10-11-2017 En su gira por Asia, le preguntaron al presidente Peña Nieto sobre la fecha del destape del candidato priista para el 2018. El presidente dijo que un 27 de noviembre se había casado, que esa misma fecha se había registrado como candidato y que otro 27 de noviembre había sido cuando se reunió con el presidente Obama por primera vez. Podríamos agregar otro dato, entre el 27 y el 28 de noviembre, pero de 1993, se operó el que fue el último destape acorde con lo que el propio Peña Nieto llama la liturgia priista: en esas horas Luis Donaldo Colosio fue designado candidato por el PRI para los comicios de 1994.
Cuatro meses después, Luis Donaldo fue asesinado y en la designación de Ernesto Zedillo ya no operó la liturgia sino la urgencia y la necesidad. Desde entonces hasta hoy el PRI no había tenido un destape de candidato presidencial, con un presidente priista en funciones (el de Francisco Labastida estuvo marcado por la sana distancia que mantenía el presidente Zedillo con el PRI y por la oposición de Roberto Madrazo).
El país es diferente y también lo son las circunstancias: en este proceso no se destapará a un candidato para gobernar sino para competir. Ya no hay un partido hegemónico y quien busque la presidencia por el PRI tendrá que competir contra otros tres o cuatro aspirantes con posibilidades, todos, de llegar a Los Pinos. Antes se podía elegir de otra forma, con otros objetivos, buscando diferentes equilibrios, hoy el PRI tiene que elegir primero a alguien que pueda ganar y, de la mano con ello, que una vez que llegue al gobierno, si es que llega, que sea un buen gobernante.
Pero el proceso del destape, la historia del tapado, es parte de la liturgia priista pero también del ADN político de los mexicanos. Quizás a los millenials, que nunca lo vivieron, les resulte indiferente, pero la cultura política nacional no se pude entender sin el sello que un destape, una sucesión se le decía entonces, porque lo era, dejó impresa en todos, priistas y no priistas (¿o acaso proviene de una cultura diferente la autodesignación de López Obrador o la imposición que se hará en el Frente de Ricardo Anaya?).
En la liturgia priista hay dos frases que se usaban entonces y que se han repetido mucho en estos días: en la designación, el presidente “engaña con la verdad”. Y se recuerda que “el poder se hereda a los hijos, no a los hermanos”. Si vamos hacia el pasado, con toda su generalidad, esas normas se aplicaron: Luis Echeverría no designó al favorito, al más cercano, que era Mario Moya Palencia, sino a José López Portillo, un amigo de juventud que de alguna forma era su discípulo; éste no designó a ese político que le podía hablar de igual a igual que era Javier García Paniagua, sino a Miguel de la Madrid, un economista entonces poco conocido pero que podía arreglar el desaguisado económico que había dejado López Portillo. Se decía en aquellos años que Alfredo del Mazo (el padre del actual gobernador del estado de México) no sólo era el más cercano en el ánimo del presidente De la Madrid sino “el hermano que no tuvo”. Pues el poder se heredó no al hermano sino al hijo, a Carlos Salinas de Gortari. Cuando entre el 27 y el 28 de noviembre de 1993, Salinas destapó a Luis Donaldo Colosio premió con ello a su discípulo más destacado, no a Manuel Camacho, el hermano con el que había recorrido casi toda su vida política. Manuel, que fue un político brillante en su momento, nunca pudo superar ese momento y su carrera (e incluso su personalidad) se oscureció desde entonces.
Han pasado años y vivimos en otro México pero todo eso queda en el inconsciente colectivo de nuestra sociedad y eso es parte ineludible de la liturgia priista. No sé cuál será la resolución que tomará al respecto Peña Nieto y por ende el PRI, pero creo en eso de que el poder no se hereda a los hermanos sino a los hijos. Pero también que, además y en esta ocasión, esa consideración sólo puede ir de la mano con un criterio ineludible: quien sea tendrá que ser un aspirante competitivo.
Y para ser competitivo, tanto en el PRI como en los otros partidos o coaliciones, se tiene que contemplar el escenario político y social global, pero también el electoral. Ningún partido, con sus propios votos, sin aliados, podrá ganar en 2018. Pero tampoco nadie ganará si no tiene una estrategia integral: si no se contemplan todos los estados que tendrán comicios (donde la lógica debe ser la misma de buscar candidatos ganadores que lleven más votos que los de sus estructuras partidarias y no llenar candidaturas con cuates o cuotas), si no existe una oferta más amplia, diferente, que genere expectativas, nadie podrá ganar en 2018.
Quizás al hablar del 27 de noviembre el presidente Peña engañe con la verdad, pero lo cierto es que en esos días necesariamente tendrá que haber decisión en el ámbito priista, porque una vez que tengan candidato, serán muchas las piezas a reacomodar en el gabinete, en el gobierno, en el PRI y en el futuro equipo de campaña. La liturgia demanda tiempos y espacios que no se pueden ignorar.