A cualquier mexicano le podemos preguntar qué hacía la tarde del miércoles 23 de marzo de 1994, cuando se anunció que Luis Donaldo Colosio habías sido herido en un barrio ignoto de Tijuana, y en la enorme mayoría de los casos obtendremos una respuesta. Se podía estar o no de acuerdo con Colosio, podía o no gustarnos su campaña, se podía o no haber especulado en los días o semanas anteriores a ese 23 de marzo sobre su futuro, pero no cabe duda que la muerte del entonces candidato priísta, fue un trauma político para la sociedad porque, sencillamente, se sabía que ya no había vuelta atrás, que se había cerrado toda una etapa de la vida política nacional, que se había perdido la inocencia.
A cualquier mexicano le podemos preguntar qué hacía la tarde del miércoles 23 de marzo de 1994, cuando se anunció que Luis Donaldo Colosio habías sido herido en un barrio ignoto de Tijuana, y en la enorme mayoría de los casos obtendremos una respuesta. Se podía estar o no de acuerdo con Colosio, podía o no gustarnos su campaña, se podía o no haber especulado en los días o semanas anteriores a ese 23 de marzo sobre su futuro, pero no cabe duda que la muerte del entonces candidato priísta, fue un trauma político para la sociedad porque, sencillamente, se sabía que ya no había vuelta atrás, que se había cerrado toda una etapa de la vida política nacional, que se había perdido la inocencia.
Puede o no haber habido un complot para asesinar a Colosio. Evidentemente, la tesis de la acción concertada de la operación conjunta de varios individuos esa tarde de miércoles en Lomas Taurinas, parece ya no tener asidero y Mario Aburto se confirma, cada día más, como el verdadero asesino material. Sin embargo, de allí a suponer que todo se trató de una simple acción marcada por la locura o la megalomanía personal de Aburto, hay demasiada distancia: es muy difícil pensar que alguien un personaje oscuro pero consciente de sus actos, como es Aburto, simplemente se levantó una mañana y decidió atentar contra un candidato presidencial. Es difícil pero no imposible y, desgraciadamente, la tesis del complot, como se manejó particularmente durante la investigación de Pablo Chapa Bezanilla, tuvo la virtud de ensuciar todo, de tergiversarlo, de engañar, muy probablemente, con la verdad.
Chapa vendió un complot que no pudo ( y la pregunta es si alguna vez habrá querido) demostrar, basó su argumentación en objetivos políticos predeterminados, engaño, fabricó pruebas que la investigación de ese asesinato le hizo, en manos de Chapa Bezanilla, ha sido sencillamente enorme.
Pero, sobre todo, alejo la posibilidad de una investigación seria sobre Aburto, sus relaciones y motivaciones sobre el entorno de éste y sobre la que constituía, desde el principio, la principal de las hipótesis que jamás se quiso abordar: la participación de la narcopolítica en el atentado. Hasta hace relativamente poco tiempo nadie había reparado que el vecino y amigo de Aburto en la colonia Buenos Aires era un narcotraficante de drogas sintéticas y **crack** de apellido Fonseca, actualmente prófugo. Nadie había investigado las relaciones de Aburto con la gente del barrio Logans, de donde salió la mayoría de los gatilleros de su perfil del cártel de los Arellano Félix; nadie quiso ve lo obvio, por qué se dio ese crimen en Tijuana, quienes podían estar interesados en su desaparición; incluso qué sucedió poco después con buena parte de los hombres que estuvieron involucrados en la investigación inicial (una verdadera catástrofe pericial) y que por una uy otra razón, comenzaron a ser asesinados o a desaparecer del panorama.
Esa historia está viva aunque, en buena medida gracias a Chapa, la posibilidad real de encontrar hilos completos que nos lleven a desenredar la madeja es cada día menor. Aburto, no ha dado muestras de estabilidad. Ya tampoco de la megalomanía que el propio Chapa le generó. No deja de desconcertar a los investigadores que no haya aparecido nunca dinero a su nombre o de su familia, que ésta viva en condiciones límite en los suburbios de los Ángeles, que ni siquiera se hayan podido cerrar todos los vacíos que perduran en su biografía o incluso algo más sencillo: saber cómo llegó a sus manos la pistola Taurus 38 milímetros que sirvió para perpetrar el asesinato luego de que se le había perdido la pista un año atrás en la frontera entre Tamaulipas y Texas. Aburto sigue siendo un enigma, mucho más que un Lee Oswald su personalidad es similar a la de Shirham B. Shirham, el oscuro asesino de Robert Kennedy que, hasta el día de hoy, no ha dicho una palabra sobre qué o quiénes lo llevaron a cometer el asesinato del candidato demócrata en California, en 1968, en una investigación que adoleció, en buena medida, de los mismos, errores, omisiones y desviaciones voluntarias que la del asesinato de Colosio.
