09-04-2015 Ya se ha dicho hasta la saciedad en estos días: al presidente Peña no le gustan los cambios, es reacio a hacerlos, tiene confianza en su gente y mover su gabinete, más allá de lo estrictamente necesario, no está en su ADN político. Pero hay ocasiones en que ello es imprescindible. David Korenfeld no ha sido un mal director de la Comisión Nacional del Agua, al contrario, pero el ya tristemente célebre caso del helicóptero no puede concluir con un simple regaño de la Función Pública: no tanto porque la violación a la norma haya sido tan grave, sino porque si se quiere comenzar a sentar un precedente, si se quiere que se crea que existe la convicción de luchar contra la corrupción, debe haber responsables cuando esas normas se violan, y el caso de Korenfeld se transforma en ese sentido en paradigmático.
No se trata de rasgarse las vestiduras por la utilización de un helicóptero para uso privado: muchos de los que han criticado en forma durísima al funcionario de la CONAGUA por ese hecho, utilizan recursos públicos para objetivos privados o políticos en forma cotidiana (ahí están desde las despensas de Vidal Llerenas hasta los helicópteros perredistas para llegar a la campaña de Silvano Aureoles en Zitácuaro, desde la publicidad panista por los relojes de César Camacho, como si muchos de sus dirigentes usaran económicos swachts, hasta los recursos erogados con toda alegría por diputados, senadores y delegados). De lo que se trata es de enviar un mensaje: la violación a las normas se castiga (y la falta de sentido político también) y cuando se trata de personajes cercanos al presidente con más razón. Para Virgilio Andrade, el secretario de la Función Pública, el caso Korenfeld será una prueba de fuego: si no hay un castigo, su tránsito por la SFP perderá lo que aún tiene que ganar: confiabilidad. Para el presidente Peña es momento de enviar un mensaje hacia dentro y hacia fuera: hacia adentro porque ya es hora de que el equipo presidencial comprenda que no hay intocables y que los costos de los errores no puede seguir pagándolos su jefe, sin carga para los subordinados. Y para afuera porque se tiene que demostrar que la corrupción no será un marca de esta administración, mucho menos en un país donde 66 millones de personas no pueden comprar la canasta básica con sus ingresos laborales.
El presidente tiene que tomar su decisión y la Función Pública la suya. Lo único que es inexcusable es tratar de dejar que las cosas caigan por su propio peso. Los errores tienen que comenzar a generar costos para sus responsables. Si no es así, todos los costos los paga, sin intermediarios ni fusibles, el propio presidente.
Por cierto, la dureza que se exige con Korenfeld debe ser la misma que se aplique a todos, sean funcionarios federales, locales, legisladores o dirigentes partidarios: para todo aquel que utilice recursos públicos. Porque la corrupción anida en todos estos espacios.
Lady Day, cien años
Olvidemos la amarga política por unos momentos. Esta semana hubiera cumplido cien años la cantante de jazz y blues más extraordinaria que ha dado ese género: Billie Holiday, Lady Day. Nació en medio de la pobreza en un ghetto de Baltimore, hija de una madre prostituta de apenas 13 años y ella misma transitó por todos los caminos sórdidos que le deparó la vida: violación infantil, prostitución, heroína, alcohol, parejas golpeadoras. Con una voz extraordinaria, en medio de una más de sus relaciones tempestuosas (ella misma se dedicó a la prostitución desde la pubertad), fue descubierta cuando apenas cumplía 16 años. Su voz, su personalidad, le abrieron la puerta para convertirse en la única, en la inigualable, la que podía modelar sentimientos, cantar siendo un instrumento más de sus grupos, improvisar, acoplarse con sus músicos. Pero no le alcanzó: murió sola, de cirrosis, en un hospital público, con apenas 44 años y con la vida destrozada. Todo su capital era un billete de 50 dólares que, después de muerta, le encontraron pegado con cinta adhesiva a una pierna. La misma ciudad de Nueva York que esta semana la está festejando por todo lo alto (lo mejor, el concierto homenaje de Cassandra Wilson en el mítico teatro Apollo, ahí estaremos) le cerró las puertas, le prohibió cantar en Manhattan los doce últimos años de su vida sólo porque era adicta, la dejó morir desamparada. Pero qué voz, qué forma de cantar desde las entrañas, de trasmitir las historias desde las del más riguroso desamor hasta las más terribles (Strange Fruit, condenando los linchamientos de negros, en 1939, fue notable), y qué sensualidad, espontánea, natural, desarmante. Billie Holiday fue, es hasta el día de hoy, incomparable, única y ninguna de las amargas vicisitudes de su vida podrá quitarle esa condición. El mundo le brinda ahora, a cien años de su nacimiento, a 56 de su muerte, el homenaje que no supo darle en vida.