Fox y el pecado de la popularidad
Columna JFM

Fox y el pecado de la popularidad

A cinco años del triunfo electoral de Vicente Fox parece difícil encontrar razones para festejar: hoy estamos muy lejos de las expectativas que se habían generado aquel domingo del 2000. Eso quizás es explicable, porque era casi imposible cubrir todo lo que se esperaba, pero, por sobre todas las cosas, lo que resulta difícil de comprender es cómo, independientemente de sus buenas intenciones, esta administración ha perdido identidad, rumbo, objetivos hasta tornarse irreconocible.

A cinco años del triunfo electoral de Vicente Fox parece difícil encontrar razones para festejar: hoy estamos muy lejos de las expectativas que se habían generado aquel domingo del 2000. Eso quizás es explicable, porque era casi imposible cubrir todo lo que se esperaba, pero, por sobre todas las cosas, lo que resulta difícil de comprender es cómo, independientemente de sus buenas intenciones, esta administración ha perdido identidad, rumbo, objetivos hasta tornarse irreconocible.

Una de las pistas que permiten entender qué fue lo que sucedió la dio un reportaje del Washington Post, esta semana cuando habló de una frustrada “revolución incumplida” de Vicente Fox. ¿Qué revolución? Fox ganó una elección intensa, disputada, pero no le alcanzó para tener mayoría absoluta, mucho menos le alcanzó al PAN, que se no se benefició en el mismo porcentaje que su candidato y no tuvo ni siquiera la primera minoría en la cámara de diputados. No había, por tanto, posibilidad de revolución alguna. Pero eso no se entendió en el equipo presidencial: se pensó que con la popularidad y el triunfo se tenía todo. Pero no era así: quizás es verdad, como le dijo el prematuramente fallecido Adolfo Aguilar Zinser al Washington Post que “la revolución de Fox murió en la transición”. Y murió porque no había posibilidades de revolución, sino de una suerte de evolución, de búsqueda de acuerdos, de tratar de construir una mayoría legislativa y eso se desechó. En la transición, el equipo de Fox pensó que el PRI desaparecería o se fragmentaría. Y ese equipo, fue el que le propuso a Fox, cuando consideraban que la presidencia se “estaba hundiendo” una locura que sólo se le podría ocurrir a quien no comprendiera cuál era la situación en la que se estaban moviendo: investigar las finanzas de cien dirigentes priistas, amenazarlos con acusaciones de corrupción y darles una opción: “se van del país o se van a la cárcel”. Habla bien de Fox que haya desechado esa aventura, resulta incomprensible que ese fuera el consejo que recibía de su equipo de asesores.

La pregunta es por qué la presidencia “se estaba hundiendo”. Primero porque se desperdiciaron los meses de la transición para establecer un programa de gobierno, con objetivos y metas claras: lo ocurrido en la seguridad fue de evidente. No hubo claridad alguna sobre aspectos tan medulares como el combate al crimen organizado, el propio presidente electo no tenía una idea del papel que jugaban las fuerzas armadas en ese proceso ni de la dimensión del desafío al que se enfrentarían. Se llegó al ridículo de decir que el combate al narcotráfico era un mero asunto policial. Fue hasta que el presidente electo fue a Washington, en septiembre, cuando le “explicaron” de qué se trataba y rectificaron. De todas formas, se esperó hasta fin de noviembre para designar a nuevos responsables en esa área y, para colmo, enfrentados entre ellos y quitándole a Gobernación el control sobre la seguridad pública.

