La impunidad como norma
Columna JFM

La impunidad como norma

Recuerdo que hace ya varios años, cuando Isabel Miranda de Wallace comenzaba a ser reconocida por su incansable lucha para recuperar los restos de su hijo Hugo y capturar a sus secuestradores, un alto funcionario capitalino, de la administración anterior, cuando le pregunté qué sucedía con el caso, porque no había avances, me dijo que no avanzaban porque ese secuestro era un problema interno de una banda, que Hugo era parte de ella o amigo de los secuestradores y que no sabían qué había sucedido con él.

Recuerdo que hace ya varios años, cuando Isabel Miranda de Wallace comenzaba a ser reconocida por su incansable lucha para recuperar los restos de su hijo Hugo y capturar a sus secuestradores, un alto funcionario capitalino, de la administración anterior, cuando le pregunté qué sucedía con el caso, porque no había avances, me dijo que no avanzaban porque ese secuestro era un problema interno de una banda, que Hugo era parte de ella o amigo de los secuestradores y que no sabían qué había sucedido con él. Por supuesto que, con el paso del tiempo, con el trabajo realizado por Isabel y la investigación en la que colaboraron otras autoridades, se demostró que aquel dicho era una mentira más en una historia en la que simplemente se puso de manifiesto la enorme fragilidad e ineficiencia de nuestro sistema de justicia, en todos sus niveles: las policías investigadoras, los ministerios públicos, los jueces. En un momento o en otro, todos fallaron, pero mucho más la Procuraduría capitalina, aunque en los últimos años Miguel Mancera haya hecho esfuerzos serios por abordar el caso y tener soluciones: sus antecesores habían dejado todo demasiado abandonado como para recuperarlo y la demostración de ello fue que ninguno de los secuestradores terminó siendo detenido por las policías capitalinas.

En realidad, lo que nos debe asombrar es la entereza con que Isabel Miranda ha asumido toda esta historia. La forma en que con un grupo de familiares comenzó una investigación que cualquier autoridad hubiera podido realizar y que en su momento abandonaron. Cómo identificó a los delincuentes, los hizo perseguir y detener. Le llevó cinco años, pero la mayor parte de esa lucha la dio sola. Es inevitable preguntarse, ¿cuánto esfuerzo personal debe hacer un ciudadano para que se persigan los delitos y a los delincuentes? Cuando vemos todo lo ocurrido en torno a Isabel y el secuestro y la muerte de su hijo Hugo se comprende por qué el índice de impunidad en nuestro país, según la fuente consultada, oscila entre 95 y 98% de los delitos denunciados (que no de los cometidos, porque en ese caso la cifra negra, los delitos no denunciados, incrementarían dramáticamente ese insólito porcentaje).

Ningún sistema de justicia, de seguridad, puede funcionar con esos índices de impunidad. Si apenas dos de cada cien delitos son castigados, la apuesta por el crimen se torna atractiva para cualquier delincuente. Si a eso sumamos que, de los delincuentes capturados y condenados, por la razón que sea, las sanciones resultan en muchos casos débiles y en otros francamente absurdas (como ocurrió con los secuestradores de Hugo Wallace), el escenario es de un creciente pesimismo sobre el futuro de la seguridad y la impartición de justicia.

Parece obvio decirlo, pero ninguna estrategia en ese ámbito funcionará plenamente si no se vuelve a lo básico: los delitos deben castigarse y esa debe ser la única forma de medir la eficacia de nuestro sistema.

No se puede medir por la percepción, los elementos desplegados, la presencia policial o militar, ni siquiera por el número de detenidos que son los que suelen llamar la atención de los gobiernos y de los medios, que olvidan después su destino y descubren que muchos de esos detenidos quedan luego en libertad. Y allí están los casos de los secuestradores de Hugo Wallace, actualmente en revisión; el de la joven colombiana detenida hace unas semanas con Harold Poveda, El Conejo, que había sido aprehendida unos meses atrás y  reapareció, una vez más detenida, ahora; o el de Sandra Ávila, apodada La Reina del Pacífico y su pareja, Daniel Espinoza, El Tigre, insólitamente absueltos de todos los delitos de los que se los acusaba.

En muchos casos, cuando se trata de crímenes mayores o delincuencia organizada, la solución pasa por extraditar a los delincuentes a Estados Unidos. Pero, ¿qué sucede con los miles y miles de delincuentes que entran y salen cotidianamente de las cárceles sin ser justamente castigados?

Ahí está el talón de Aquiles de nuestro sistema de seguridad y justicia y cualquier estrategia global debería partir, insistimos, de reducir esos índices de impunidad. Incluida, por supuesto, una justicia expedita: porque cuando ésta tarda años en ejercerse es, también, una forma de impunidad.

La lucha que libra (porque no ha concluido) Isabel Miranda de Wallace, como muchos otros, por ejemplo, Alejandro Martí o María Elena Morera, se podría resumir en eso: es una lucha contra la impunidad. Mientras ésta siga siendo la norma y no la excepción, mientras los secuestradores caigan porque los denunció una mujer golpeada y no como resultado de una investigación policial, las cosas seguirán sin cambios trascendentales en los temas que más afectan a la ciudadanía: la seguridad y la justicia.

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