04-09-2018 Ayer en Palacio Nacional, durante el último informe del presidente Peña Nieto, uno no podía menos que recordar los pasajes más famosos de la Historia de Dos Ciudades, de Charles Dickens.
“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo”.
Siguiendo el informe presidencial, México ha dado ciertos pasos hacia la modernidad, incluso en el terreno social: 190 mil millones de dólares de inversión extranjera, el primer aumento del salario real de los trabajadores en 48 años; reformas estructurales que dejarán inversiones, sólo en energía, de 200 mil millones de dólares (si la reforma sigue adelante); una recaudación fiscal duplicada y que permite a la economía no depender de los ingresos petroleros; un nuevo sistema de justicia; un país que se ubica en el sexto lugar de visitantes extranjeros en el turismo mundial. Donde se realizan elecciones y se respetan escrupulosamente los resultados. Y mucho más. Pero entonces tenemos que preguntarnos por qué. ¿Por qué el presidente Peña tiene poco más del 20 por ciento de aceptación? ¿Por qué el triunfo tan abrumador de un candidato en las antípodas del actual modelo de desarrollo como Andrés Manuel López Obrador?
El próximo presidente no recibe, como se dijo el sábado en una bochornosa apertura de la 64 Legislatura, un país en ruinas. Andrés Manuel recibe un país con buenos números en muchos ámbitos que, si actúa con sensatez y sentido común, tiene todo para mejorar notablemente en su desempeño. La derrota del actual régimen es ideológica y alimentada por una cadena de errores uno más costoso que el otro: la arrogancia de esta adminsitración sobre todo en su primer año y medio; una estrategia de seguridad que nunca se pudo establecer porque no hubo la suficiente voluntad y manejo político como para darle salida institucional en el legislativo y en los estados; un desastroso manejo político y de medios en el caso Ayotzinapa, donde se permitió que los victimarios se conviertan en acusadores; la casa blanca, una suma de despropósitos; y una ola de corrupción del que el único responsable no fue el gobierno federal, pero en la cual éste asumió todos los costos, quizás porque quería ignorarlo, quizás porque no quería enfrentarlo. Y la lejanía, incomprensible en quienes conocieron a Peña Nieto como un gobernador cercano, calido, pegado a la gente.
Es el mejor de los tiempos, porque las posibilidades de construcción y crecimiento son enormes para la nueva administración porque, pese a todos los males, tiene cimientos sobre los cuales asentarse. Es el peor de los tiempos porque la intolerancia y grupos que no terminan de comprender que tienen casi la suma del poder público sigue actuando como una oposición que ya no son. Lo del sábado en San Lázaro fue, decíamos, bochornoso, tanto que el propio Andrés Manuel le tuvo que pedir un poco de sensatez y armonía a sus legisladores. Ayer, al entrar a Palacio Nacional para el informe presidencial, la mayor parte de los insultos de un grupo de manifiestantes que llevó el impresentable Gerardo Fernández Noroña, se los llevaron nada menos que Martí Batres y Porfirio Muñoz Ledo, a los que acusó de traidores. El mayor desafío de López Obrador no son sus opositores externos, hoy todos ellos con un poder marginal, sino varios de sus aliados internos que creen que la ruptura es la única apuesta.
En la lógica de polarizar al país no hay destino viable posible. Muchos opinarán, quizás con razón, que la administración Peña ha actuado con ligereza al dejarle al próximo gobierno un espacio de operación tan amplio que convierte a la transición, insoportablemente larga, en un espacio de vacío de poder. Pero también es verdad que se ha tratado de un ejercicio de civilidad política que debería, por lo menos, ser correspondido por las nuevas mayorías que ahora, para demostrar esa condición, se dedican a impedir que se escuche a sus opositores. No entienden que no lo necesitan, que se rebajan a sí mismos, que convierten los mejores tiempos en los peores tiempos.
Los argentinos de Mitre
Hablando de no comprender. ¿De dónde sacó el próximo secretario de comunicaciones y transportes Javier Jiménez Espriú que el corporativo Mitre, como se publicó en varios medios, es una empresa argentina? Mitre es un corporativo estadounidense, surgido del Tecnológico de Massachusset y es el principal consultor en temas aeronáuticos, de seguridad y ciberterrorismo del mundo. Cuando Jiménez Espriú dice que “ellos” no están de acuerdo con la empresa “argentina” Mitre sobre la inviabilidad del aeropuerto de Santa Lucía ¿de qué está hablando? Para empezar ¿quiénes son ellos?