Narcomenudeo, el fuego de todos los fuegos de la inseguridad
Columna JFM

Narcomenudeo, el fuego de todos los fuegos de la inseguridad

Si realmente, como se dijo, a partir del encuentro ayer del consejo nacional de seguridad pública, se logra un eje articular estratégico y común entre la Federación y los estados en la lucha contra el narcomenudeo, se estará dando un paso muy importante en el ataque al principal componente del fenómeno de la inseguridad y la violencia en nuestro país.

Si realmente, como se dijo, a partir del encuentro ayer del consejo nacional de seguridad pública, se logra un eje articular estratégico y común entre la Federación y los estados en la lucha contra el narcomenudeo, se estará dando un paso muy importante en el ataque al principal componente del fenómeno de la inseguridad y la violencia en nuestro país. En esta ocasión no parecen existir excusas válidas para no avanzar en ese sentido: será un programa coordinado por el revivido sistema nacional de seguridad pública (dejado prácticamente en el abandono, en uno de sus mayores errores políticos, durante casi todo el sexenio por la administración Fox) operado ahora por Miguel Angel Yunes, que estuvo en el corazón del grupo que le dio un muy promisorio origen en la segunda mitad del gobierno de Ernesto Zedillo y que logró, también y después de muchos esfuerzos infructuosos de sus antecesores, retomar el control de los penales federales de máxima seguridad en el país; un programa que contará, además, con recursos suficientes (cinco mil millones de pesos) como para comenzar a operar con un cierto grado de eficiencia. El tema no es menor, incluso, como me decía ayer Eduardo Medina Mora en Imagen Informativa, es quizás el mayor desafío que debe asumir este gobierno en estos meses finales del sexenio.

Es decisivo porque, pese a la insistencia gubernamental en que no habrá interferencia del crimen organizado en el proceso electoral, nadie puede asegurar nada por el estilo: el elemento desestabilizador del narcotráfico y de la violencia que éste ha generado en el último año no puede ignorarse. Nadie puede asegurar que si la violencia sigue creciendo no contaminará el proceso electoral. Con un agravante: es evidente que en varios estados del país, si no es que en todos, esos grupos, precisamente por el diagnóstico correcto que presentó Medina Mora ayer en la reunión del consejo de seguridad pública, por la importancia creciente del control de plazas para esos grupos del crimen organizado y por el peso que está adoptando el narcomenudeo, existe un interés genuino de esas organizaciones de controlar autoridades locales y de intervenir, desde ese ámbito en el juego electoral. El momento en que esos intentos se pueden trasminar desde lo local a lo nacional, nadie puede establecerlo con certidumbre.

Este elemento se conjuga con otro. Lo que sucede en la frontera: existen elementos que pudieran ayudar al gobierno federal a retomar el control de la frontera y a avanzar en la relación con Estados Unidos. Un imperativo en ese sentido, es recuperar la seguridad en las ciudades fronterizas (y en lugares de fuerte afluencia turística como Acapulco, a la que no le debe suceder lo que le ocurrió en su momento a Puerto Vallarta, que sufrió una merma importante del turismo por los enfrentamientos entre los sicarios de los cárteles de Tijuana y Sinaloa), por lo menos para llevarla a parámetros manejables. El otro tema, paradójicamente, no está hoy en manos del gobierno federal sino de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ha comenzado el análisis de las condiciones para la extradición a Estados Unidos de los distintos narcotraficantes reclamados por la justicia de ese país. No sería una señal menor avanzar finalmente en esa decisión judicial y poder extraditar a alguno de estos personajes, lo que permitiría destensar la relación con Estados Unidos, darle una dimensión global más definida a la lucha contra el narcotráfico y, además, romper efectivamente con muchas de sus redes en el país. Hay datos duros al respecto: ningún cártel sufrió más para reorganizarse que el del Golfo, después de la detención y deportación de Juan García Abrego. Tardaron años en recuperar su espacio, hasta que Osiel Cárdenas logró ponerse a la cabeza de una nueva organización en la zona. Y algo similar ha sucedido en Colombia. Son experiencias muy complejas, muy difíciles, en las que se deben adecuar muchos capítulos legales, pero que resultan imprescindibles para avanzar con mayor certidumbre tanto en el combate al crimen organizado como en la búsqueda de mejores espacios de colaboración con Estados Unidos en el ámbito de la seguridad.

Al respecto, hay un punto en el que el gobierno mexicano no debería cejar. No sé si el término es la denuncia, pero sí en el señalamiento de que sus cuerpos de seguridad e incluso sus fuerzas armadas están contaminadas, ellos también, por el narcotráfico. No es un fenómeno local. Este fin de semana, las autoridades estadounidenses aseguraron que no hay militares de ese país involucrados en el narcotráfico. No es verdad: el narcotráfico ha infiltrado a sus cuerpos policiales, de seguridad y también militares en los dos países. Si se asume la globalidad del fenómeno, también se debe asumir la globalización de sus efectos perniciosos, como es el de la corrupción. Simplemente no podría haber un mercado de unos 20 millones de consumidores habituales de drogas sin esquemas de protección institucional para ese negocio. Es más: hoy la mitad de la marihuana que se consume en Estados Unidos se produce dentro de los propios Estados Unidos y la preeminencia que comienzan a tener las drogas sintéticas por sobre la cocaína en el consumo cotidiano en ese país se deriva, en buena medida, de que las organizaciones locales pueden controlar prácticamente todo el proceso, desde la producción hasta la distribución.

Además, ahí están los datos históricos que ya en otras oportunidades hemos señalado. Por ejemplo, a fines de 1998, el FBI anunció que había desarticulado una red de narcotraficantes ligada a los Arellano Félix encabezada por un señor llamado Richard Waybe Parker, considerado durante ocho años consecutivos como uno de los más eficientes agentes antinarcóticos de la ciudad de Los Angeles. En realidad manejaba, desde 1991, su propia red de narcotraficantes. Es más, se descubrió que no sólo recibía droga de sus contactos mexicanos, sino que la robaba del depósito policial de Riverside, donde estaba adscripto. No eran cantidades menores: después de su detención se supo que a fines de 1997 había robado, en una sola operación, de ese depósito policial nada más y nada menos que media tonelada de cocaína pura. También a fines de la década de los 90 se informó, en un pequeño espacio en Los Angeles Times que habían sido detenidos 50 oficiales y marines de la base naval de San Diego, la más grande de los Estados Unidos. Los detenidos utilizaban la base y la infraestructura naval para introducir droga en Estados Unidos. También estaban ligados a los Arellano Félix. Con motivo de ese hecho, el vocero de la Marina estadounidense, Wayne Clookie no dio mayores detalles sobre la operación y las detenciones pero los minimizó, diciendo que de los 10 mil marines asentados en San Diego “sólo 50” habían participado en esa red. Poco después, interrogado por la prensa, un vocero del departamento de Defensa reconoció que sólo durante 1998 habían sido procesados por tráfico y/o consumo de drogas, cuatro mil 888 hombres y mujeres pertenecientes a las fuerzas armadas de Estados Unidos. Luis Ernesto Derbez no se equivocó al señalar que había, también entre nuestros vecinos del norte, infiltración del crimen organizado en sus organizaciones de seguridad e incluso militares. Es parte del desafío global que implica ese tipo de delito. Lo que sucede es que, acompañado con ello, deben ir esfuerzos más concretos y eficientes de nuestra parte para quitarle presión a un problema que, de otra forma sólo seguirá creciendo cada día más y que sí puede desestabilizar el proceso electoral.

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