02-06-2016 La foto está en las primeras planas de la prensa internacional. Y la imagen, aunque actual, nos retrotrae a otras épocas, a otros odios, a otra violencia brutal. Ahí vemos a cuatro hombres y dos mujeres, ya mayores, humildes, maestros y maestras de toda la vida, con carteles en los que se declaran “traidores”, caminando descalzos por calles pedregosas, con los pies destrozados, todos son rapados a tijeretazos por un verdugo que insulta a sus víctimas, ríe, actúa, rodeado de un grupo que festeja la humillación ajena.
Lo vimos en Comitán el martes y antes lo vimos cuando fascistas rapaban y humillaban a judíos, gitanos, artistas y opositores. Lo vimos años después cuando en la revolución china dos millones de personas murieron por los guardias rojos que disfrutaban al humillar, rapar, hacer desfilar por las calles a quienes consideraban contrarrevolucionarios, aunque fueran miembros de la dirigencia revolucionaria de toda la vida: pensaban diferente, eran por lo tanto traidores y no merecían más que la degradación y la muerte. En Camboya, el Khmer Rouge mató a un tercio de la población del país en sus campos de concentración. Eran, una vez más, los traidores que cometían pecados tan graves, tan sonados, como utilizar lentes, lo que automáticamente los convertía en “intelectuales pequeñoburgueses traidores a la revolución”. ¿Quién merece vivir si usa lentes?
Lo vemos en Corea del Norte, en ese régimen salvaje que tanto festeja en nuestro país el PT de los Bartlett y Sansores. Allí, ocurre cotidianamente, se humilla y se rapa a un ministro de la Defensa calificado como traidor porque se quedó dormido en un acto oficial: se lo ejecutó, además, utilizando un cañón antiaéreo, los restos fueron arrojados a los cerdos. Lo vimos en América Latina con Sendero Luminoso, que comenzó colgando cadáveres de perros en farolas de alumbrado y terminó colgando gente, rapada, con carteles donde los acusaba de traidores: podían ser policías, militares, miembros de partidos de izquierda o hasta de otros grupos guerrilleros.
Los maestros humillados, agredidos, rapados en Comitán, Chiapas, los “traidores” exhibidos, lo que habían hecho era querer trabajar y cobrar sus quincenas. Entre los agresores hubo maestros de la CNTE, pero la mayoría, como está ocurriendo en otros actos de violencia que estamos viendo en Chiapas, son militantes muy emparentados con aquellos de Sendero y el viejo maoísmo, del EZLN, restos del EPR que subsisten en municipios como Venustiano Carranza, que se han adueñado de esas movilizaciones con la excusa del rechazo a la Reforma Educativa.
Atender lo que está ocurriendo en Chiapas no puede pasar por reclamos que no implican más que una simplificación grosera de las condiciones locales. El tema no es la Reforma Educativa, aunque quizás se deban adecuar algunos de sus puntos a una realidad como la chiapaneca, con sus idiosincrasias étnicas, su desigualdad y su pobreza ancestrales.
El tema en Chiapas, y por eso el conflicto no se puede circunscribir exclusivamente al ámbito local, o del gobierno estatal, ni siquiera al educativo, es que existe una cauda de violencia y una cultura del odio que ha provocado desde un Acteal hasta la muerte de militantes y soldados, de políticos e indígenas, de católicos y evangélicos, una cultura del odio que no se puede alimentar con más odio.
Se debe, por supuesto, aislar a los violentos, pero se requiere una intervención federal y de los partidos, de todos, que vaya más allá de exigir (algo imprescindible) el respeto al Estado de derecho. Obviamente no es viable hacerlo antes de los comicios del domingo, pero se debe convocar a un diálogo amplio, con muchos de los actores involucrados, para tratar de sacar adelante una agenda común en el estado, que impida que vuelva a ser lanzado, como algunos quieren, a la senda del odio y la destrucción.
Hay que recordar 1993, cuando en Chiapas, por distintas razones, se fue engendrando esa explosión, no exenta de manipulación política sucesoria, que fue el EZLN. Recuerdo haber hablado largamente de lo que sucedía en Chiapas con el entonces secretario de Desarrollo Social y precandiato presidencial, Luis Donaldo Colosio. Era agosto y venía Luis Donaldo de inaugurar un hospital en Comitán, pero todas las señales del futuro estallido estaban allí. Me sugirió que fuera a Chiapas a reportear lo que sucedía. Fui: me encontré con injusticias brutales, con soldados desollados, con comunidades a punto del alzamiento, con grupos que estaban apostando (o eran llevados) a la ruptura. Colosio hubiera querido entonces tratar de encauzar ese proceso, establecer mecanismos de diálogo antes que el conflicto estallara, pero venía la sucesión, la firma del TLC, había que circunscribir lo que sucedía en Chiapas a Chiapas. Y ya no hubo tiempo de encontrar una salida. El estallido chiapaneco truncó vidas, proyectos y alternativas. Parecería que se intenta repetir la historia. Hay instrumentos, aún, para evitarlo por la vía de la política.