Si queremos comprender realmente qué ocurre en nuestra vida política, debemos partir de un análisis en dos niveles: por una parte, el de la política pública, el de los partidos, las elecciones y las delcaraciones, un espacio que no sin esfuerzos se ha democratizado y abierto. Por la otra, el de la política subterránea, el de la lucha de los grupos de poder que se mantiene soterrada, marcada por la violencia y silencio.
Si queremos comprender realmente qué ocurre en nuestra vida política, debemos partir de un análisis en dos niveles: por una parte, el de la política pública, el de los partidos, las elecciones y las delcaraciones, un espacio que no sin esfuerzos se ha democratizado y abierto. Por la otra, el de la política subterránea, el de la lucha de los grupos de poder que se mantiene soterrada, marcada por la violencia y silencio.
En 1994, en la última transición sexenal, la lucha soterrada, subterránea, de los grupos de poder, logró la desestabilización del sistema político y económico y tuvo su clímax en los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, pero fue jalonada por una larga cadena de conflictos internos de poder, levantamientos, armados, secuestros, una cruenta guerra de cárteles del narcotráfico, fuga de capitales y demonios sueltos que nunca, hasta el día de hoy, volvieron a ser encerrados.
En este 2000 se repite la experiencia del cambio sexenal en un escenario distinto, de competencia mucho más abierta y clara por el poder, con condiciones objetivas y subjetivas diferentes. Por una parte, existe una mayor unidad interna en el oficialismo: no se han dado hoy enfrentamientos como los que suscitaron en su momento entre Luis Donaldo Colosio y Manuel Camacho, mucho menos una búsqueda como la que protagonizó el segundo de literalmente arrebatar la candidtura presidencial al primero, en el marco del levantamiento zapatista en Chiapas. Analizar el asesinato de Colosio, fuera de ese contexto de división y enfrentamiento, es literalmente imposible: fue a partir del mismo que se abrieron los espacios que posibilitaron un atentado de esas consecuencias.
Pero tampoco podría obviarse otro hecho que marcó las características de la desestabilización de 1994: la intención del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari de mantener una presencia protagónica en el poder. Salinas de Gortari era el primero de enero del 94, un presidente popular, que acababa de incorporar a México al TLC y la OCDE, postulado por Estados Unidos para la presidencia de la naciente Organización Mundial del Comercio y que tenía en sus planes ser, para estas fechas, nuevamente candidato presidencial por su partido. Acusar a Salinas del asesinato de Colosio no tiene sustento (sin duda perdió mucho más de lo que ganó con ese hecho) pero desconocer que en ese juego de ambiciones salinistas por condicionar la candidatura de Colosio (y de allí los espacios otorgados a Camacho y sus aliados a partir del 10 de enero del 94), para aumentar su propia influencia y mantenerla de cara a lo que era su proyecto 2000, se generaron muchas de las pugnas que terminaron con la desestabilización del país y la muerte de Colosio, sería por lo menos ingenuo.
El presidente Zedillo no parece tener ambiciones transexenales. Es más, su operación política desde el 7 de noviembre ha implicado, claramente, un traslado de espacios claves de poder hacia el ámbito de influencia del candidato Labastida. Incluso, Zedillo ha resignado el espacio que tradicionalmente mantenían los presidentes salientes en la sucesión: el control del partido, el PRI, mientras el candidato controlaba el equipo de campaña. Hoy, esos espacios son del labastidismo. El mensaje en ese sentido es claro: todo el poder al candidato.
En ese marco se debe comprender, por ejemplo, la flexibilización de la negociación política con las oposiciones en aspectos económicos y financieros que son los que entonces y ahora provocaron y provocan mayores conflictos. El debate del presupuesto fue una clara muestra de cómo se privilegió la búsqueda de consensos políticos básicos antes que la ortodoxia económica: no cambiaron los principios del oficialismo sobre el tema, pero sin duda muchos de los postulados que hace uno o dos años hubieran sido no negociables ahora lo fueron. Una vez más, en las perspectivas del oficialismo se está operando desde una estrategia de transición interna: la política económica de Labastida (un economista educado en la Cepal, en Santiago de Chile) tendrá diferencias con la de ortodoxia que ha marcado los últimos años. Y ello se comenzó a poner de manifiesto en estos últimos días de 1999.
