El presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Mariano Azuela es un hombre que rehuye constantemente a las entrevistas y los reflectores. Ayer con un motivo tan insignificante como la inauguración de la feria del libro judicial se haya decidido a lanzarse en forma directa, aunque no lo haya nombrado jamás, contra Andrés Manuel López Obrador, en una demostración de la irritación que esta causando en la Corte y en su presidente, las agresiones políticas de las que han sido objeto por el propio jefe de gobierno.
El presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Mariano Azuela es un hombre que rehuye constantemente a las entrevistas y los reflectores. Que ayer con un motivo tan insignificante como la inauguración de la feria del libro judicial se haya decidido a lanzarse en forma tan directa, aunque no lo haya nombrado jamás, contra el jefe de gobierno capitalino Andrés Manuel López Obrador, es una demostración del nivel de irritación que están causando en la Corte y en su presidente, las agresiones políticas de las que han sido objeto en las últimas semanas por el propio jefe de gobierno, pero, sobre todo, por algunos de sus seguidores. La movilización de ayer mismo en la mañana, encabezada por Clara Brugada, con mantas y consignas contra el propio Mariano Azuela y las acusaciones de corrupción contra la Corte sin duda deben haber rebasado el límite de la paciencia del magistrado.
Azuela no se ahorró adjetivos: "la libertad que no es guiada, dijo, por los criterios que se obtienen por la inteligencia, corre el riesgo, el terrible riesgo, de ser manipulada por quiénes, quizás con su sagacidad, utilizan sus propios objetivos para finalmente, incluso dar apariencia de una democracia populista". No sé si el presidente de la Corte puede y deba embarcarse en un debate político con un político profesional, el más popular del país, que, además, tiene posibilidades apabullantes en términos de aparición en medios respecto a cualquier magistrado, como López Obrador. Pero lo que está en el fondo de este tema, es un conflicto que va mucho más allá de definir si Andrés Manuel López Obrador tiene o no la razón sobre la demanda judicial que lo obligaría a pagar poco más de mil 800 millones de pesos a los supuestos damnificados de la expropiación del paraje San Juan en la ciudad de México.
Muy probablemente, en términos políticos, López Obrador tiene la razón: el caso tiene toda la apariencia de ser un proceso judicial con características que permiten presumir que fue fraudulento. Pero eso no lo puede determinar el jefe de gobierno: para eso están los órganos de justicia. El problema quizás es que a diferencia de lo que se dijo originalmente, en el fondo de ese supuesto acto de corrupción no estarían las autoridades priístas (con el agravante de que quienes procedieron con la expropiación hoy son dos de sus principales aliados: el ahora diputado federal por el PRD y ex regente, Manuel Camacho Solís, y el secretario de seguridad pública, Marcelo Ebrard) sino en el primer gobierno perredista de la ciudad, que encabezó Cauhtémoc Cárdenas y particularmente durante la gestión de Samuel del Villar en la procuraduría. El dato ya fue proporcionado: si bien la expropiación se realizó en 1989, el proceso de amparo para reclamar la indemnización se inició en 1998 cuando Del Villar era procurador y allí se perdió el juicio en primera instancia y en 1999 en segunda instancia. Del Villar para distraer la atención argumentó que todo el caso se basaba en una carta que Marcelo Ebrard había librado a favor de los supuestos propietarios en 1993 y que se encontró en el expediente del juicio en el 98.
Pero el hecho se revertió para Del Villar porque Ebrard descubrió que la carta era falsa, lo mismo que su firma y que los sellos que la acompañaban. Apenas ayer, pese a que la semana pasada había presentado una demanda ante la procuraduría del DF por la falsificación en la firma de ese documento, Ebrard presentó un estudio grafológico realizado por uno de los principales expertos del país, confirmando la falsedad de la firma y del documento. La pregunta obvia, además, es porqué si se tenía ese documento en 1993, los propietarios esperaron hasta 1998 para presentar la demanda: obviamente, si existió corrupción, y la falsificación de la carta lo demostraría, ella se dio durante el periodo de Del Villar en la procuraduría capitalina, quien resultaría, además, negligente porque si ese era el único documento que daba validez al reclamo resulta incomprensible que nunca lo hubiera hecho certificar para comprobar su legitimidad.
