Este viernes, se reunirá a puertas cerradas en Ixtapan de la Sal el Consejo Político Nacional del PRI. Francisco Labastida y Roberto Madrazo acordaron ?olvidar el pasado? y ?mirar hacia el futuro? para encontrar una salida a un conflicto interno que parecía no tenerla sin una previa ruptura. Lo que permitió este acuerdo fue destrabar el primer paso para establecer esa gobernabilidad interna: el nombre del próximo dirigente nacional del priísmo.
Este viernes, como ya se ha anunciado, se reunirá, a puertas cerradas y en Ixtapan de la Sal (donde hace unos días también se reunieron los panistas) el Consejo Político Nacional del PRI. Es el primer encuentro oficial de la máxima dirigencia del tricolor después de la derrota del 2 de julio, cuando, por primera vez en 71 años, perdió la presidencia de la república y con ella, el eje en torno al cual giraba su organización y disciplina interna.
Poder procesar la derrota, por lo menos para poder sentarse a debatir sobre ella y tratar de mirar hacia el futuro, le tomó al priísmo casi nueve meses: un verdadero parto que los priístas tendrán que decidir si es el inicio de algo relativamente nuevo o se trata, simplemente de un alumbramiento fallido. El PRI perdió mucho tiempo en estos meses pero pareciera que ha logrado preservar, por lo menos para el futuro próximo, su unidad interna, basada, es verdad, en acuerdos muy frágiles pero acuerdos al fin.
Ellos se establecieron en el desayuno que en casa de Francisco Labastida, mantuvieron éste y Roberto Madrazo la semana pasada, donde acordaron “olvidar el pasado” (algo que todo político sabe que es imposible) y “mirar hacia el futuro” (lo cual quiere decir muchas cosas y nada al mismo tiempo). Pero fue un gesto, sobre todo de voluntad política, para encontrar una salida a un conflicto interno que parecía no tenerla sin una previa ruptura.
Y no habrá ruptura, quizás por esa voluntad política, pero sobre todo por consideraciones exclusivamente pragmáticas: la opción de la ruptura para los sectores como el madracismo son inviables en estos momentos, luego del revés sufrido en Tabasco y cuando sus adversarios en el tricolor tienen el control de todas las instancias de decisión del partido, lo cual les garantizaría, automáticamente, conservar todas las prerrogativas de ley de las que gozan como partido político. Los disidentes tendrían que lanzarse a una aventura incierta, crear una nueva fuerza política porque sería difícil que pudieran encontrar acomodo en cualquiera de los partidos con registro actuales (con excepción quizás de Convergencia Democrática, aunque los enfrentamientos en Tabasco y Yucatán habrían enfriado el entusiasmo de la gente de Dante Delgado por acercarse con el madracismo y otros sectores duros del PRI), esperar cerca de un año más para saber si tendrían registro condicionado o no y luego jugar una aventura que Manuel Camacho les podría contar como suele terminar.
En estas condiciones es más lógico que los sectores duros o restauradores del PRI, aquellos que se nuclean en torno a Roberto Madrazo o Manuel Bartlett, hayan optado por dar la pelea dentro de su propio partido, buscando un espacio de convivencia que tendrá que darse en el próximo Comité Ejecutivo y en un Consejo Político reformado. Para sus adversarios, para los sectores hegemónicos en el partido, en las gubernaturas y en el Congreso, el llegar a un acuerdo también es conveniente porque necesitan poner distancia con el pasado inmediato y, además, definir con mucha mayor claridad sus objetivos políticos futuros.
Ahora bien, ese acuerdo Labastida-Madrazo sirvió para destrabar el conflicto actual, pero nadie debería pensar que allí se establece la gobernabilidad del ex partido en el poder. Labastida y Madrazo son políticos que no representan en realidad a los diferentes grupos y sectores que, de una u otra forma, se cobijan bajo el paraguas de sus nombres: ambos tienen presencia en el PRI pero la misma será cada vez más marginal en la medida en que comiencen a definirse las verdaderas fuerzas internas que conviven en ese partido y que trascienden a cualquiera de esos dos ex precandidatos presidenciales.
