Seguridad, esquizofrenia y subestimación social
Columna JFM

Seguridad, esquizofrenia y subestimación social

Como sociedad, quizás por las insuficiencias de las autoridades, de los propios medios o por una cierta complacencia ante un fenómeno que advertimos sólo cuando nos toca de cerca, tenemos una suerte de esquizofrenia respecto al tema de la seguridad y sobre todo del narcotráfico, lo mismo que respecto a las medidas que se deben adoptar en la lucha contra el mismo.

Como sociedad, quizás por las insuficiencias de las autoridades, de los propios medios o por una cierta complacencia ante un fenómeno que advertimos sólo cuando nos toca de cerca, tenemos una suerte de esquizofrenia respecto al tema de la seguridad y sobre todo del narcotráfico, lo mismo que respecto a las medidas que se deben adoptar en la lucha contra el mismo.

Esta semana en la reunión del grupo de alto nivel México-Colombia que se dio en el contexto de la visita del presidente Alvaro Uribe a nuestro país  (por cierto, la diplomacia colombiana a veces debería reflexionar un poco más antes de declarar como “sus verdaderos aliados en la lucha contra el terrorismo” a ciertos grupos, pero ese es otro tema), el procurador Eduardo Medina Mora reflexionó sobre una de las enseñanzas que a partir de Colombia habíamos aprendido, ambos países, con un costo social muy alto: “la subestimación de la capacidad de generación de violencia (del crimen organizado), de terror, su capacidad de generación de poder económico y de intimidación y destrucción institucional”. Retomando una frase del secretario de Defensa de Colombia, Juan Manuel Santos, el procurador dijo que tanto México como Colombia “sabemos de la capacidad de fuego del crimen organizado, del poder corruptor de su dinero, de su creatividad para tratar de evadir la justicia, de las terribles consecuencias que ello imprime en los jóvenes”. Es así, con características diferentes, con realidades que integran otros fenómenos, México y Colombia no son los únicos países de la región asolados por el narcotráfico y el crimen organizado (en Venezuela y Bolivia  se mueve con impunidad; en Brasil, sobre todo en las fronteras amazónicas y en las grandes favelas de Río de Janeiro o los barrios marginales de Sao Paulo, el narcotráfico tiene un pleno control de la situación; Centroamérica está siendo avasallada en ciertas regiones por él), pero sin duda, es donde tiene una mayor expresión social y política. La diferencia es que como sociedad, a diferencia de Colombia y en forma muy similar a como ocurre, por ejemplo, en Brasil, no terminamos de asimilarlo y de asumir un frente común contra la delincuencia organizada. En la sociedad, en los medios, incluso en una parte de la estructura de gobierno (federal, estatal, municipal) estamos escandalizados y preocupados por la inseguridad, pero todavía se sigue percibiendo el fenómeno como algo ajeno, extraño, como el enfrentamiento entre dos fuerzas (el Estado y el crimen organizado) en el que la sociedad tiene poco o nada que hacer más que lamentarse de la víctimas y de exigir, con razón aunque ello no sea suficiente, mayor seguridad.

Quizás los que estamos subestimando el poder del narcotráfico somos nosotros: estamos subestimando la capacidad de daño que puede ejercer sobre nuestras familias y nuestro entorno, sobre nuestros hijos y nuestra sociedad. Y, en demasiadas ocasiones desde las expresiones sociales o partidarias o desde los mismos medios de comunicación, esa incomprensión se refleja en informaciones, explicaciones que parecieran tan lejanas, tan despreocupada (aunque se vistan de indignación social) por sus consecuencias, que terminan colaborando con la estrategia que el crimen necesita para tratar de consolidar su poder.

El tema es recurrente: pasó y sigue sucediendo con los medios que publican mantas, mensajes, fotos que les envían los integrantes del crimen organizado (en ocasiones por incomprensión de lo que significa difundir gratuitamente el mensaje de quien se debería considerar un adversario, un enemigo; en otros casos por corrupción y también por el miedo de algunos editores), pero sucede también, por ejemplo, con la caída del avión en el que murieron Juan Camilo Mouriño, José Luis Santiago Vasconcelos y otros siete funcionarios. Ninguna tesis se puede descartar con la información que tenemos hasta ahora: puede haber sido un accidente o pudo haber sido un atentado o un accidente provocado. Pudo ser consecuencia de fallas mecánicas, de errores humanos, de condiciones atmosféricas o de la manipulación del equipo, de lo que se quiera. Se tienen, sin embargo, certidumbres: el avión no estalló en vuelo; el avión no venía envuelto en llamas cuando cayó sobre las calles de la ciudad; no fue derribado ni a disparos ni con un misil, ni con una bomba o con cualquier tipo de explosivo. Además, los cuerpos, los restos casi completos del aparato y los equipos claves para reconstruir lo sucedido han sido recuperado y están en manos de las institución internacional más competente para estudiarlo y ofrecer un dictamen sobre lo sucedido. Nadie puede evitar especular cotidianamente sobre lo que realmente sucedió, pero hacerlo en los medios, públicamente, alimentar esas especulaciones con razonamientos inverosímiles y faltos de las más elemental información como para sustentarlos, es una actitud absolutamente irresponsable que ya hemos repetido muchas veces en el pasado y que permiten que una serie de vivales de la política, los medios y la seguridad, hagan su agosto, ganen espacios, esparciendo basura informativa, contaminando aún más una situación de por sí compleja y haciéndole el juego a quienes dicen combatir. No se trata de censurar la información, al contrario, de lo que se debería tratar es de frenar la irresponsabilidad informativa. Hoy muchos de los mismos que aseguraban que La Paca había resuelto el caso Ruiz Massieu inventan historias sobre el vuelo caído.

 La ecuación es sencilla: cuanto mayores son las versiones infundadas, cuanto más se confunde la información con el chisme, cuando se da como buena, sin siquiera verificarla, una información ya sea proporcionada por un grupo de delincuentes como por un medio prestigiado, se abona el terreno de la inestabilidad y la desestabilización. Y esa capacidad de desestabilizar es la que más hemos subestimado. Y la que más daño ejerce.

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