En el país la combinación de los procesos de transición democrática, de alternancia en el poder en los estados y municipios y de la fragmentación del poder en las instancias regionales, comienza a provocar fenómenos que eran, hasta hace muy poco, inéditos. Uno de ellos es el de los gobernadores que mantienen, para decir lo menos, relaciones muy laxas con los partidos y grupos mediante los cuales llegaron al poder: son gobernadores que ganaron, en la mayoría de los casos, en buena lid sus estados, pero que lo hicieron con base en su propio esfuerzo y cuyas relaciones con los partidos y grupos que los llevaron al poder son, por lo menos, endebles. Son en muchos sentidos, gobernadores incómodos para sus propios partidos porque, por lo tanto, su disciplina no es vertical.
En el país la combinación de los procesos de transición democrática, de alternancia en el poder en los estados y municipios y de la fragmentación del poder en las instancias regionales, comienza a provocar fenómenos que eran, hasta hace muy poco, inéditos. Uno de ellos es el de los gobernadores que mantienen, para decir lo menos, relaciones muy laxas con los partidos y grupos mediante los cuales llegaron al poder: son gobernadores que ganaron, en la mayoría de los casos, en buena lid sus estados, pero que lo hicieron con base en su propio esfuerzo y cuyas relaciones con los partidos y grupos que los llevaron al poder son, por lo menos, endebles. Son en muchos sentidos, gobernadores incómodos para sus propios partidos porque, por lo tanto, su disciplina no es vertical.
Los hay en todos los partidos: la política se ha tornada cada vez más local y, en cada vez menos oportunidades una gubernatura es el pago de los servicios por una carrera política nacional. Ello ha sido especialmente notable en el PRD: de los cinco gobernadores que tiene el PRD, sólo una, la jefa de gobierno del DF, Rosario Robles, es una mujer proveniente de ese partido y su perfil es indudablemente perredista. Los demás han sido producto del aprovechamiento de parte del perredismo de divergencias y rupturas en el PRI, que le permitieron impulsar hacia los gobiernos estatales a dirigentes locales, cuya representatividad y compromiso está más con sus propios estados que con el partido que les sirvió para llegar al poder.
Es el caso de Ricardo Monreal, Alfonso Sánchez Anaya, Leonel Cota y Antonio Echevarría, gobernadores de Zacatecas, Tlaxcala, Baja California Sur y Nayarit, respectivamente. Los datos son contundentes: Monreal era hasta enero de 1998 un destacado militante priísta, segundo de a bordo de Arturo Nuñez en la cámara de diputados. Cuando supo que la candidatura de Zacatecas no sería para él, rompió y se acercó a un PRD que tenía una mínima representatividad electoral en el estado y terminó, literalmente, desfondando al PRI. De allí surgieron sus bases, su apoyo y buen parte de su equipo de gobierno. Si Monreal, un hombre con fuertes apoyos locales pero con una extendida red de relaciones en el centro de la república, ha mantenido un contacto intenso con su partido, se debe a tres razones: primero, es un político con ambiciones nacionales; segundo, desde su elección amarró una fuerte relación política con su paisana, Amalia García; tercero, Monreal sabe que se puede convertir en un operador privilegiado para el perredismo, cualquiera sea el resultado del 2 de julio en el periodo poselectoral.
Pero incluso así, no se han podido impedir las divergencias de Monreal con la dirección nacional del perredismo, particularmente en torno a cómo establecer una política de alianzas eficiente y respecto al establecimiento de una coalición opositora para las elecciones federales. Y es que a hombres que han llegado al poder en virtud de su pragmatismo y olfato político no se les puede pedir que actúen, después, con irrestricta disciplina y verticalidad: si fuera así se hubieran quedado en el PRI. Cuando Carlos Navarrete, vocero oficial del PRD, le exigió a Monreal que se callara la boca y que consultara antes de hablar, el gobernador de Zacatecas lo que hizo fue, simplemente, ignorarlo y reiterar su posición. Y si finalmente ha decidido aceptar la posición de su partido sobre el tema, no ha sido sin antes dejar en claro que hubiera preferido una salida diferente.