Los peligros desestabilizadores subsisten. En primer lugar, lo agudo de la competencia y el hecho real de que nadie tiene asegurado el poder sirvió para que en el priismo, por ejemplo, se dieran divisiones importantes en los estados con oposiciones débiles como Zacatecas, Baja California Sur, Nayarit o Tlaxcala, donde la ruptura pudo generar nuevos espacios de poder, pero para que se mantuviera la disciplina en torno a la elección de su candidato presidencial, ya que la ruptura priista no le garantizaría a nadie esos espacios ocupados por personajes como Fox o Cárdenas.
Pero esa misma lucha real por el poder, ha polarizado tanto a los partidos que presenciaremos una campaña, sin lugar a dudas, mucho más virulenta que nunca antes, en la cual, la recurrencia a los golpes bajos estará a la orden del día. La presencia entre los asesores de Labastida y Fox de hombres como James Carville y Dick Morris, respectivamente, no puede hacernos pronosticar otra cosa.
Y si bien en el oficialismo no ha habido rupturas en torno a la candidatura de Labastida, no significa que no haya luchas internas. Allí está el apenas disimulado enfrentamiento de Labastida con el hankismo, sobre todo con el eslabón débil de esa cadena que es Jorge Hank Rhon o la pública distancia de Labastida con el salinismo. No se trata sólo de declaraciones: la distancia es real, tanto como lo es el enfrentamiento y todos tienen detrás, además de adherentes públicos, grupos de poder y de interés.
Más preocupante aún es la persistencia de la lucha violenta que se registra, desde hace años, entre los grupos del crimen organizado, en particular el narcotráfico. Cambian, y no siempre los escenarios geográficos de los enfrentamientos, pero no los protagonistas y los grupos que respaldan a cada uno de ellos. las cifras de muertes violentas producto de enfrentamientos entre grupos del narcotráfico, por ejemplo, disminuyeron respecto a 1998 en lugares como Ciudad Juárez o Guadalajara, pero aumentaron espectacularmente en estados como Sinaloa y Tamaulipas, e incluso en el Distrito Federal. A lo largo de los años y mientras el peso y la influencia de esos grupos se mantiene, sabemos que no les es indiferente lo que ocurra en el ámbito político y electoral: la asociación de poder y narcotráfico está documentada y, en las actuales circunstancias sólo puede crecer.
En este sentido, hay dos posibilidades reales para la intervención política del narcotráfico en el proceso electoral. Una, que cualquiera de los cárteles participantes en este negocio y esa guerra, se vea tentado a forzar la situación mediante la violencia: nunca se ha terminado de investigar a fondo la participación real del narcotráfico en los grandes asesinatos del 93-94. En este sentido, la indiferencia que muestran algunos candidatos y hombres de poder (sean del oficialismo o de la oposición) respecto a sus propios esquemas de seguridad es francamente preocupante, tanto como la subestimación de su importancia. Y quizá el personaje que mayor indiferencia y subestimación tiene hacia ello sea Cárdenas. Es un grave error. La segunda forma por la cual el crimen organizado y el narcotráfico pueden intervenir en las campañas y extender a ellas su actual guerra de posiciones, es mediante el financiamiento a candidatos o partidos. El mismo puede darse en dos áreas: la operación electoral en sí y la contrapropaganda. En cualquiera de ellas, polarizará real o artificialmente, la lucha electoral.
Queda finalmente un quinto elemento: los grupos armados como el EPR o el ERPI de orígenes y fines poco claros. Ahora sabemos que ellos aportaron algo más que su granito de arena en 1994 con los secuestros de Alfredo Harp Helú y Ángel Lozada, y con atentados como el de Plaza Universidad o las detonaciones en torres de energía eléctrica. Esos y otros grupos similares han sufrido golpes represivos importantes y su influencia social es mínima, pero ahí están, tienen recursos económicos y materiales y su apuesta es la desestabilización. No se puede ni debe subestimarlos. Porque en los últimos seis años todo ha cambiado pero mucho, demasiado, sigue igual.