21-10-2015 Dice el escritor Xavier Velasco, en su artículo del domingo (“Verdades Incómodas”) en Milenio, que “es de mal gusto hablar de tráfico de drogas, guerrilla y victimismo proselitista allí donde las buenas conciencias militantes preferirían ver todo en blanco y negro. “Fue cosa del demonio”, solían acusar los frailes pudibundos cuando alguien les pedía explicaciones en torno a algún horror imperdonable a los ojos de Dios, como sería el caso de sus vicios secretos. Y ahora que se ventilan ciertas atrocidades cuya causa primera está en la corrupción entre sus filas, la izquierda clerical apela a su demonio predilecto, que al propio tiempo es su santo patrón. Igual que Mussolini y sus camisas negras, todo lo encuentran dentro del Estado: ese padre beatífico o demoníaco frente al cual todos somos niños irresponsables e indefensos”. Hasta ahí el imprescindible texto de Xavier.
Eso es lo que pasa con nuestra izquierda clerical que simplemente se vuelca ferozmente contra todo aquel que no piense, crea o perciba la realidad a la medida, no de sus convicciones, sino de sus creencias. La política, la seguridad, el poder, se convierten en actos de fe. Si la realidad no coincide con la fe, qué pena con la realidad. Eso se ha reflejado en la reacción que han tenido en torno a la película La Noche de Iguala donde se han volcado a pedir censuras, prohibiciones, excomuniones, mucho antes de siquiera haberla visto y porque se concluye que los jóvenes fueron secuestrados, asesinados e incinerados.
La consigna de “vivos se los llevaron, vivos los queremos” tuvo una lógica demoledora en la lucha contra las dictaduras latinoamericanas, sobre todo en Argentina, hasta que se supo cuál fue el destino de las víctimas. Luego lo que se buscó fue castigar a los responsables e identificar los restos que se podían recuperar (y esa tarea continúa casi 40 años después) pero por sobre todas las cosas se quiere comprender y explicar qué, cómo y por qué había ocurrido. Con una diferencia notable respecto a nuestro país: aquellos sí fueron crímenes de Estado, organizados desde la cúpula del poder con el objetivo declarado de exterminar a opositores políticos, a casi toda una generación. Aquí lo que tenemos es una violencia irracional, iniciada y sustentada por grupos criminales en contra del propio Estado: grupos criminales que han recurrido al terror, el secuestro y la extorsión para preservar sus intereses a costa de la sociedad.
Sí, hay 43 jóvenes secuestrados y asesinados en Iguala, pero en la misma zona ha habido 600 personas muertas o desaparecidas, muchas halladas en fosas comunes; el mismo matrimonio Abarca, al que algunos ahora y en forma increíble, quieren mostrar como “chivos expiatorios”, fue acusado por sectores del PRD de haber asesinado a tres de los dirigentes locales del partido que eran opositores al alcalde; para nadie era un secreto que los padres y los cuatro hermanos de María de los Ángeles Pineda eran activos integrantes, primero de los Beltrán Leyva y luego de Guerreros Unidos, y que la lucha de éstos contra los Rojos fue la causa de esas 600 muertes y desapariciones en la zona.
Ese es el verdadero contexto de violencia y corrupción política en la región y es imposible separar el caso de los estudiantes de Ayotzinapa del mismo.
En ese camino algunas preguntas claves se escamotean. La primera y principal es por qué fueron enviados esos jóvenes a Iguala. He escuchado a alguno de los voceros decir que la razón por la que fueron a Iguala, pese a que les habían dicho originalmente que irían a la cercana Chilpancingo, no importaba, que lo importante fue su secuestro. No es verdad: saber por qué fueron, quién los mandó y para qué, es decisivo para saber qué sucedió. Se dice que fueron a botear: resulta que jamás botearon en Iguala, en ningún momento lo hicieron ni tampoco lo intentaron, pero recorrer 200 kilómetros e ir a “territorio enemigo” (la normal era enemiga abierta de los Abarca desde que un año antes habían incendiado el palacio municipal de Iguala) sólo para botear, no tiene sentido. Tampoco, lo tendría haber llegado con dos camiones y que uno se quedara fuera de la ciudad y el otro ingresara hasta la terminal de autobuses.
Mucho menos se explica quiénes iban en las dos Urban que acompañaron los camiones, una de las cuales estuvo en un primer enfrentamiento ante un lavado de autos, donde quedaron tres muertos y una de las Urban llena de balazos y que los sicarios de Guerreros Unidos dicen que se usó para atacar ese local, propiedad de su gente.
Decir que se fue a “recuperar” (la palabra es secuestrar) camiones para la marcha del 2 de octubre suena endeble: tenían, para esa fecha, secuestrados 27 camiones dentro de la propia normal. Una actividad, por cierto, que se debería comprender es absolutamente ilegal y que a nadie parece molestarle.
No es un problema de creer en una u otra versión, el tema es sustentarlas, explicar qué, cómo y por qué sucedieron los hechos. Y eso es lo que la izquierda clerical, Velasco dixit, no quiere que ocurra. La única verdad es la suya.