Debates presidenciales: forma y fondo
Columna JFM

Debates presidenciales: forma y fondo

Cuando hoy los seis aspirantes presidenciales inicien el primer debate (de alguna forma hay que llamarlo) presidencial de cara a las elecciones del dos de julio próximo, estarán luchando, por una parte, por presentar sus propuestas y plataformas al electorado, pero sobre todo, para trasmitir una imagen, un concepto, una personalidad que será, en última instancia, la que resultará decisiva a la hora de los votos.

Cuando hoy los seis aspirantes presidenciales inicien el primer debate (de alguna forma hay que llamarlo) presidencial de cara a las elecciones del dos de julio próximo, estarán luchando, por una parte, por presentar sus propuestas y plataformas al electorado, pero sobre todo, para trasmitir una imagen, un concepto, una personalidad que será, en última instancia, la que resultará decisiva a la hora de los votos.
Cualquiera que sea la encuesta en la que se crea, la realidad indica que los dos principales antagonistas se han acercado ya mucho en las intenciones de voto, y que la elección se dirige en forma casi irremediable hacia una polarización entre Francisco Labastida y Vicente Fox. Por eso será difícil que en los próximos 60 días la gente decida por los programas, por la propuestas: se inclinará por quien le genere mayores y mejores expectativas, deberá decidir por un cambio mucho más profundo que, como el que plantea Fox, no termina de quedar en claro hacia dónde se dirige, y un cambio muy gradual, muy matizado, pero que huele a continuidad como el que está planteando Labastida. En realidad, se terminará votando por la persona, por quien se perciba mejor como dirigente. Y en esa percepción, sin duda subjetiva, las formas, los modos, serán los que destaquen en el debate salvo, claro está, de que alguno de los contendientes cometa algún error garrafal en su discurso.
Los antecedentes históricos en estos temas no pueden ser ignorados. En realidad, los debates entre candidatos no son tan habituales como se nos ha querido hacer creer. En Estados Unidos, el primero de ellos se produjo el 26 de septiembre del 60 entre el entonces vicepresidente Richard Nixon y el candidato demócrata John F. Kennedy. Pero entre 1964 y 1976, no hubo debates, mientras que en países cuya transición es paradigmática para nosotros, como España, apenas se han celebrado dos, desde que hace 20 años se recuperó el sistema democrático. La diferencia, importante, es que aún siendo escasos, esos y otros debates se planifican como tales, con intervención de distintos periodistas, con réplicas y posibilidad de presentar argumentos encontrados. En nuestro caso, hasta ahora, nunca ha sido así y hoy tampoco lo será.
El debate del 26 de septiembre del 60 es particularmente importante por ser el primero que se trasmitió, además, por televisión y porque enfrentaba a una candidato atípico, como Kennedy, en el que muchos no tenían confianza porque lo veían muy joven, muy liberal, católico en un país protestante y, sobre todo, porque lo consideraban inexperto en cuestiones de gobierno, contra un Richard Nixon que había sido durante cuatro años un eficiente vicepresidente de Ike Eisenhower, con enorme experiencia y que, pese a no ser demasiado mayor a Kennedy se veía como un político conservador, maduro, ya cuajado frente al joven senador por Massachussetts.
El relato que hace el que fuera director del Washington Post, Ben Bradley, que era entonces el responsable de cubrir esas campañas para la revista Newsweek, de lo sucedido durante ese día, demuestra cómo se vieron las cosas y habría que prestarles mucha atención, para compararlas con lo que puede suceder hoy en la noche. Dice Bradley en sus memorias que "el vicepresidente Nixon consideró que ya era muy arriesgado rehusar un debate con Kennedy y el primero se celebró el 26 de septiembre en Chicago. Fue producido por Don Hewitt, de la CBS, que luego triunfaría en el programa 60 minutos (agreguemos nosotros que fue moderado por Howard Smith y que otros cuatro periodistas, entre ellos Bradley, participaron en él)…la conversación entre los candidatos resultaba embarazosa, cuidadosamente educada pero sin sabor. Kennedy me pareció asombrosamente sereno y nada confuso. Y me pareció que Nixon, enfermo con una seria afección sanguínea, daba la imagen de una cadáver desmañanado. Al final quise confirmar mi impresión de que Kennedy había hecho morder el polvo a Nixon, y fui a la sala de prensa para escuchar los comentarios de los veteranos. Marquis Childs, del St. Louis Post-Dispatch; Scotty Reston del New York Times; Roscoe Drummond del Christian Science Monitor y el columnista Joe Alsop, hablaban de empate. Tal vez, me di cuenta después -agrega Bradley- porque a ellos también les asustaban las consecuencias de declarar victorioso a un advenedizo que les gustaba sobre un vicepresidente en activo que les desagradaba".