Lo que permitió este acuerdo fue destrabar el primer paso para establecer esa gobernabilidad interna: el nombre del próximo dirigente nacional del priísmo. Un presidente de partido que tendrá que actuar más que como líder como un operador con gran capacidad de interlocución con todos los grupos internos para avanzar en un esquema de gobierno y estabilidad interna diferente al observado por el priísmo desde su creación. Y el debate se planteó en términos muy específicos: los madracistas, luego del fracaso de Tabasco, comprendieron que ya no podían impulsar la candidatura de Roberto, entonces comenzaron a actuar como fuerza de veto, tratando de impedir que nadie que estuviera de alguna forma ligado a los principales niveles de decisión del pasado sexenio ocupara el edificio de Insurgentes Norte. En un Consejo Político estos últimos sectores hubieran sido ganado con cierta facilidad y hubieran podido imponer un dirigente, pero ello hubiera propiciado una ruptura y una crisis que nadie en el PRI quiere afrontar en estos momentos.
Hace un par de semanas decíamos en este espacio de que era absurdo hablar de una dirección de transición o de largo plazo: serían los propios hechos los que determinarían los mandatos de un futuro liderazgo priísta. Sin embargo, entre los diferntes grupos internos se insistió y mucho en esa dicotomía y ello terminó de hacer más compleja la decisión: había que encontrar a alguien que aceptara la presidencia de un partido que acaba de perder la primera elección de su historia y nadie, con cierto nivel, aceptaría hacerlo por un plazo de unos meses, destinado sólo a terminar de absorber derrotas. Los nombres que se manejaron para esa posibilidad no decían mucho fuera del PRI: Rafael Rodríguez Barrera o Rodolfo Echeverría Ruíz, los dos políticos con experiencia pero muy alejados en los últimos años de los principales procesos políticos del país.
Finalmente, pareciera que en los acuerdos posteriores a la reunión Labastida-Madrazo, se habría avanzado en establecer bases más sólidas para el futuro Consejo Político. Los nombres con posibilidades reales de salir de la reunión de Ixtapan con la presidencia del partido son, cumpliendo todos los compromisos y vetos asumidos, demasiado pocos, sobre todo si se quiere a alguna figura que diga algo a la ciudadanía al mismo tiempo que a los priístas. Y como también ya ha trascendido, las mayores posibilidades se centran en Mariano Palacios Alcocer. El ex gobernador de Querétaro y ex secretario del Trabajo, si bien fue un hombre respaldado por Ernesto Zedillo que lo trajo de la embajada de Portugal para hacerlo legislador, presidente del PRI y miembro de su gabinete, siempre mantuvo una cierta distancia con los diferentes grupos (una constante en la carrera de Palacios Alcocer que en algunas ocasiones lo ha beneficiado y en otras lo ha perjudicado) y, sobre todo, por ello mismo, tuvo que dejar la presidencia del PRI cuando no estuvo de acuerdo en cómo se estaba planteando la organización del proceso interno de selección de candidato presidencial. Lo hizo, además, luego de una racha electoral exitosa que había comenzado con decisiones controvertidas en varios estados (fue la época de la ruptura de Ricardo Monreal y de los últimos dedazos en Veracruz y Oaxaca), pero que pudo enderezarse con el procedimiento de procesos abiertos de selección que terminaron siendo en la mayoría de los casos eficientes. Nunca se ha querido explicar porqué, a la hora de elegir al candidato presidencial, se decidió reemplazar a Mariano Palacios por José Antonio González Fernández, pero la lectura fue que el presidente Zedillo quiso mandar una señal de que quería colocar, para encabezar ese proceso, a una persona de su plena confianza, lo que implicaba, de alguna forma, que Palacios Alcocer no tenía ese pleno respaldo o disciplina. Paradójicamente, lo que entonces lo sacó de la presidencia del PRI es lo que hoy puede llevarlo de regreso.
Si bien Palacios Alcocer ha tratado de mantener distancias con estas negociaciones, finalmente ha comenzado a participar en encuentros con los principales dirigentes y ha puesto condiciones. Para aceptar la presidencia del partido demanda que se lo elija por el plazo estatutario, por un mínimo de tres años, que permitan organizar la Asamblea Nacional y poder trabajar con plazos más largos que trasciendan la casi inevitable racha de derrotas electorales que podrían jalonar el 2001 para el priísmo. Aceptaría, por otra parte, un CEN de compromiso, con representantes de las distintas fuerzas internas y una renovación, en el mismo sentido, del CPN. No se trataría de la refundación del PRI pero sí, muy probablemente, de un primer paso para intentar lograrla.