Los gobernadores contra el congreso
Columna JFM

Los gobernadores contra el congreso

En pocas ocasiones la Conferencia Nacional de Gobernadores ha sido tan práctica como en el reciente encuentro de Puerto Vallarta: allí se logró un acuerdo unánime, incluyendo el gobierno del Distrito Federal, de apoyo a las acciones contra el crimen organizado que lleva a cabo el gobierno federal y se respaldó al ejército, descalificando el punto de acuerdo de la semana pasada de la comisión permanente; se llamó al congreso a aprobar la reforma judicial y de seguridad; se avanzó en los consensos para sacar adelante la reforma hacendaria.

En pocas ocasiones la Conferencia Nacional de Gobernadores ha sido tan práctica como en el reciente encuentro de Puerto Vallarta: allí se logró un acuerdo unánime, incluyendo el gobierno del Distrito Federal, de apoyo a las acciones contra el crimen organizado que lleva a cabo el gobierno federal y se respaldó al ejército, descalificando el punto de acuerdo de la semana pasada de la comisión permanente; se llamó al congreso a aprobar la reforma judicial y de seguridad; se avanzó en los consensos para sacar adelante la reforma hacendaria. En muy pocas ocasiones, la CONAGO ha actuado con tanta sintonía con el ejecutivo federal. También en muy pocas ocasiones se ha puesto tan de manifiesto la distancia que existe entre quienes están encargados de gobernar, sea en el ámbito federal como estatal con el poder legislativo. Pareciera en ocasiones que son mundos diferentes.

La diferencia es comprensible en un plano: los gobernadores deben encargarse de sus estados durante seis años y la gente les reclamará con base en sus resultados. Los legisladores, tanto diputados como senadores, están en esa posición por compromisos con sus partidos. Si los de mayoría no responden a sus distritos porque no hay reelección, de los que llegaron al congreso por representación proporcional ni hablemos. Entonces la vida en el congreso transcurre por carriles cada día más partidizados, más alejados de la realidad, mientras que en los estados o en el ejecutivo federal quienes gobiernan deben enfrentarse con esa realidad día a día. Unos, los legisladores, responden ante sus partidos, los gobernantes ante sus electores. La distancia es enorme.

En ese camino el que está perdiendo legitimidad en forma constante es el congreso. Su agenda, su lógica, sus tiempos, se alejan peligrosamente de las condiciones que vive el país y la gente les ha perdido el respeto. Si a eso sumamos los constantes escándalos a los que nos han tenido acostumbrados los diputados y senadores, el panorama no puede ser más desalentador. El mejor ejemplo de ello ha sido el punto de acuerdo que aprobaron días atrás en la comisión permanente los legisladores del PRD con una mayoría de aliados del PRI, exigiendo el retiro del ejército de la lucha contra el narcotráfico e instándolo a dejar esa responsabilidad en cuerpos civiles que no existen. Y no existen porque el congreso no se ha dignado estudiar las diferentes propuestas para reformar el sistema de seguridad y el de justicia, en algunas ocasiones pendientes desde el sexenio pasado. Los diputados y senadores cuando son interrogados sobre el tema prefieren responder con vaguedades o sacan temas como que no pueden aprobar las reformas porque se violarían derechos y garantías. Cuando se pregunta cuáles, ponen el ejemplo de las escuchas telefónicas o los cateos. También hablan de que las fuerzas policiales de elite pueden servir para la “represión”.

Algunos, muchos, pueden ser ignorantes en temas de seguridad, otros los conocen muy bien. Pero unos y otros, por alguna razón, prefieren dejar las cosas como están en un cálculo perverso que cuesta comprender qué utilidades les puede generar. Todo mundo sabe que las escuchas telefónicas son un recurso indispensable para la lucha contra el crimen organizado, todos los países del mundo las utilizan. Todos sabemos, además, que sean legales o no, todos los teléfonos que importan son escuchados por corporaciones públicas, por empresas, por particulares. El narcotráfico tienen los mejores sistemas de intercepción telefónica del país, pero nuestros partidos (que también hacen espionaje telefónico) se escandalizan si se va a utilizar ese instrumento en forma legal. Con los cateos ocurre lo mismo: ¿cuántas veces se han perdido operativos importantes porque las órdenes de cateo no llegaban a tiempo o porque desde la oficina de algún eslabón implicado en esa cadena se filtró el dato del domicilio a catear?. En ninguno de los casos se trata de cuestiones que operarán discrecionalmente: se supone, de acuerdo con la propuesta que duerme en los anaqueles del congreso, que cuando ello ocurra las autoridades correspondientes deberán reportar al juez que lleve el caso cómo procedieron y si lo hicieron respetando la normatividad. Así ocurre en todas las democracias del mundo. Respecto a los cuerpos de elite para combatir el crimen organizado y su uso en una hipotética “represión” el argumento es absurdo. ¿A poco alguna vez en nuestra historia cuando un gobierno ha decidido reprimir necesitó de cuerpos de elite para hacerlo?

Los datos son duros. Hay unos 30 mil soldados y oficiales participando hoy en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. Varios miles más han pasado a las fuerzas federales de apoyo, para consolidar la PFP. En esta corporación hay, hoy, unos 20 mil elementos. Sólo la policía del DF cuenta con 85 elementos y en todo el país hay más de 400 mil policías estatales y municipales. El esquema está mal diseñado. Si se estimara un salario de diez mil pesos promedio para cada policía del país, tendrían que invertirse, cada mes, 2 mil 800 millones de pesos adicionales. Esos 3 mil millones de dólares anuales de déficit en salarios es lo que termina cubriendo, corrompiendo y coercionando, el narcotráfico. Esos son los recursos que no otorgan los legisladores. En el congreso miran para otro lado, entre otras razones porque en ocasiones esos grupos han servido, sirven y servirán para financiar más de una campaña.

En el pasado los gobernadores actuaban de la misma manera. El narcotráfico, decían, es un delito federal: que se ocupe el presidente. Fue un error. El narcotráfico se asentó en todas las entidades y ha demostrado su poder desestabilizador aún en las más prósperas. Hoy los gobernadores deben asumir la responsabilidad que les corresponde en ese combate. Y ellos también han descubierto que el congreso no ha cumplido con la suya.

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