El dos de julio no hubo ningún Al Gore
Columna JFM

El dos de julio no hubo ningún Al Gore

Fue la elección más disputada de la historia contemporánea del país. La decisión final no estuvo en las urnas sino en los tribunales, que fueron quienes declararon al ganador. El candidato perdedor, después de semanas de dar la batalla legal y política, no estaba conforme con el resultado, pero lo aceptó. En un notable discurso a la nación y a sus partidarios pidió dejar de lado las divisiones creadas por el duro enfrentamiento legal y político y apoyar al futuro mandatario “por el bien del pueblo y la fuerza de la democracia”.

Fue la elección más disputada de la historia contemporánea del país. La decisión final no estuvo en las urnas sino en los tribunales, que fueron quienes declararon al ganador. El candidato perdedor, después de semanas de dar la batalla legal y política, no estaba conforme con el resultado, pero lo aceptó. En un notable discurso a la nación y a sus partidarios pidió dejar de lado las divisiones creadas por el duro enfrentamiento legal y político y apoyar al futuro mandatario "por el bien del pueblo y la fuerza de la democracia". Hoy, cuando se cumplen dos años de las elecciones del 2006 y para algunos el conflicto sigue vivo, vale la pena recordar lo sucedido en el año 2000 en los Estados Unidos y la actitud de Al Gore durante ese proceso y cuando la Suprema Corte estadounidense le dio la victoria a George Bus, pese a lo accidentado e interrumpido recuento de Florida y al hecho (que no cuenta en la elección estadounidense) de que en el voto popular Gore había superado a Bush por 337 mil votos. Nadie podrá negar que Gore dio la pelea legal con todas sus fuerzas y que hubiera tenido muchísimos más argumentos para intentar anular las elecciones de las que hubiera podido tener en el 2006 López Obrador en México, pero decidió respetar las leyes y “apoyar al futuro mandatario por el bien del pueblo y la fuerza de la democracia".

No hubo nada parecido en el México del 2006. Hace algunas semanas José Antonio Crespo dio a conocer un importante libro titulado 2006: hablan las actas. Además de un detallado análisis del proceso electoral y de sus instituciones, Crespo (uno de los más serios analistas electorales del país) compara las actas de 150 de los 300 distritos y encuentra una amplia suma de inconsistencias y errores y concluye que no es posible determinar, con base en su estudio, quien ganó las elecciones realmente y que ello rompe con dos mitos: el del “magno fraude electoral” que esgrime López Obrador y el del “triunfo inobjetable e inequívoco” de Calderón. El estudio de Crespo, insistimos es serio y detallado, se puede o no estar de acuerdo con él pero debe ser revisado con detalle para sustentar cualquier opinión. Hay quienes hay sostenido que el análisis de José Antonio es correcto pero que cuando se aterriza en la elección en concreto, y se realiza la revisión de la votación en las casillas, como lo ordenó el Tribunal en más de un tercio de ellas, precisamente las que la Coalición por el Bien de Todos consideraba las más problemáticas y en las que había ganado originalmente Calderón, el resultado no se modificó e incluso se amplió en un pequeño margen la ventaja de Calderón. Por lo tanto, las inconsistencias que señala Crespo, que se dieron en forma generalizada por el anacrónico sistema de escrutinio, hubiera seguido la tendencia de la propia elección y no hubiera cambiado el resultado. Comparto esa opinión. Pero eso no es lo importante, sino la actitud de los competidores.

En Estados Unidos, varios medios, sobre todo el New York Times, apoyado por un grupo de expertos, analizó también lo sucedido en el 2000 en Florida y llegaron a la conclusión de que si se hubieran contado bien todos los votos, si hubiera concluido el escrutinio en el estado (entonces gobernado por Jeb Bus, hermano de George), el ganador hubiera sido Gore. Pero quien resolvió qué y cuándo se contaba, en la coyuntura de tener que decidir un ganador, fue la Corte y Gore consideró que no podía desconocer al máximo tribunal del país sin hundir a los Estados Unidos en una crisis sin precedente. Y en ese sentido actuó. Nada, ni siquiera aquel estudio del New York Times realizado años después, le ha hecho cambiar de opinión ni se arrepiente de ello. Hace unos meses recibió el premio Nóbel de la Paz y es una de las figuras más influyentes y reconocidas de su país.

El dos de julio de hace dos años el problema no fue el recuento, las insuficiencias de la ley electoral (que en términos generales no ha sido mejorada con la reciente reforma), o la publicidad negativa que todos los candidatos realizaron contra sus adversarios. El problema partió de una concepción de la política y el poder que no acepta la posibilidad de la derrota. López Obrador no la había aceptado cuando no fue candidato a presidente municipal por el PRI; no lo aceptó cuando perdió las elecciones en Tabasco, ya como aspirante del PRD; tampoco lo aceptó en el 2006. No nunca buscó basarse en las leyes y las instituciones: desde su candidatura en el 2000 para el DF era obvio que no cumplía con los requisitos mínimos legales como lo denunció entonces Pablo Gómez. Durante la campaña del 2006, durante meses estuvo argumentando que tenía una encuesta que le daba diez puntos de ventaja que, hasta el día de hoy, nadie ha conocido. Cuando las autoridades electorales le daban la razón las respaldaba, cuando no eran parte del complot contra sus aspiraciones. Desconoció las instituciones (literalmente las mandó “al diablo”) y apostó por la ruptura, por una suerte de golpe que le permitiera llegar al poder por encima de las mismas. El objetivo era el poder y cualquier medio era válido para llegar a él.  Nunca existió el talante de hombre de Estado que en el 2000 mostró Gore ni su sentido de preservar de la crisis al país y sus instituciones democráticas. Al contrario, desde entonces hasta hoy, lo que ha habido es un intento conciente, deliberado, de dañarlas lo más profundamente posible.

El resultado electoral del 2006 es parte de un sistema que tenía y tiene fallas e imprecisiones. Pero ese sistema lo habían construido los partidos y todos decidieron participar comprometiéndose a respetar las reglas del juego que ellos establecieron, incluyendo los resultados finales y las instituciones que normaban el proceso. Hacerlo o no era lo que determinaría su verdadera actitud democrática. Y en México, en el 2006, no hubo un Al Gore.

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