11 de Septiembre, 1973, Santiago de Chile. El presidente constitucional Salvador Allende resiste en el palacio de La Moneda los ataques de los tanques y la aviación militar de su propio ejército y es asesinado por los golpistas. Nueva York, 2001. Nunca se ha había visto algo similar, Primero una de las torres gemelas, del famosísimo WTC en llamas, después fuimos testigos en transmisión mundial del más espectacular acto terrorista de la historia contemporánea, el mundo ya no sería el mismo y no sería mejor.
11 de septiembre, 1973, Santiago de Chile.- El presidente constitucional de Chile, Salvador Allende resiste en el palacio de La Moneda los ataques de los tanques y la aviación militar de su propio ejército, acompañado sólo por un puñado de seguidores, los llamados grupos de amigos del presidente, los GAP. Unas horas después y luego de un discurso radial inolvidable por su emotividad, por su sentido democrático y civilista, Allende, que no acepta rendirse, es asesinado por los golpistas. El general que Allende pensaba que garantizaría la constitucionalidad y el derecho, que se había comprometido con ello apenas horas antes de que se iniciara el golpe, en realidad estaba conspirando desde meses atrás con los golpistas y encabezaba el golpe de Estado: era el tristemente célebre Augusto Pinochet.
La caída de Allende era el capítulo final de una conspiración que había comenzado en realidad tres años antes, con el propio triunfo electoral de Salvador Allende y el asesinato del general Schneider y que había tenido una participación directa del gobierno estadounidense, encabezado entonces por Richard Nixon, un golpe planeado por el equipo del entonces secretario de Estado, Henry Kissinger y financiado por importantes empresas internacionales, entre ellas la telefónica ATT. Fue también el eslabón inicial de una larga cadena de golpes de estado similares que derrocaron en unos pocos meses los gobiernos civiles de Uruguay, Bolivia y Argentina.
Fueron actos terroristas, de terrorismo de Estado: las víctimas se contaron por miles en todos esos países, la muerte, la tortura, las desapariciones forzadas fueron la norma de una política conciente de aniquilación que uno de sus participantes (el entonces general argentino Díaz Bessone) describió con crudeza y frialdad hace unos días en una entrevista con la televisión francesa: no podíamos fusilar 30 mil personas, dijo a Franco se le habían ido encima por tres, era mejor desaparecerlos; no podíamos obtener información por vías legítimas, reconoció, había que torturar a los detenidos para obtenerla. Había, también que amedrentar a toda una sociedad, reprimirla, censurarla, para evitar que la barbarie fuera de conocimiento público. Me pregunto si los golpes de Chile, de Argentina, de Uruguay, entre otros se hubieran podido perpetrar con la saña y la impunidad con que lo hicieron sus autores, en el mundo actual, con las comunicaciones actuales, con la televisión mostrando en directo la situación que se vivía en esos momentos. Estoy convencido de que sería mucho más difícil para quienes los encabezaron haber tenido éxito, pero sobre todo para quienes los prohijaron y los financiaron haber quedado, como han quedado, impunes. Esos terribles actos de terrorismo fueron justificados por la razón de Estado en el contexto de la guerra fría. Esa fue una coartada, una máscara: lo que hubo, hay que llamarlo por su nombre, fue una orgía de sangre y represión para mantener muchos privilegios económicos y políticos. Nada más.
11 de septiembre, Nueva York, 2001.- Nunca se había visto nada similar. Primero una de las torres gemelas, del famosísimo WTC de Nueva York, estaba en llamas, la versión inicial hablaba de un pequeño avión que se había estrellado contra ella. Minutos después y cuando aún no se salía del estupor, se veía, ahora sí con toda claridad y en transmisión televisiva mundial, que un avión que avanzaba en vuelo rasante sobre la ciudad se estrellaba contra la otra torre. En ese momento no quedó duda alguna: se trataba del mayor acto terrorista de la historia, del más espectacular y del que mayor número de víctimas había causado en un solo evento. Acababa esa mañana soleada de septiembre no sólo con la vida de unas tres mil personas sino también con todo un momento de la historia contemporánea: el mundo ya no sería el mismo y no sería mejor.