Lo mismo ocurrió en otros ámbitos: en lugar de comenzar la administración (y negociar en la transición) con las reformas estructurales de las que tanto se había hablado, la primera acción política del nuevo gobierno fue alentar el zapatour. En ello se perdió el primer periodo ordinario de sesiones del congreso en la administración Fox. No es verdad que entonces no hubiera tenido Fox apoyo parlamentario: todo lo que presentó el nuevo gobierno al congreso en ese mes de diciembre fue votado, incluyendo un presupuesto aprobado por unanimidad. Pero el tiempo se perdió y no se presentó iniciativa alguna sobre temas fiscales o energéticos que ya estaban estudiados desde mucho tiempo atrás. Según el reportaje del propio Washington Post, el propio Zedillo le ofreció a Fox operar para hacer reformas en energía, incluso aumentar, antes del cambio de administración, los precios de la gasolina y la electricidad, y Fox no quiso, porque “no quería empezar el gobierno con medidas impopulares”.

Ese es y fue el problema de Fox: la popularidad. Todos los políticos que llegaron al poder en circunstancias similares a las de Fox hicieron exactamente lo contrario: aprovecharon la popularidad del momento, la indulgencia lógica de sus propios adversarios para hacer, incluso en sus primeros días en el poder, los cambios que sabían que siendo necesarios, serían impopulares. Pero el presidente Fox prefirió avanzar en un hipotético acuerdo con los zapatistas que, erróneamente, pensó que obtendría sin problemas: era más agradable solucionar Chiapas “en quince minutos” que asumir que el país necesitaba una reforma fiscal.

Cuando en marzo el gobierno quiso impulsar esas reformas, ya el zapatour lo había desgastado, ya no era Fox la figura mediática de apenas tres meses atrás y, para colmo, en lugar de buscar avanzar a partir de amplios acuerdos con el congreso, se decidió por tratar de presionar a éste con la opinión pública, y no pasó nada.

A partir de allí el gobierno federal estuvo oscilando entre varios extremos sin saber qué hacer: si buscar una mayoría legislativa vía un acuerdo con el PRI (y entonces la idea de “la lista” era más absurda aún), si romper completamente con éste, si buscar al PRD, si esperar hasta el 2003 para obtener una mayoría legislativa propia (pero entonces se requería la implementación de una serie de políticas públicas muy agresivas que permitieran mantener el crecimiento económico sin que pasaran necesariamente por el congreso) o ir hacia mecanismos intermedios que le permitieran administrar con tranquilidad a través de acuerdos amplios con todos los partidos.

Pero las oposiciones, aunque fueron mezquinas en muchos de sus objetivos, descubrieron pronto que el síndrome de la popularidad era la norma inalterable del foxismo: al presidente no le puede faltar, cada semana y a veces varias veces a la semana, la encuesta de popularidad y con base en ella decide. Así se decidió darle luz verde al tour zapatista; así se decidió a no presentar las reformas fiscal y energética en los primeros días de la administración; por eso se apoyaron los “lingotes de oro” del pemexgate en lugar de “espejos de colores” de la reforma fiscal; por eso se aventuraron a lanzarse al desafuero de López Obrador y por la misma razón se echaron para atrás cuando el mismo ya había sido aprobado por la cámara de diputados. Decía Gustavo Le Bon que un país gobernado por la opinión, no lo está por la competencia. Y gobernar con las encuestas y rigiéndose sólo por los índices de popularidad ha sido el peor de los pecados del foxismo: por la popularidad se desechó la eficiencia.

Y por eso, también, las deserciones: por eso quedaron en el camino muchos de los que acompañaron a Fox en su camino a la presidencia. Ya no están Jorge Castañeda, ni José Sarukhán, ni Rafael Rangel Softman, ni Lino Korrodi, ni Carlos Rojas, ni Alfonso Durazo, ni Porfirio Muñoz Ledo ni los fallecidos Adolfo Aguilar Zinser o José Luis González. Y es que no había, no hay un elemento cohesionador en torno a la administración federal. Y por eso el presidente Fox ha comenzado el camino de salida cada día más solo, con encuestas de popularidad que, como es lógico, comienzan a menguar cada vez más. Quizás, en ese sentido, se puede comprender la celebración del próximo sábado, a pesar del costo político que le generará al gobierno federal. Porque cuanto más pase el tiempo es probable que cada vez sean menores las posibilidades de festejar. Entonces, mejor hacerlo ahora.

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