Nadie ganó, por lo menos en el terreno de la política pública, con su muerte, Ernersto Zedillo, su sucesor, llegó a la candidatura y a la Presidencia de una forma traumática, con la sombra que sólo puede proporcionar una víctima. No creo en la tesis que sostiene el presidente Zedillo no era un hombre de poder, que no lo quería. Lo es, e independientemente de la evaluación que se haga de su mandato, no cabe duda que lo ejerció con base en su voluntad, límites y convicciones a lo largo de estos años. Pero Enresto Zedillo el entonces coordinador de campaña, seguramente, esperaba y deseaba llegar al poder en otros momentos y en otras condiciones. Debió asumir una responsabilidad para la cual, por inédita y traumática, en aquellos momentos nadie estaba preparado.
Para los adversarios internos de Colosio terminó siendo un golpe demoledor. A pesar de todos sus intentos y movimientos, Manuel Camacho, quizá en aquellos meses el principal de ellos, nunca ha podido desmarcarse del señalamiento sobre la contracampaña que hizo a la de Colosio. En lo personal, no me caben dudas de que Camacho no tuvo nada que ver con ese asesinato: era y es un político lo suficientemente inteligente como para saber, por encima de todas las cosas, el costo que ese hecho tendría para su carrera política. Y efectivamente ese costo lo sigue pagando al paso de los años; aún no sanan y difícilmente sanarán las heridas que ese balazo que acabó con la vida de Colosio infligió a la carrera del ex-regente capitalino.
La imaginería popular ha señalado como responsable de ese asesinato al expresidente Salinas. En realidad, Salinas sea cual fuere el juicio que se tenga de su labor, es, sobre todo, una víctima del propio atentado. Nadie podría negar que sin esa tarde de Lomas Taurinas hoy su destino personal y político muy probablemente sería radicalmente distinto de lo que ha sido. Pero Salinas tampoco puede negar que todo el proceso de sucesión, después del destape del 28 de noviembre, se le fue de las manos, tanto como la propia gobernabilidad del país, y que en buena medida ello tuvo su origen en un solo punto. su afán de trascender el poder al final de su sexenio, de conservar espacios propios, de mantener una presencia que, según muchos, le permitiera regresar políticamente precisamente en este año 2000. No deja de ser paradójico que en estos meses, y con muchas dificultades, el intento más serio del propio salinas sea regresar, aunque sea simplemente a vivir a México.
El hecho se comió a muchos otros personajes menores: salvo excepciones, como Liébano Saénz, el resto del equipo de Colosio nunca se pudo recuperar de la pérdida de su jefe. El grupo político de Jorge Carpizo jamás pudo recuperarse, en el plano político, de los fracasos que tuvo la investigación inicial e incluso de la sospecha sobre varios de sus miembros, lo que se agudizó con el caso Ruiz Massieu, cuyas repercusiones seguimos viviendo hasta el día de hoy (y allí está el suicidio de Izábal Villicaña para confirmarlo). Incluso la mayoría de sus adversarios de entonces no han podido recuperarse de ese golpe: la elección del 94 es un fantasma difícil de cargar para Cárdenas, y en el PAN fue necesario que llegara una figura en buena medida nueva, como Fox, para sortear esa carga que se hizo intolerable también para muchos de sus hombres que se duplicó con el paso de Antonio Lozano Gracia por la PGR.
Seis años han pasado y los daños son demasiados. Y quizás, lo que más duele, es no sólo que el caso parece irremediablemente sin resolución, sino que aún unos y otros intentes utilizarlo para sus fines, sin comprender que, con ello, una vez más, todos pierden. Ojalá algún día permitan que Luis Donaldo Colosio realmente descanse en paz.