28-09-2016 Este lunes más allá del segundo aniversario de la noche de Iguala (¿por qué les molesta tanto a los supuestos defensores de las víctimas que se divulgue el testimonio de los victimarios? ¿Por qué no pueden aceptar quiénes, cómo y por qué cometieron el crimen cuando esos responsables están detenidos, procesados y han confesado su responsabilidad con todas las letras? Quizás porque es la justicia la que no les interesa, lo que quieren es un crimen de Estado, lo necesitan para el 2018), dos eventos se llevaron, con toda justicia, la atención internacional: el debate entre Hillary Clinton y Donald Trump y la firma en Cartagena de Indias del acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC.
En el debate pudimos vislumbrar cómo sería Estados Unidos y el mundo con Donald Trump como Presidente. El hombre ha demostrado, como dijo Clinton y como lo han comprobado millones, que no está capacitado para gobernar a la mayor potencia del mundo, un lugar que ni siquiera le reconoce a su propio país. Estados Unidos es un país con dificultades, una nación cuyos gobernantes cometieron errores graves, sobre todo en el periodo de George W. Bush, que se ha convertido en una economía de, por lo menos, dos velocidades, con áreas que tienen la hegemonía tecnológica y de servicios a nivel global y otras que se han quedado rezagadas porque el mundo ha cambiado.
Cuando Trump dice que quiere que vuelvan las empresas a Estados Unidos no comprende que se han ido de Estados Unidos unidades, que beneficiándose de la globalización, han permitido que su país tenga el control de los mercados financieros, de los servicios y la tecnología. Se han ido empresas, pero otras han podido mantenerse y crecer gracias a ello y los ingresos que para su país devienen de acuerdos como el TLC son multimillonarios. Estados Unidos es competitivo gracias a que es una economía abierta, no al revés.
La tarea que se propone Trump no es avanzar hacia el futuro y la reconfiguración de la economía de su país, sino dar una vuelta imposible hacia el pasado.
Trump cree que con el poderío militar de su país todo se puede arreglar. Está mirando, una vez más, hacia el pasado: en un mundo multilateral, donde los desafíos de seguridad no son los tradicionales, lo militar y la inteligencia se deben combinar con la economía y la diplomacia. Si Trump llegara a hacer lo que pregona, Estados Unidos rompería con todas sus alianzas de la posguerra, no sólo con México y Canadá, sino también con Gran Bretaña, con Francia, con Alemania y con Japón.
Con Trump tendríamos, además, unos Estados Unidos gobernados por sus intereses personales. No sólo en término de política interna (como señaló Hillary, su programa económico y fiscal parece estar diseñado para favorecer a su empresa), sino también internacional. Trump tiene inversiones muy importantes en, por lo menos, 22 países y no quiere divulgar información sobre ellas. Su simpatía por Vladimir Putin uno no sabe si es simplemente política (lo que ya de por sí sería preocupante) o está derivada de las grandes inversiones que tienen Trump y varios de los integrantes de su equipo en Rusia, asociados con los allegados de Putin. Su rencor hacia México uno no sabe si se deriva del Tratado de Libre Comercio o de las indemnizaciones que tuvo que pagar por las estafas que cometió en la construcción de un complejo turístico en Baja California Sur.
Quién sabe cómo votará el electorado estadunidense el 8 de noviembre, pero de lo que no cabe duda es que con Trump en la Casa Blanca el mundo será impredecible, peligroso y convulso.
Mientras tanto, medio siglo de guerra civil podría llegar a su fin si el próximo domingo, en referéndum, los colombianos ratifican el acuerdo firmado el lunes en Cartagena. Las FARC hace ya mucho tiempo que dejaron de ser una guerrilla para convertirse en una organización militar con profundos lazos e intereses en el crimen organizado, dentro y fuera de Colombia, incluyendo nuestro país. Los daños que causaron las FARC a la sociedad colombiana, sobre todo, desde los años 80 hasta ahora, han sido terribles: la suya fue una lucha que se alimentó de los recursos del narcotráfico y que tuvo al pueblo colombiano como rehén.
Cómo se le puede pedir a los colombianos que olviden tantos años de sufrimientos, de asesinatos, de secuestros masivos, de rehenes ocultados en la selva en condiciones inhumanas. Las FARC, desde el gobierno de Álvaro Uribe, quedaron seriamente debilitadas, su capacidad operativa fue cada día menor. Durante la administración de Juan Manuel Santos recibieron golpes devastadores. En esa lógica se negoció la paz.
Se dice, con razón, que sin justicia no puede haber paz. Es verdad, pero una verdad a medias: en este caso para que haya paz, la justicia no puede ser plena. Los desafíos son enormes, pero también lo es la oportunidad de terminar de reconstruir un país hermano como Colombia, precisamente desde la perspectiva de la paz. Démosle una oportunidad.