Los otros casos son similares. Leonel Cota se convirtió en candidato a gobernador por Baja California Sur, incluso después de haber participado en la elección interna del PRI, donde perdió por un par de miles de votos. Rompió con el tricolor y se lanzó como independiente, apoyado por el PRD, cuya presencia en ese estado era francamente pequeña. Cota ganó y sus relaciones con su partido son evidentemente frágiles, no porque estén mal, sino porque lógicamente la distancia es importante. Cota no está haciendo un gobierno distinto al que hubiera hecho de haber sido candidato por el PRI, sus bases y su equipo político son, en cualquiera de los dos partidos, los mismos. Y por lo tanto no se le puede exigir una disciplina férrea con su partido. Más aún cuando, a diferencia de Monreal, no es un hombre que tenga, aparentemente, ambiciones de realizar una carrera en el centro del país.
Algo similar sucede con Alfonso Sánchez Anaya, el gobernador de Tlaxcala. Alfonso era un importante dirigente del sector popular del PRI. Sus divergencias con su antecesor, Antonio Alvarez Lima, que le cerraron la carrera a la candidatura y lo llevaron a romper con el PRI y buscar una candidatura ciudadana. No le fue sencillo, incluso cuando faltaban unas pocas horas para el registro, el CEN perredista tuvo una larga reunión para decidir si lo apoyaba o no. La presencia del entonces secretario general del PRD, Jesús Ortega, fue decisiva para que finalmente el PRD apoyara a Sánchez Anaya en un estado donde, literalmente, el partido no existía. Ahora Sánchez Anaya, un hombre formado en una cultura de partido, ha tratado de establecer lazos más sólidos con éste, pero aún falta mucho para que políticos como Cota o Sánchez Anaya se integren al perredismo, comprendan la lucha de fracciones que en él se libra y puedan insertarse plenamente allí.
Con el nayarita Antonio Echevarría es aún más difícil. Echevarría es el hombre más rico de Nayarit, fue durante dos sexenios secretario de finanzas del estado y durante tres años secretario de gobierno, fue el hombre de confianza y uno de los principales discípulos del dirigente cetemista Emilio M. González. Pero, además, convertido en un político-empresario exitoso, era, entre otras cosas, el distribuidor de Coca-cola en el estado. Ello le permitió hace ya varios años, establecer una estrecha relación de amistad con uno de los directores de esa empresa, Vicente Fox, que a la postre resultó dirigente y candidato presidencial por el PAN. Cuando Echevarría comprobó que no sería candidato por el PRI, fue Fox quien lo convenció de que debía romper y lanzarse como independiente, apoyado por el PAN. Desde allí se logró el apoyo del PRD. Ni uno ni otro, ni PAN ni PRD tenían presencia significativa en ese estado. Quizás en ningún otro caso resulta tan claro como con Echevarría que el candidato compró, prácticamente y sin que tenga sentido peyorativo, un par de franquicias partidarias, para lanzar su candidatura. Salvo el registro, Echevarría no le debe nada a los dos partidos, incluso él mismo sufragó sus gastos de campaña. Por eso nadie debería asombrarse de que ahora, Echevarría opine en el sentido en que lo hace respecto, por ejemplo, a la declinación de Cárdenas o sobre la necesidad de una candidatura única de la oposición.
En otras palabras, estos gobernadores responden a sus propios intereses. En la medida en que coincidan con los de los partidos que los llevaron al poder se disciplinarán. Si tienen contradicciones las pondrán de manifiesto. Sus intereses son más locales que nacionales y, por lo tanto también la óptica con que observan la agenda nacional. Y serán cada vez menos la excepción para convertirse en la norma. Y ello comienza a extenderse, cada vez más, al PRI y al PAN; cada vez más las carreras políticas estatales tendrán bases locales. Y si la propuesta para reformar la constitución y permitir la reelección de diputados y senadores prospera, ella será una tendencia irreversible. Y cambiará mucho en la política nacional.