Krauze, un liberal en un campo minado
Columna JFM

Krauze, un liberal en un campo minado

Se están celebrando con homenajes, mesas de debate, entrevistas y me imagino que con algún convivio de amigos, los 60 años de Enrique Krauze. La verdad creo que es exagerado festejar hoy a Enrique. No porque no lo merezca su trabajo, imprescindible para comprender varios capítulos de la transformación democrática del país y para la revalorización de una historia alejada de libros de texto gratuitos. Es exagerado porque creo que lo mejor de Krauze está por venir: esta celebración tendría que ser una suerte de pago por adelantado por su trabajo futuro. No un homenaje.

“Defender todo es defender nada”, decía Federico el Grande y de alguna manera tenía razón. Esas agendas, políticas o de vida, que olvidan que hay eslabones que jalan toda una cadena o los partidarios de un pensamiento único que les permite tener la misma respuesta para todo, son una de las plagas de nuestro tiempo. La pregunta pertinente es cómo mantener los principios (“en esta época, decía alguna vez Cortázar, hay que ser una bestia para tener principios”), ser absolutamente intolerante con la intolerancia y, al mismo tiempo estar abierto a las salidas posibles, a reconstruir la realidad con base en las posibilidades y no en los ideales.

Todo esto viene a cuento porque se están celebrando con homenajes, mesas de debate, entrevistas y me imagino que con algún convivio de amigos, los 60 años de Enrique Krauze. La verdad creo que es exagerado festejar hoy a Enrique. No porque no lo merezca su trabajo, imprescindible para comprender varios capítulos de la transformación democrática del país y para la revalorización de una historia alejada de los libros de texto gratuitos. Es exagerado porque creo que lo mejor de Krauze está por venir: esta celebración tendría que ser una suerte de pago por adelantado por su trabajo futuro. No un homenaje.

¿Qué hace diferente a Krauze respecto a otros historiadores, intelectuales, analistas igualmente talentosos, destacados? Creo que su definición permanente, insistente, fuera de modas, de una convicción liberal que no admite cortapisas y coartadas para escaparse de ella. Ser liberal en el siglo XXI no es una definición política: es casi un estado de ánimo, una forma de ver, de sentir, de vivir, de asumir las cosas, que trasciende las fronteras políticas. Pero no se puede ser auténticamente liberal y conservador en el mundo de hoy, más aún cuando muchos que se autodefinen de izquierda, o progresistas, se han convertido en oscuramente conservadores, aquellos que buscando un futuro mejor añoran un pasado que nunca fue tan bueno como lo quieren imaginar, personajes que dicen tener un talante liberal y, en realidad, mantienen una perversa fascinación por las formas autoritarias, por el gobierno vertical, por los liderazgos carismáticos. ¿Cuántos que se consideran a sí mismo progresistas y liberales no están, aún hoy, encantados con Castro o más recientemente con Chávez?¿cuántos que se dicen demócratas no envidian subrepticiamente la forma de resolver las cosas de los gobiernos del pasado o de los “dictadores democráticos” de hoy?

Enrique en estos años ha sabido, incluso en los momentos en que no era políticamente correcto ni popular, llamar las cosas por su nombre. Ha nadado contracorriente. Y no todos lo entendimos en su momento con claridad: la “democracia sin adjetivos” era una vacuna contra las nuevas formas de autoritarismo; la “presidencia imperial” una forma de entender que el éxito o fracaso de una política está marcada por la utilización del poder y la relación con la sociedad, más que por los resultados coyunturales; el “mesías tropical” no era una forma de descalificación, sino una descripción política y cultural de una amenaza para cualquier consolidación de una sociedad abierta de cara al futuro.

Krauze no es, no creo que pretenda ser, el sucesor de Octavio Paz. Es, sin duda, uno de sus discípulos en el terreno político, como lo es de Daniel Cosío Villegas en la visión del país y la historia. Pero el ensayo de Krauze es diferente al de Paz o al de don Daniel. Tiene una contundencia envidiable, una personalidad y un perfil propio, que lo alejan de las interpretaciones y le permiten abonar en juicios directos, compartibles o no, pero siempre claros en la forma y en el fondo. Por eso Krauze ha podido penetrar en espacios en que otros no han sabido o podido incursionar. Ningún otro pensador de la vida política, ningún otro historiador, ha sabido tan bien como Krauze penetrar en los medios de comunicación masivos, ninguno ha podido convertirse en un referente y una consulta obligada de dirigentes políticos y empresariales de todo tipo.

Tenemos una cultura proclive a transitar hacia los extremos, tendiente siempre a la confrontación y la ruptura o, en el otro extremo, a la pleitesía sin disimulos. Algunos de que presumieron en el pasado de su liberalidad intelectual y su progresismo, no dudan en alabar hoy en la plaza pública a “su líder y al movimiento”, algunos que aplaudieron la nacionalización bancaria, festejaron luego su privatización y hoy reclaman más Estado para controlar a medios, empresas, grupos sociales o de poder que perciben demasiado “sueltos”. Son los que siguen fascinados, aunque sea en forma vergonzante o morbosa, con las virtudes del ogro filantrópico y la búsqueda incesante de un líder que nos encamine como nación y como individuos.

Nunca hemos visto ni veremos a Krauze en ese tránsito. Por supuesto que se puede o no estar de acuerdo con él. Claro que como todo personaje de la vida cultural de México y el mundo, puede ser dominado en ocasiones por el ego o la vanidad. Pero su calidad humana e intelectual no está en discusión; la generosidad de sus ideas y la firmeza de sus convicciones tampoco. Su visión de la historia fuera de mitos y héroes de cartón piedra (o de bronce) como instrumento constructor del futuro es imprescindible para comprendernos como sociedad. Con Enrique y de cara al México de hoy, diría Borges, hay que coincidir, sobre todo, en una cosa: no nos debe, necesariamente, unir el amor, sino el espanto. Aunque transitemos, en ocasiones, por un campo minado.

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