Lo cierto es que ese día fue determinante para el triunfo de Kennedy. Y en ese debate, como dice Bradley, la discusión fue "cuidadosamente educada pero sin sabor". Pero ese día, mientras la imagen de Kennedy trasmitía un sentimiento de juventud, fortaleza y confiabilidad, mientras generaba expectativas, Nixon se veía mal, enfermo, con barba crecida y en las tomas cerradas de televisión se le veían las gotas de sudor en el rostro. Es verdad que los periodistas más maduros, como dice Bradley, vieron un empate, mientras que los más jóvenes, como el propio Bradley, vieron ganar a Kennedy, pero es más importante el dato de quienes escucharon o vieron ese debate: en aquella ocasión, quienes lo escucharon por radio dieron un empate o una ventaja a Nixon, pero quienes lo vieron por televisión le dieron una ventaja muy amplia a Kennedy. Nixon se había preparado para lo que iba a decir, no para cómo se lo iba a ver. Kennedy armó un discurso confiable y seguro, pero puso el acento, sobre todo, en cómo lo iba a decir y cómo se iba a presentar, por primera vez, ante el gran público nacional. Acertó porque un mes y medio después, ganaba la presidencia de la república.
En la historia de los debates, la forma siempre ha sido determinante para impresionar al electorado. Por supuesto que no puede haber forma sin fondo, pero son las ideas fuerzas aunadas a la imagen que trasmite el candidato lo que termina determinando un triunfador. En 1976, Carter aseguró la elección en el debate contra un Gerald Ford, aún abrumado por la renuncia de Nixon y las denuncias contra los republicanos que pagaban los costos de Vietnam. Se quería un cambio y se optó por un desconocido gobernador, cuya actividad anterior había sido la producción de cacahuetes, Jimmy Carter, contra un político que buscaba la reelección y que tenía una enorme experiencia legislativa y de gobierno Cuatro años después, cuando los errores de Carter en el manejo de la economía y de la política interior eran evidentes, aunado a la crisis de los rehenes en Irán y el triunfo sandinista en Nicaragua, Ronald Reagan derrotó abrumadoramente a Carter con una insistente pregunta en el debate que sostuvieron ambos: "¿están ustedes mejor ahora que hace cuatro años?".
En el 84, los demócratas pensaban que el ya viejo y olvidadizo Reagan no podría con un joven e impulsivo Walter Mondale, pero se encontraron con que éste no trasmitía nada ante las cámaras mientras que el viejo actor se lució en los debates. Lo mismo ocurrió en el 88, cuando el vicepresidente George Bush ganó con la bandera de la continuidad, aprovechando la expansión de la época Reagan contra un Michel Dukakis y unos demócratas que nunca se recuperaron, en esa elección, del escándalo que obligó al retiro de Gary Hart. Pero en el 92, Bush, que había firmado la derrota al campo socialista, que había alcanzado una popularidad sin paralelo al inicio de la Guerra del Golfo, se derrumbó cuando la economía comenzó a dar signos de flaqueza y cuando la gente, simplemente, descubrió que estaba cansada de un ciclo de 12 años continuos de una misma política muy exitosa en los números pero muy mala para redistribuir el ingreso y consolidar el crecimiento. Y ahí, con un cartel que presidía su sala de juntas y que decía "es la economía, estúpido", Bill Clinton aseguró durante ocho años la Casa Blanca, repitiendo, entonces, la misma pregunta que Reagan le había hecho a los televidentes en 1980: si estaban mejor en ese momento que al inicio del mandato de Bush. Esa pregunta le alcanzó a Clinton para ganar en el 92, y seguir en el gobierno hasta ahora, a pesar de escándalos como el caso Lewinsky, que hubiera derrotado a cualquier otro presidente que no presentara, al mismo tiempo, el mayor periodo de expansión económica de Estados Unidos en toda la posguerra. Se dirá que es un recuento que poco tiene que ver con nuestra historia. Puede ser, pero en estos temas, la mayor parte de las veces, nada puede ser inventado.

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