De El Pozolero a Teuchitlán: el horror
Columna

De El Pozolero a Teuchitlán: el horror

No creo que haya algún crimen peor que la tortura y la desaparición forzada de personas. Con la desaparición se lastima a la víctima y convierte en víctimas, también, a sus familiares. Es, en sí misma, una forma de tortura, y la misma suele ser parte de la propia desaparición. 

Según la comisión creada en Guatemala para investigar la guerra sucia vivida en ese país, con una definición que han hecho suya también países como Argentina, en la desaparición forzada de personas “las condiciones de persistencia e incertidumbre que la acompañan hacen de ella un sutil instrumento de tortura con las consiguientes secuelas físicas y severas alteraciones a nivel del psiquismo individual y colectivo”.

No sabemos en realidad cuántas personas están desaparecidas en México, sólo el sexenio pasado fueron unas 60 mil. Sólo en Sinaloa, desde que comenzó la guerra interna en el cártel, hace seis meses, van unas mil 300 personas desaparecidas. Saber quiénes y cuántas son realmente las personas desparecidas, es un objetivo tan prioritario como saber cómo y por qué desaparecieron. 

Porque las desapariciones en México tienen características muy diferentes a las que se vivieron en países como Argentina o Guatemala. Sin duda, hay personas que pueden haber sido desaparecidas por alguna fuerza de seguridad, por razones políticas o por ser parte de grupos criminales, pero la enorme mayoría de las desapariciones que se han dado han sido provocadas por los grupos criminales en su lucha con otros grupos criminales, contra el Estado o son simples víctimas que no aceptaron ser extorsionadas, no pudieron pagar un rescate o que estuvieron en el momento equivocado en el lugar equivocado.

El fenómeno tampoco es nuevo, casas de exterminio como las de Teuchitlán no son una excepción en el escenario de terror que ha vivido el país. Estuve en Tijuana hace exactamente 16 años para visitar uno de esos espacios del horror contemporáneo de México. Estuve en la casa en la que El Pozolero, Santiago Meza López, literalmente deshizo los cuerpos de por lo menos 300 personas. Recordaba entonces que sabía a qué huele la muerte: desde el olor que impregna un anfiteatro de anatomía hasta el de una morgue, desde el que penetra el espacio donde se encontró una narcofosa con cuerpos abandonados, hasta el de un manifestante asesinado a pocos metros. Son olores difíciles de describir pero inconfundibles. No se parecen a ninguna otra cosa.

En la casa de El Pozolero el olor impregnaba todo el lugar, mucho más allá de la propia casa y el calor de ese mediodía en las afueras de Tijuana, en el ejido  Ojo de Agua, no ayudaba a amortiguarlo. Era el olor de la muerte pero era mucho más profundo, se pegaba a las fosas nasales y a la ropa de otra manera, de forma más penetrante, constante. El predio, era, como el rancho de Teuchitlán, de una austeridad espartana: un terreno bardeado de unos 100 metros cuadrados, en donde sólo se había construido un pequeño cuarto y, junto a él, una cisterna de unos dos metros de lado y unos tres de profundidad. 

En ese cuarto, Santiago Meza recibía los cuerpos de sus víctimas, según su testimonio en la mayoría de los casos ya muertos, los introducía en un tambo cilíndrico de unos dos metros de largo por unos  60 centímetros de ancho, mismo que rellenaba de sosa caústica mezclada con agua y esperaba 24 horas. Pasado ese tiempo, el cuerpo se había convertido en una pasta gelatinosa que vaciaba en la cisterna que estaba ya a medio llenar cuando el Pozolero fue detenido y mostró el lugar donde se deshacía de sus víctimas. 

Se dice que fueron 300 los muertos porque él así lo confeso, podrían haber sido el doble. Pero lo imposible de ignorar era el olor. ¿Cuántos de los vecinos, de los que pasaban por allí podían no preguntarse de dónde venía, que lo provocaba, qué ocurría detrás de esa portón de metal del que colgaba un anuncio en el que, con un toque de humor macabro, El Pozolero anunciaba que en el lugar se vendían gelatinas?.

Tiempo después conocí otras fosas comunes, otros lugares del horror cotidiano y en prácticamente todos los casos el olor era inconfundible. No se pueden incinerar clandestinamente unos 200 cuerpos como en Teuchitlán sin que el olor impregne la zona. ¿Cómo puede ser ignorado?.

El de El Pozolero, hace 16 años, o el de Teuchitlán en estos días, no son casos aislados, ahí están las fosas de San Fernando en Tamaulipas, con centenares de víctimas, o las de Veracruz, en Colinas de Santa Fe, con más de 600 personas sacrificadas en el lugar. Hoy todo grupo criminal tiene varios pozoleros a su servicio. Cuando se quiso ver el caso Ayotzinapa como una excepción, como un crimen de Estado, dijimos y reafirmamos hoy que no fue así: en esa zona ya había cuando fueron desaparecidos en Iguala esos jóvenes unos 600 desaparecidos, secuestrados e incinerados por los grupos criminales, y el fenómeno, la desaparición, la incineración clandestina, eran y siguen siendo, en esa zona y en muchos otros estados, una práctica cotidiana de los grupos crimianles.

 Al no haber cuerpo no hay crimen que se pueda comprobar, dicen los criminales. Pero el drama de decenas de miles de familias que sufren la desaparición de los suyos debería ser imposible de ignorar, tanto como el olor de la casa de El Pozolero.

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