19-08-2015 Dice Adolfo Bioy Casares que “el mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados… entiendo que se subestima la estupidez”. Tenía razón, nunca hay que subestimar la estupidez. En las elecciones de 1929, el pequeño y despreciado partido nazi de Adolf Hitler alcanzó apenas 1% de la votación en Alemania. Cuatro años después, en 1933, con apenas un tercio de los votos y con una combinación de amenazas y engaños, Hitler logró ser designado primer ministro. Todos pensaban que era un payaso que serviría para frenar el avance de los socialistas (a los que los comunistas tampoco apoyaban siguiendo órdenes de Moscú). Era un payaso, pero uno que había que tomar muy en serio, tanto que llevó a Alemania, en menos de seis años, a la Segunda Guerra Mundial y provocó la muerte de millones de personas.
El programa de Hitler, todos lo sabemos, tenía un alto contenido racial. En una nación en crisis, donde faltaba el trabajo, donde la inflación alcanzó niveles nunca vistos y marcada por una virulenta polarización política, Hitlerresponsabilizó de todos los males a los judíos, pero también a gitanos, comunistas, homosexuales y demandó “espacio vital”, en otras palabras, expandirse territorialmente a costa de sus vecinos, cuyos migrantes estaban, decía, contaminando la pureza racial del pueblo alemán.
Por supuesto que era una sarta de mentiras. Pero la continuación de ellas fue el Holocausto, que buscaba el exterminio de 11 millones de personas, incluyendo todos los judíos que vivían entonces en Alemania (no les alcanzó el tiempo: se estima que fueron seis millones las vidas exterminadas por la solución final del nazismo).
No hay nada más fácil en política, sobre todo en tiempos relativamente oscuros, que tratar de identificar una propuesta partidaria con un enemigo, interior y/o exterior (y si cumple con las dos condiciones, mejor) al cual responsabilizar de todas las penurias. Eliminando a ese enemigo (llámense judíos, migrantes o mafia en el poder) todos los problemas se solucionarán… y si no se solucionan la propia lucha contra ese enemigo constituye una coartada suficiente como para seguir con el juego.
Eso es lo que está haciendo Donald Trump en su discurso contra los migrantes mexicanos en Estados Unidos, incluyendo su propia versión de la solución final: un Estados Unidos sin migrantes indocumentados que recupere las fuentes de trabajo para los blancos y milagrosamente mejore la economía, la seguridad y la calidad de vida. Dice Paul Krugman, el Nobel de Economía, que los simpatizantes de Trump no son en su mayoría miembros de la clase trabajadora. Se parecen, dice, mucho más a los partidarios del Tea Party. Y los partidarios del Tea Party en su mayoría no son de clase trabajadora… son relativamente ricos y con títulos universitarios, y entre ellos “la hostilidad racial también tiene un impacto significativo”.
Entonces, concluye Krugman, la base de apoyo de Trump quizá consista de “racistas blancos enojados bastante influyentes, más o menos como el propio Donald, sólo que no tan ricos”. Y entre ellos Fox News “ha creado un círculo de retroalimentación de tipos blancos enojados”, que explica el éxito de la propuesta.
O sea: es estúpido lo que dice Trump (confiscar remesas de migrantes, expulsarlos en forma masiva, obligar a México a construir un muro en la frontera, suspender visas diplomáticas), pero no es más estúpido que lo que decía Hitler culpando a los judíos de la decadencia alemana. Ambos tienen una solución final para el problema y los dos se acercaron al poder con una base social permeable a ese discurso. En un caso, apoyando a quien consideraban un payaso para que acabara con socialistas y el descontrol de la República de Weimar y, en el otro, utilizando a Trump para acabar con la presidencia de un “negro” (el factor racial está más presente que nunca, no en vano han intentado hasta negar la nacionalidad estadunidense del propioBarack Obama, en un país cada día más heterogéneo racialmente) y responsabilizarlo de la “invasión” de mexicanos y latinos considerados indeseables.
¿Por qué apostar por este discurso? Porque pese a todas las previsiones de los republicanos, la economía estadunidense ha marchado, sobre todo a la hora de la creación de empleos, mucho mejor de lo esperado. Y como no pueden hablar del fracaso de la economía se recurre al racismo: al odio.
El problema es que los Republicanos han creado un monstruo que está comenzando a devorar, primero, a los suyos, incluyendo a un Jeb Bush que no debe poder creer que un tipo como Trump esté por encima suyo en las encuestas y le gane los debates.
Trump ha dejado de ser una mala broma. Hay que tomarlo en serio y actuar con seriedad para contrarrestarlo, allá y aquí. La seriedad que no se tuvo en Alemania hace casi un siglo para impedir que creciera otro payaso que también hizo del racismo su discurso para llegar al poder.