La identidad de los terroristas tampoco tardaría demasiado en descubrirse: era la red Al Qaeda, que ya había atentado con un coche bomba contra el WTC dos años atrás y que estaba encabezada por un millonario de origen saudita, Osama Bin Laden, cuya familia, durante años, había mantenido negocios con la familia Bush. El atentado a las torres gemelas que fue seguido con otro ataque con avión contra el Pentágono y que debía ser continuado por un cuarto avión que fue derribado cuando se dirigía a Washington (la versión oficial asegura que fue derribado por sus propios pasajeros pero, es evidente y así lo han deja entrever las propias autoridades estadounidenses que el vuelo fue derribado ante la imposibilidad de retomar el control del mismo y antes de que arribara a la capital estadounidense) todos ellos perpetrados por terroristas de origen, en la mayoría de los casos, saudí y financiados, según se ha comprobado después, también por sectores privados y públicos de Arabia Saudita, a pesar de que éste país se deslindó absolutamente del hecho.
No hay, no puede haber, justificación ideológica o política alguna de los atentados en Nueva York y Washington. Son actos criminales, terribles, inaceptables, realizados contra la población civil, utilizando aviones civiles repletos de pasajeros indefensos, cuyo único objetivo es buscar la mayor cantidad de víctimas civiles para amedrentar una sociedad, un país.
Desde ahce dos años algo me inquieta: ¿por qué como país tomamos actitudes tan diferentes en ambos casos?. Cuando el golpe en Chile la participación de México fue invaluable: miles, no es una exageración, le deben la vida al grupo de funcionarios mexicanos que encabezados por Gonzalo Martínez Corbalá, se quedaron en Santiago y abrieron las puertas a quienes huían de la represión. Lo mismo ocurrió con las víctimas de los golpes de estado posteriores en Uruguay o Argentina. En el caso de Chile se rompieron relaciones diplomáticas y con los otros países se enfriaron hasta llegar al punto de congelación. Es verdad, como hemos sabido después que, por ejemplo, el presidente Luis Echeverría compartía algunas o muchas, de las inquietudes anticomunistas del entonces presidente Nixon o de su sucesor Gerald Ford. Pero nadie puede negar el papel desempeñado por los gobiernos de México en esos momentos y su importancia para el resto de América Latina. Y esto no tenía relación directa con la simpatía o no con esos gobiernos y mucho menos con las organizaciones políticas que fueron en la mayoría de los casos destruidas por la represión: fue una cuestión de principios donde, luego, se pudieron hacer las diferenciaciones necesarias, se pusieron límites y se ampliaron plazos. Pero la norma fue defender a la gente.
Casi tres décadas después de ocurridos esos hechos, los atentados contra las torres gemelas no tuvieron una respuesta similar: por supuesto que Estados Unidos no requería ni mucho menos establecer una política de asilo para sus nacionales y que el ataque era externo, no producto de un golpe de estado (aunque muchos aún mantengan la sospecha por la negligente actuación de los organismos de seguridad estadounidenses y su incapacidad para evitar los atentados a pesar de la información de la que disponían). En aquellos días, cuando en la misma mañana del 11 de septiembre, el entonces canciller Jorge Casteñeda dijo que "se apoyaría a Estados Unidos sin regateos" quizás cometió un exceso en la forma, pero en el fondo tenía toda la razón. Pero el presidente Fox dudó porque primero quiso ver las encuestas y finalmente tardó demasiado en externar su rechazo, en brindar su solidaridad, en apoyar a los damnificados y en condenar, sin regateos, como bien se hizo en 1973, a los responsables. Eso no implicaba ni estar de acuerdo con el gobierno Bush, ni tampoco, como se vio después con la reacción de éste en la escena internacional. Pero ese 11 de septiembre no se inscribió, por las dudas, los titubeos, en las mejores páginas de nuestra política externa.
Tampoco los medios, que dimos una cobertura excepcional a los hechos, jugamos en este sentido nuestro mejor papel. El periodista español Arcadi Espada, en Diarios, un libro excepcional que se presentó apenas el martes en la noche en México, analiza muy críticamente el lenguaje y el mensaje de los medios, sobre todo respecto a actos terroristas y la forma que a veces se tiene de diferenciar víctimas y victimarios. "Es la diferencia, dice de escribir desde el lugar del verdugo o desde el lugar de la víctima. El verdugo busca causas. La víctima expone los hechos. No comprendo cómo les resulta tan difícil a algunos decidir el lugar donde trabaja un periodista". Ante la poca disimulada satisfacción de alguno de nuestros medios después del 11-S del 2001, yo tampoco lo entiendo. Nuestro lugar debe estar junto a la víctima, sea chilena, estadounidense, afgana, iraquí…o mexicana.