28-04-2017 El miércoles pasado me tocó presentar el nuevo libro de Carlos Salinas de Gortari, Muros, Puentes y Litorales (Debate, 2017), una detallada crónica de la negociación en la que actuó como intermediario y protagonista entre Bill Clinton y Fidel Castro, en 1994, ante la crisis de balseros que se produjo ese año. Esto es parte de lo que dijimos este miércoles.
“Dice John Le Carré que “si hay una verdad eterna de la política es que siempre hay una docena de buenas razones para no hacer nada”, y así ven muchos de nuestros políticos contemporáneos la política exterior.
Este Muros, Puentes y Litorales, no sólo resulta un texto de gran actualidad, es también un relato fascinante y documentado de las relaciones posibles entre países, que muestra el peso que tiene en ella el factor personal, más allá incluso de lo ideológico.
Exhibe ese equilibrio que hace veinte años era necesario, pero que hoy es imprescindible, entre los principios y el pragmatismo, pero sobre todo en la confianza mutua para avanzar y llegar a acuerdos. Carlos Salinas, Fidel Castro, Bill Clinton y Gabriel García Márquez, ofrecen ángulos de una historia de una diplomacia a la sombra, discreta, en la que cada uno aporta su visión de las cosas y exhibe, u oculta, sus objetivos a corto y largo plazo. Pero los cuatro protagonistas ponen de manifiesto algo fundamental: la confianza mutua en la palabra del otro.
No es un tema menor: ¿cuánto vale hoy la palabra en la política? Cuando en el libro se habla de la imprescindible necesidad de construir puentes, habrá que recordar que en política los puentes se comienzan a construir con base al respeto mutuo y la confianza. ¿Cuántas veces se puede ganar una batalla política concediendo al otro lo que quiere? ¿cuántas veces se puede comenzar a negociar a partir de un no? ¿Cuántas veces se puede tener la confianza recíproca de dos rivales históricos?
En 1994 hacía apenas cinco años que había caído el muro de Berlín, y en los acuerdos de Malta, Bush padre y Mijaíl Gorbachov habían firmado el fin de la guerra fría. Luego de cuatro años de negociaciones, el primero de enero de ese año, el TLC de América del Norte, aquel que José López Portillo le había dicho a Ronald Reagan que “no verían ni los nietos de sus nietos”, era una realidad.
Dick Morris, un antiguo asesor de Bill Clinton, es un convencido de la triangulación. La idea, dice Morris, es trabajar con empeño para solucionar los problemas que motivan al otro bando, con el fin de aprovecharlos políticamente. Su esencia radica en utilizar las soluciones propias para resolver los problemas del otro, implica la adopción de lo mejor de cada bando y la formulación de un tercer enfoque que descarte las soluciones fallidas e incorpore las que sí funcionan.
Esa triangulación es la que vemos en acción en este libro. Clinton tenía unas expectativas y necesidades y Castro otras, pero los dos sabían que tenían objetivos de corto y largo plazo, quizás diferentes pero que debían amalgamar de alguna forma. Carlos Salinas aplicó la triangulación de la que habla Morris. Sabía de la importancia clave que tenía aquella intermediación, para nuestros migrantes como dice en el libro, pero también para nuestra gobernabilidad y para el papel que jugaba México en el mundo.
No era un año simple: era 1994, con la entrada en vigor del TLC, el levantamiento zapatista, el asesinato de Colosio y Ruiz Massieu. Vislumbremos por un minuto la importancia capital que tenían en aquel momento, para la estabilidad de un país convulsionado y en transición, la confianza recíproca, el trato personal, la capacidad de acuerdos que se podía dar entre los mandatarios de México, Estados Unidos y Cuba. Era un juego, una triangulación estratégica, un andamiaje de estabilidad que en buena medida se diluyó con la crisis de diciembre del 94.
Se podrá decir que no tenía esa importancia. No lo creo. En una era en que los grandes gobiernos de antaño han muerto, lo mismo ocurre con las grandes soluciones. Para alcanzarlas se debe avanzar mediante una serie de pequeños pasos. La historia se recorre a pasos no a zancadas.
No soy partidario del régimen cubano, por lo menos no en lo que ha devenido en las dos, tres últimas décadas. Comprendo y comparto el derecho a la autodeterminación de los pueblos, a la no intervención, pero ¿hasta dónde se ponen los límites cuando, como dice el autor en la página 37, “la irrupción del reclamo popular para la democracia y la justicia social adquirió carácter de exigencia universal”? Mi opinión: exigir respeto a derechos individuales básicos, libertad de prensa, de asociación, de circulación, no es intervenir en asuntos internos. Como tampoco lo es exigir el fin del bloqueo.
Y me quedo con una frase. Es cuando ante la duda del comandante de si puede confiar en Clinton, de si no le impondría condiciones inaceptables, Carlos Salinas le dice a Fidel Castro que “usted tiene la fórmula, no lo acepte”. En la política, en la diplomacia, en una negociación, en la vida, lo verdaderamente importante es saber decir que no.