30-08-2016 Juan Gabriel dijo alguna vez que “la única enemiga que tengo se llama ignorancia, por eso trato de no compartir mi vida con ella”. La intolerancia y la discriminación, son, simplemente, islas del archipiélago de la ignorancia.
Conozco, como todos, muchas de las canciones de Juan Gabriel. Las he cantado en fiestas, en Garibaldi, las he citado como dichos irreprochables de la cultura popular aunque no sea, también es verdad, mi música preferida. Pero el personaje Juan Gabriel, al que nunca conocí personalmente, me parecía un tipo entrañable, sincero y lo más importante, honesto consigo mismo. Amigos queridos, que fueron también sus amigos, como Carlos Salomón, no han hecho más que ensalzar desde siempre la calidad humana de Juan Gabriel.
Jorge Luis Borges decía que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Y creo que un tipo como Juan Gabriel sabía quién era.
Todo esto es importante no para hacer el panegírico del querido y llorado autor e intérprete, de ese hombre que nació en la pobreza y el abandono, que se construyó a sí mismo y que muy pronto supo “para siempre quién era”, sino para recordar que él también fue objeto de discriminación e intolerancia por un estética y unas formas de interpretación evidentemente gays (“lo que se ve no se pregunta”, hubiera argumentado Juan Gabriel), pero que más allá de sus preferencias sexuales pudo lograr que todo un país pudiera identificarse con sus historias y canciones.
México sí es un país machista, también es verdad que nuestra cultura discrimina a las mujeres o a quienes tienen diferentes preferencias sexuales, pero también es verdad que la tolerancia y la aceptación de los otros, pasado ese tamiz siempre resistentes para penetrar en el corazón de los mexicanos, es una realidad que se abre paso aunque muchos quieran seguir alimentando la discriminación y la intolerancia.
Pensaba en Juan Gabriel y en opiniones como la del vocero del arzobispado de la ciudad de México, Hugo Valdemar, que le ha prohibido al padre Álvaro Lozano Platonoff, director de la comisión de cultura de la propia arquidiócesis, mantener cualquier diálogo con la comunidad lésbico-gay-transexual. El padre Lozano recibió la semana pasada a un grupo de integrantes de esa comunidad, le ofreció una disculpa para las expresiones que algunos sectores de la iglesia habían tenido para con ellos y ofreció un encuentro, que tendría que haberse realizado ayer lunes, con el cardenal Norberto Rivera. Muy poco después, el vocero de la arquidiócesis, el padre Hugo Valdemar (responsable del semanario Desde la Fe, donde se han realizado los mayores ataques a la comunidad lésbico gay y a la iniciativa de los matrimonios igualitarios), desautorizó por completo a Lozano, rechazó ofrecer una disculpa y negó que hubiera posibilidad de diálogo alguno con Norberto Rivera.
Durante el fin de semana, el padre Lozano insistió en que, en forma independiente, él trataría de mantener el diálogo abierto con esa comunidad y Valdemar lo volvió a desautorizar, dijo que no lo podía hacer, que su trabajo era institucional, que estaba supeditado al cardenal Rivera, que no podía hacer nada por su cuenta. “No hay ningún trato, ningún compromiso y por supuesto no se va a llevar a cabo ningún diálogo”, refrendó Valdemar.
Es irracional tanta cerrazón. Los hombres de la Iglesia, que en su momento jamás se indignaron públicamente, e incluso trataron de proteger, hechos incalificables como los abusos cometidos por Marcial Maciel y otros personajes de la curia, ahora convierten su rechazo al matrimonio igualitario, en un persecución a una comunidad tan respetable como todas y transforman ese rechazo y esa discriminación en abierto proselitismo político, marchas y manifestaciones incluidas (por cierto, no deja de llamar la atención que la iglesia que organizó esas marchas a realizarse el 10 y el 24 de septiembre próximos, diga ahora que no participará en ellas, quizás porque de hacerlo estaría violando en forma flagrante la ley de asociaciones religiosas).
La Iglesia y la arquidiócesis de la ciudad de México, tienen todo el derecho del mundo de oponerse al matrimonio igualitario pero no tienen derecho a discriminar a ninguna persona por su preferencia sexual y quizás tendrían que reflexionar sobre por qué su posición es tan lejana de la que enarbola el propio Papa Francisco en estos y otros temas, incluyendo la condena a Marcial Maciel y el castigo de los abusos sexuales cometidos por distintos clérigos.
Los hombres de la jerarquía eclesiástica (allí no hay mujeres) deberían escuchar al divo de Juárez: “pero qué necesidad, para qué tanto problema, no hay como la libertad de ser, de estar, de ir, de amar, de hacer, de hablar, de andar así sin penas”. Descanse en paz Juan Gabriel.