07-11-2014 Son decenas los autobuses secuestrados en Michoacán por estudiantes de normales rurales e integrantes de la CNTE, la misma forma de operar de los estudiantes de Ayotzinapa o de los maestros de la CTEG en Guerrero. Simplemente van a la terminal de camiones se suben al autobús y se lo llevan. En ocasiones lo hacen en las carreteras y es cuando, además, se llevan las pertenencias de los pasajeros.
Una vez movilizados, trasladados por esos camiones que guardan en el recinto universitario para pedir rescate, pueden utilizar los camiones o cualquier carro que se les cruce en el camino para, por ejemplo, realizar bloqueos, incendiarlo y utilizarlo de esa forma para derribar la puerta de la casa de Gobierno o, más simplemente arrojarlo a toda velocidad contra cualquier cuerpo policial que se les cruce. En el camino se asaltan gasolineras, negocios, centros comerciales y se toman casetas de peaje donde se pide “voluntariamente” cooperación para pasar. Es un gran negocio.
Eso viene ocurriendo desde hace años, y sin duda se ha agudizado más allá de las fronteras de Guerrero y Michoacán desde la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa. No hay una sola persona detenida por estos hechos que han terminado, en muchas ocasiones no sólo con enormes pérdidas materiales sino también de vidas humanas, como el humilde trabajador de la gasolinera de Chilpancingo muerto en el incendio provocado por los estudiantes de Ayotzinapa. Un crimen impune. En el mismo evento murieron por disparos dos estudiantes: los responsables de sus muertes sí han sido juzgados y están cumpliendo pena en prisión.
El miércoles el gobernador de Michoacán, Salvador Jara, ex rector de la Universidad local, demostró en forma palmaria porque las autoridades han dejado a todos estos grupos hacer literalmente lo que quieran. Dijo el gobernador que en Michoacán lo último que se quiere es derramamiento de sangre durante las protestas de los normalistas. Como el PAN en el estado había pedido castigar esos delitos, preguntó qué le harían ellos “porque ya sabemos lo que hizo el presidente panista, verdad, enfrentó a los mexicanos, hubo mucha sangre, yo no quiero sangre en Michoacán tenemos que privilegiar el diálogo siempre”. Es una estupidez indigna de alguien que detenta un cargo de esa envergadura.
Primero, porque el gobernador, como muchos otros actores del poder en México, confunde el derramamiento de sangre con el mantenimiento del orden y el derecho y quizás cree que la única forma de combatir un delito, lo realice un manifestante o un delincuente, es matándolo. La obligación del gobernador Jara, como de cualquier otro actor en función de gobierno, es garantizar el estado de derecho y el mismo no se garantiza, todo lo contrario, cuando se le da impunidad a un grupo para hacer lo que quiera, desde bloquear hasta robar o matar, con la coartada de que no se quiere derramar sangre o coartar el derecho a manifestarse. También es una tontería mayúsculas decir que no hará lo mismo que la administración anterior que “enfrentó a los mexicanos”. Alguien tendría que explicarle al gobernador que ese enfrentamiento, que tuvo un espacio protagónico en su entidad, antes, durante y después de la anterior administración federal, era un enfrentamiento entre el Estado mexicano contra grupos delincuenciales que tenían secuestrada la entidad. Comparar el hacer respetar el estado de derecho a grupos de manifestantes con la lucha del Estado contra el narcotráfico sólo dimensiona su falta de criterio.
Nadie puede dejar de compartir la justa indignación de los padres, amigos y familiares de los desaparecidos: lo ocurrido es sencillamente injustificable. Pero los actos de violencia como los que hemos visto en los últimos días, son también delitos inaceptables.
Ninguno de los grandes movimientos que ha luchado demandando la aparición de desaparecidos o la libertad de presos políticos, ha tenido éxito recurriendo a la violencia. Al contrario ha sido la lucha cívica la que les ha permitido lograr enormes triunfos: las madres y abuelas de Plaza Mayo, por ejemplo, fueron claves para derrotar un terrible dictadura cuyas acciones harían palidecer lo ocurrido en Iguala: imaginemos Iguala multiplicada literalmente por mil. Contra eso se enfrentaron madres y abuelas en Argentina. Hoy desde los responsables de las juntas militares hasta sus operadores están procesados, algunos presos, otros murieron en prisión. Las madres y abuelas, y vaya que muchas de ellas eran, son, aguerridas, nunca rompieron un plato, pero su valor cívico y moral les daba un peso y una influencia que perdura hasta el día de hoy en casi todos los sectores sociales de ese país.
Los familiares de Ayotzinapa le hacen un muy flaco favor a su causa dejando que la misma se identifique con la violencia de grupos que están apostando, en ocasiones, simplemente al delito, en otras a la desestabilización. Y de eso son cómplices las autoridades que han decidido no tocarlos ni con el pétalo de una rosa.
Jorge Fernández Menéndez