29-06-2015 Entiendo y comparto plenamente la indignación de millones de mexicanos con los tipejos que aparecen en un video golpeando a unos perritos chihuahua en una tienda de +kotas. El maltrato animal para algunos no es un delito pero es indignante y es, también, una precuela, un síntoma de la violencia que esos agresores pueden ejercer contra cualquier otra persona. La indignación no es vana ni mucho menos gratuita.
Pero lo que me llama profundamente la atención y habla también de lo que está sucediendo en nuestra sociedad es que ni por asomo hubo una indignación similar porque en Mexicali, en Baja California, fuera incendiado intencionalmente un asilo de ancianos, donde 17 de ellos murieron quemados y peor aún, que pasada casi una semana de los hechos nadie haya reclamado sus cuerpos.
Es un hecho brutal, del que no recuerdo alguno similar en muchos años (ni siquiera el de la guardería ABC) y que ha sido visto como una noticia más. Es verdad que muchas veces la sociedad está como anestesiada ante la ola de violencia brutal que ha vivido el país en la última década, pero indignarse más por el maltrato de unos cachorros que por el asesinato impune de 17 ancianos habla muy mal de todos los nosotros. Tenemos muchas y muy dignas defensorías de los animales (a las que apoyo incondicionalmente) pero casi ninguna institución, ninguna ONG que se preocupe y ocupe de nuestros ancianos.
Se podrá argumentar que las víctimas de Mexicali eran indigentes, hombres y mujeres que habían perdido, de una u otra forma, a los suyos (o que simplemente fueron abandonados por ellos a su suerte), pero ese es precisamente el problema. En nuestro país está aumentando en forma casi geométrica el número de personas de la tercera edad, hoy son más de 10 millones de personas y el número crecerá rápidamente en los próximos años: hoy la expectativas de vida es superior a los 75 años en promedio, cuando en 1950 era de 47 años.
Por ley, aprobada en el Congreso desde el 2001, las familias de las personas adultas mayores deben cumplir con su “función social de manera constante y permanente”, lo que quiere que deberán velar por cada una de las personas adultas mayores que formen parte de ella, y son responsables “de proporcionar los satisfactores necesarios para su atención y desarrollo integral”. Eso, en muchas ocasiones es verdad, pero en muchas otras es una simple falacia en un país donde la mitad de su población sigue sufriendo durísimas condiciones económicas y de vida y el sostén de los ancianos se torna inviable para muchos.
La ley también dice que “la vivienda constituye uno de los satisfactores básicos para la supervivencia de la población, lo cual está asociado al ideal social que la concibe como un espacio que debe proveer a sus ocupantes protección, higiene, privacidad, comodidad y seguridad de encontrarse en una situación de propiedad que proporcione a sus ocupantes la certeza de disponer de ella en el presente y futuro” (documento del INEGI, 2005, sobre la situación de la tercera edad). Parece una mala broma cuando vemos que 17 ancianos fueron quemados vivos en un asilo construido con láminas de madera que ardió, incendiado por unos salvajes en unos pocos en minutos: ¿qué vivienda, qué protección, higiene, privacidad, comodidad y seguridad tenían estos hombres y mujeres?. Vamos más allá ¿cuántos mexicanos gozan de esas posibilidades en su vida?.
El hecho es terrible y debería haber llevado a la reflexión sobre las condiciones en las que sobreviven muchos de nuestro ancianos, sobre la forma en la que viven muchas familias, sobre la violencia (hay que insistir en que el incendio fue premeditado), sobre el abandono (ninguno de sus restos ha sido reclamado), de la propia insensibilidad de todos nosotros que nos indignamos mucho más por el injustificable maltrato a un cachorrito que por el asesinato premeditado de 17 viejitos indigentes.
La vesícula del presidente
La teoría de la conspiración se ha convertido para algunos en el instrumento con el que medir la realidad. No importa que tan fantasiosa pueda ser la teoría enarbolada: todas son posibles, todas viables, no importan los hechos. Al presidente Peña el viernes le quitaron con una operación de laparoscopía, la vesícula. Todos los que hemos sufrido un ataque súbito de vesícula que terminó en el quirófano sabemos de qué se trata: pero los conspiradores ya han descubierto que el presidente tiene algo muy grave, probablemente cáncer. Es irracional, tanto como suponer que la suya fue una intervención planeada (¿a 72 horas del inicio de la visita de estado de los reyes de España?) o que se trató de una intervención mayor (¿con una recuperación de apenas 48 horas?). Son los mismos que, cuando López Obrador sufrió una grave dolencia cardíaca, de la que afortunadamente parece haberse recuperado, decían que los medios querían matar al dos veces candidato presidencial. Con la salud no se juega, ni se especula.