El problema es que el jefe de gobierno no podía irse directamente sobre las anteriores administraciones perredistas y, por lo tanto, se fue sobre la justicia. Pero el hecho es que en esto, la Corte tiene poco que hacer: la demanda de revisión debe provenir de personas legalmente autorizadas para hacerlo y el problema con la documentación proviene de la negligencia (insistimos en usar ese término) de la anterior procuraduría capitalina. Pero en su lógica de concentrarse en la Corte, creo que López Obrador sobrepasó un límite que lo puede llevar a ganar una batalla política pero también a terminar en medio de un enfrentamiento legal que, a largo plazo, no lo beneficiará. López Obrador es, efectivamente indestructible como él dice, en contra de ataques o libelos como los que se difundieron la semana pasada. Pero su vulnerabilidad cuando se enfrenta a un poder constitucional como el judicial crece geométricamente: no, como decíamos, porque no pueda derrotar políticamente a Mariano Azuela, un abogado circunspecto y alejado de los medios, sino porque está dejando un antecedente para sus aliados pero sobre todo para observadores extranjeros e inversionistas, de indiferencia a los mecanismos legales que quien tiene muy altas probabilidades de ser el próximo presidente de la república no se puede dar el lujo de cargar sobre sus espaldas.
Pero, probablemente, el fondo de este conflicto no sólo está en tratar de no confrontarse, por lo menos en el ámbito público, con los antecesores de su propio partido, y el tratar de señalar a la Corte como responsable de un hecho de corrupción que no le atañe, sino también, como ya señalamos hace un mes, como parte del un amplio juego sucesorio que involucra a la propia Corte y la renovación de su presidencia a principios de 2007, exactamente cuando, si gana las elecciones del 2006, debería comenzar la administración López Obrador.
El 23 de septiembre pasado decíamos en este espacio que "la guerra del 2006 llega a la Corte". Lo sucedido en las semanas posteriores parece confirmarlo plenamente. Andrés Manuel está moviendo sus fichas para, si se dan las cosas no gobernar a partir del 2006 con un poder judicial opuesto a su mandato (que es lo mismo que hicieron, por ejemplo, Hugo Chávez o Néstor Kirchner).A fin de año se deben realizar dos reemplazos en la Corte: dejan su responsabilidad los ministros Juventino Castro y Castro y Vicente Aguinaco. Su reemplazo alterará el actual equilibrio de poder en la Corte. Allí en la cabeza del supremo órgano de justicia de la nación, cada día parece más clara la existencia de dos tendencias enfrentadas: por una parte, el actual presidente Mariano Azuela y por la otra el ex presidente y actual ministro Genaro David Góngora Pimentel. Ya han tenido varias diferencias públicas: sobre el salario de los ministros y sus pensiones, sobre quiénes deben ser los sucesores de Aguinaco y Castro, respecto a qué tipo de poder judicial se requiere y, obviamente, en el terreno político, respecto a cómo ubicarse en él. A Góngora Pimentel le tocó el caso, muy controvertido, del consejo de información del DF y el ministro ordenó suspender el procedimiento de instalación de dicho consejo en forma coherente con la demanda de López Obrador. Aquí mismo dijimos que el ministro Góngora había desayunado en por lo menos una oportunidad con el jefe de gobierno, cuando ese caso estaba en proceso, y que en una entrevista con Milenio Diario había reconocido ser su amigo. Para algunos juristas, esos dos hechos habrían inhabilitado a Góngora para tratar el caso del consejo de información y cualquier otro relacionado con el jefe de gobierno. El propio Góngora Pimentel ha desestimado por completo esa posibilidad y si bien reconoce que sí se ha reunido con el jefe de gobierno y que tiene trato con él, está lejos, dice, de ser una amistad demasiado cercana como para impedirle tratar temas relacionados con el gobierno de la ciudad. Y probablemente es así.
Pero ello no subsana las obvias diferencias existentes entre Azuela y Góngora y, aparentemente, sus diferentes apuestas políticas. O mejor dicho, las apuestas que hacen los políticos sobre las repercusiones ulteriores de esas diferencias. E insistimos en un punto, a López Obrador no le disgustaría en absoluto que en enero de 2007, si él es elegido unos meses antes presidente, regresara a la presidencia de la Corte, un hombre como el ministro Góngora Pimentel. Y buena parte de ello, aunque parezca un futurismo excesivo, se está jugando en estos días, con los reemplazos de los ministros Aguinaco y Castro y con la conclusión de este debate más político que judicial, del jefe de gobierno con el presidente de la Corte.