación internacional: el entorno por supuesto que es complejo, pero no se crece, también, porque las políticas públicas no están funcionando como debieran.
Los críticos respecto a las propuestas de Castañeda o de Slim argumentan que ello sólo provocará un aumento del estatismo y de la corrupción, con mayor proteccionismo, más burocracia y un déficit que resucitará la inflación. Pero nada indica que tenga que ser necesariamente así, sobre todo cuando existen mecanismos que no había en el pasado o que, simplemente, no funcionaban correctamente. Un ejemplo es el Banco de México, en el que se ha propuesto, afortunadamente, reelegir en él a Guillermo Ortiz Martínez, que ha realizado un trabajo encomiable o incluso el control que sobre la macroeconomía ha ejercido Francisco Gil Díaz (la compra de los bonos Brady es una demostración de ello). Nada de eso tendría porqué cambiarse: sí quizás modificar gradualmente el déficit para que sin que salga de control se pueda incrementar la inversión pública, una utilización de las reservas que no impliquen un debilitamiento de las finanzas públicas, quizás, como dice Castañeda, una utilización más agresiva de la plataforma petrolera y, sobre todo, una estrategia muy clara de en qué se va a gastar (privilegiando programas sociales muy específicos, obras de infraestructura imprescindibles y proyectos de desarrollo regionales) y cómo hacerlo: sin reemplazar a la iniciativa privada sino utilizando esos recursos para apoyarla. Se trata, sobre todo, de tener estrategias claras y controles serios.
¿Podrán las ideas de Castañeda o Slim (y de muchos otros), independientemente de la simpatía o antipatía, de la confianza o desconfianza que ambos generan, y dejando de lado, incluso, sus intereses coyunturales, avanzar en un gobierno en el que pareciera que la imaginación política y económica es tan escasa o paralizada, como alta la polarización social y política?