20-03-2017 La fuga del Juan José Esparragoza “el Negro”, hijo del Azul Esparragoza, junto con otros cuatro peligrosos narcotraficantes y sicarios del penal de Culiacán, ocurrida el viernes pasado, es una demostración más de que los estados del país no controlan la seguridad ni quieren hacerlo.
Han pasado varios días y las autoridades locales no saben ni siquiera cómo fue que se fugaron esos cinco peligrosos reos. Se dice que se organizó una riña y aprovecharon para escapar, pero no saben cómo. Tuvieron que pasar lista durante horas buscando a los reclusos vaya a saber dónde, para saber, medio día después, que les faltaban cinco (¿doce horas para pasar lista y descubrir que faltaban cinco detenidos?: en doce horas un prófugo podría estar, literalmente en el otro extremo del mundo). Lo único cierto es que se tienen que haber ido por la puerta y con complicidad. Lo hicieron no porque les faltaran comodidades en el penal, porque las tenían todas, sino porque El Negro ya había sido advertido de que sería deportado a Estados Unidos. Prefirió la fuga a la deportación.
Pero más allá de eso, la cadena de sucesos que permitieron esa fuga es lo escandaloso. Primero, un juez que prohíbe que esos detenidos sean trasladados a un penal de máxima seguridad, argumentando un tema casi administrativo. La misma situación en la que están muchos de los detenidos en ese penal. Segundo, el sistema de autogobierno del penal que está en manos de los propios delincuentes, que gozan de todo tipo de lujos, cuando pueden pagarlos, en un reclusorio hacinado con más de dos mil 500 reos. Tercero, unos custodios que en realidad trabajaban para los delincuentes, los cuidan y protegen. Cuarto, un sistema penal y de impartición de justicia que no sirve, está rebasado y que en el caso del nuevo sistema penal necesita ajustes urgentes porque lo que está provocando es una cadena inadmisible de liberaciones de delincuentes peligrosos.
No se trata solamente de Culiacán, lo hemos visto esta misma semana con los videos del penal de Apodaca, Nuevo León, controlado por los Zetas, que para las autoridades locales no merecieron más comentario que decir que se trataba de algo circunstancial, cuando es la demostración, como ocurre en Topo Chico, en ese mismo estado, de que las autoridades no tienen control del penal. Los sistemas de autogobierno se aplican en casi todos los reclusorios que no están bajo la esfera federal y en todos ellos el control lo tienen los reos. No deja de ser obvio que si un gobierno no puede controlar la seguridad de un reclusorio donde se supone que tiene ese mismo control asegurado, tampoco puede garantizarla en un país, en un estado, en un municipio.
Lo decíamos hace unos días: es imprescindible un ajuste de las leyes, incluyendo la aprobación de la ley de seguridad interior, y la de formación policial, para darle sentido a las reformas que se dieron en los últimos años. La reforma al sistema de justicia penal, tiene muchos aspectos positivos pero se ha convertido en una puerta abierta para la impunidad. Necesita ajustes operativos que impidan que las “faltas al debido proceso” o las triquiñuelas legales sirvan para la liberación indiscriminada de peligrosos delincuentes que terminan recibiendo incluso altas indemnizaciones o que la justicia actúe sin siquiera sentido común dejando a personajes como el hijo de Esparragoza o el Chimal o el Changito Ántrax (así les dicen a dos de los más peligrosos que se fugaron: uno es jefe de custodias de los hijos del Chapo Guzmán y organizador de la emboscada contra una ambulancia militar en Culiacán hace unos meses, el otro uno de los jefes del más peligros grupo de sicarios de la entidad) en un penal que, en los hechos no ofrece seguridad alguna.
Todas las partes del sistema de seguridad trabajan sin relación con los otros. Cada uno, desde las policías, los ministerios públicos, los jueces, el sistema penal, son como partes independientes de una maquinaria loca que parece construida exclusivamente para que no funcione. Y el Congreso, no interviene, no actúa, no legisla o lo hace dejando unos vacíos que terminan desdibujando lo aprobado.
Un capítulo aparte merecen en este sentido algunas de las organizaciones que se presentan como de derechos humanos. Hace ya muchos años, en el 2006, publicamos con Víctor Ronquillo un libro De los Maras a los Zetas, donde incluíamos documentos que le habían sido recogidos a Osiel Cárdenas, en las comunicaciones con su gente fuera de la cárcel (en ese entonces Osiel estaba detenido en Almoloya). En ellos daba instrucciones para que se contratara abogados especialistas en derechos humanos y se formaran grupos para su defensa porque preveía que esa sería una de sus principales herramientas para buscar su liberación. La gente de Osiel lo hizo y desde entonces han aparecido organizaciones y personajes que han hecho de la defensa de los delincuentes un dogma al mismo tiempo que todas sus denuncias se concentran en soldados, marinos y policías. Por supuesto qué hay instituciones dignas y respetables de derechos humanos, pero otras parecen trabajar exclusivamente para liberar delincuentes. Y lo triste es que han tenido éxito porque se apoyan en las fallas y vacíos del sistema.
El problema real no es que se hayan fugado cinco reos, sino lo que esa fuga pone de manifiesto. Y pareciera que no pasa nada.
Un último punto: siempre he creído que El Azul Esparragoza es el más importante narcotraficante del país desde la muerte de Amado Carrillo. Es más inteligente, menos violento, lo más parecido a un Padrino de película que a un sicario de caricatura, como muchos de los que aparecen como grandes jefes. Se ha dicho que murió: no hay prueba alguna de que así haya sido. Precisamente por eso, y asumiendo que su hijo era uno de los principales operadores financieros del cártel de Sinaloa, no deja de ser significativa la enorme facilidad con la que se fue del penal de Culiacán en cuanto se enteró de su posible extradición. El Azul es el verdadero jefe.