Mucho se ha hablado en estos días respecto a la politización (en realidad tendríamos que hablar de la partidización) del conflicto en la UNAM. Pero no deberíamos olvidar que esa politización, esa utilización, en uno u otro sentido, de la universidad por la política, lleva ya muchos años, en realidad más de tres décadas. La diferencia es que ahora, a la politización se sumó una ausencia real de interlocutores, una falta de oficio en la mayoría de los principales actores que llevó a la UNAM a la peor crisis de sus historia contemporánea.
Mucho se ha hablado en estos días respecto a la politización (en realidad tendríamos que hablar de la partidización) del conflicto en la UNAM. Pero no deberíamos olvidar que esa politización, esa utilización, en uno u otro sentido, de la universidad por la política, lleva ya muchos años, en realidad más de tres décadas. La diferencia es que ahora, a la politización se sumó una ausencia real de interlocutores, una falta de oficio en la mayoría de los principales actores que llevó a la UNAM a la peor crisis de sus historia contemporánea.
Esta historia que ahora lamentamos en diferentes tonos, se inició con el que es, paradójicamente, considerado como uno de los más importantes rectores que ha tenido la UNAM: don Javier Barros Sierra. Sin duda, su valor civil en aquellas jornadas del 68 será imborrable, pero ello ha opacado algunas decisiones que se tomaron en su periodo que mucho contribuyeron a la crisis actual. Para quitar presiones y porque era el clima de la época, durante su gestión se instrumentaron el pase automático y no se pusieron límites en el tiempo para realizar, como alumno regular, una carrera. Allí comienza el camino de muchos de los problemas actuales de la UNAM, como la confusión de la autonomía universitaria con una suerte de extraterritorialidad que jamás estuvo en el espíritu de los reformistas continentales de 1918 que acuñaron aquel término.
La crisis se profundizó y se le dio un golpe brutal a la universidad cuando años después el que ha sido muy probablemente el mejor rector que ha tenido la universidad en décadas, el doctor Ignacio Chávez, fue obligado a renunciar (mediante un golpe que se toleró y fomentó desde el poder político) cuando intentaba elevar el nivel académico de la universidad y romper los cotos internos de poder. Y es que el proyecto del doctor Chávez se contraponía con el que poco después se sacó adelante: la abierta masificación.
Le tocó dar ese paso al doctor Guillermo Soberón. Durante sus dos periodos se decidió abrir de par en par las puertas de la universidad y colocar los menores escalones posibles entre la enseñanza superior y la media. Era parte, por supuesto, del proyecto de universidad que se había lanzado con Luis Echeverría y que quería transformar, como ocurrió con muchas otras instituciones públicas del país, a éstas en plataformas políticas. En aras de fortalecer los espacios de poder de la UNAM, se dejaron de lado los planes de descentralización, los proyectos de crear un cinturón de universidades públicas en el Valle de México que quitara presión social y política sobre la Universidad Nacional y que hubiera permitido algo de lo que ahora mucho se habla pero que, entonces, estaba incluso más presente que ahora: la división de la UNAM en varias universidades, siguiendo el ejemplo de la Sorbona, después del 68 francés.
Adicionalmente, mediado el gobierno de José López Portillo, la UNAM sirvió para otro experimento político. Había iniciado la reforma política de Jesús Reyes Heroles en 1979, una reforma que tenía como objetivo central incorporar a la izquierda partidaria, particularmente al PCM, a la legalidad. Y era en la universidad donde la izquierda tenía su verdadera base de operaciones, de presión y de reclutamiento de cuadros. Entonces, para fortalecer la apertura, se generaron -con el beneplácito del poder- los espacios clientelares para la izquierda en la propia universidad. Por supuesto que de allí surgieron hombres y mujeres que son claves para comprender la realidad del México de hoy: la diferencia fue que muchos de ellos terminaron saliendo de la Universidad hacia otros ámbitos de la política nacional, mientras que los sectores que hoy conocemos como la ultra universitaria, desde entonces hasta hoy, sin cambiar siquiera muchos de los nombres, se quedaron en la universidad, viven de ella y han acrecentado esos espacios clientelares durante dos décadas.
Ya con el gobierno de Miguel de la Madrid, llegó a la UNAM, Jorge Carpizo. Lo hizo en una coyuntura peculiar: toda la etapa anterior se había realizado con base en muchos recursos. Pero antes de Carpizo llegó la crisis y la astringencia financiera. De ahí surgió aquel documento, Fortaleza y debilidad de la UNAM, un magnífico diagnóstico que (como veríamos años después muchas veces con Carpizo) tuvo una pésima instrumentación política y devino en el movimiento del 86-87. Fue entonces cuando se decidió cancelar las reformas que planteaba la estrategia de Carpizo y darle una salida política al movimiento. Así iniciaron más de dos años de negociaciones que llevaron al Congreso de 1989. Ese Congreso sirvió para muchas cosas, y sobre todo para cancelar las fuertes presiones políticas a las que había estado sometida la Universidad tanto por el movimiento del CEU como por los resultados electorales de 1988, pero no resolvió los problemas estructurales y académicos de la Universidad. Fue un notable ejercicio político pero simplemente no había condiciones para que fuera un notable evento académico.
Pasado el Congreso y ya durante el segundo periodo de José Sarukhán y siguiendo mucho la línea que en esos temas tenía la administración Salinas, se fomentaron varias universidades dentro de la propia UNAM: quizás como nunca antes hubo espacios de alta calidad sobre todo en la investigación, pero también se deterioró, y mucho, la enseñanza y los requisitos en los sectores o en las carreras más "populares" de la UNAM. Tarde o temprano ello tenía que entrar en crisis.
Entonces llegó Francisco Barnés, un buena académico, con poco oficio político que, sin embargo, ganó dos batallas notables: retirar el pase automático y poner límites de tiempo para cursar en forma regular una carrera. Pero lanzó la reforma de las cuotas y ya todos sabemos el resultado: podían ser justas, lo eran, pero la batalla político-partidaria en torno a ellas fue demasiado despiadada y generó un vacío que, ante la ausencia de interlocutores válidos, aprovecharon los ultras para quedarse con un movimiento que, simplemente, no admitía la negociación como una de sus armas de lucha.
No es verdad que pueda haber una universidad sin política. Pero los vaivenes de la política no pueden terminar decidiendo los rumbos académicos de la universidad. Por eso el próximo Congreso se debe convocar ya, por eso debe revisar todo, pero, por encima de todas las cosas, debe partir de la base de colocar, esta vez y para el futuro, los intereses académicos por encima de los políticos. Si no es así, el que se cerró el domingo será un capítulo más de una crisis inacabada.
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Anoche estaba reunido el comité regional del PAN en el DF. En la noche se debe haber anunciado que Diego Fernández de Cevallos encabezará la lista de senadores del PAN en el DF. La decisión cambiará el panorama electoral en la capital, fortalecerá la candidatura de Santiago Creel y apoyará, así sea indirectamente, porque el pleito entre ambos está lejos de haberse allanado, la campaña de Vicente Fox. Dos hombres habrían tenido un papel protagónico en esa decisión: Luis H. Alvarez y José Luis Durán quien, a su vez, encabezaría a los candidatos del senado en el estado de México.