Los resultados de la elección presidencial del 2 de julio fluyeron con rapidez, el IFE y el presidente de la República, Ernesto Zedillo salieron a respaldar los resultados y con ello se ganó en estabilidad y certidumbre. Sectores duros del priísmo han hecho circular cartas en las que acusan de traición al presidente Zedillo y piden su expulsión del partido. El presidente Zedillo intervino mucho menos que otros presidentes en la vida interna del tricolor. Zedillo logró evitar la ruptura del priísmo cuando logró aquel abrazo en Los Pinos entre Francisco Labastida y Roberto Madrazo.
Ninguno de los escenarios catastrofistas relacionados con la elección presidencial del domingo pasado se hicieron realidad. Por el contrario, las cosas se dieron de forma casi óptima, los resultados fluyeron con rapidez, no hubo equívocos, los medios, el IFE y el presidente de la república salieron, en ese orden, a respaldar los resultados y con ello se ganó en estabilidad y certidumbre.En este sentido, dos instituciones salieron fortalecidas: una fue el IFE. Después de muchas versiones encontradas, de desconfianzas mutuas, de debatir si deberían ser actores o árbitros del proceso electoral, lo cierto es que sus consejeros y sobre todo su rama ejecutiva dieron una lección de profesionalismo y demostraron, por si hiciera falta hacerlo, los beneficios de contar con un verdadero servicio civil de carrera en la administración pública. Con esta elección, el IFE y el sistema electoral alcanzaron la mayoría de edad.La otra institución que salió fortalecida es la presidencia de la república. El presidente Zedillo sabía -porque estaba monitoreando los distintos cortes de encuestas de salida que se estaban realizando durante la jornada electoral- que, cerca de las tres de la tarde, los datos ya mostraban que Vicente Fox sería el próximo presidente de México. Y no hubo, desde el poder, ninguna señal que buscara torcer la voluntad popular. Ese momento, quizás, fue más importante y menos conocido en la jornada electoral que la aparición pública del propio presidente Zedillo a las 11 de la noche, en cadena nacional e inmediatamente después de que José Woldenberg había anunciado el triunfo de Fox, y debe ser aquilatado. Con ello, salió fortalecido el presidente y se fortaleció y legitimó la propia institución presidencial.Paradójicamente, sectores duros del priísmo han hecho circular cartas donde acusan de traición a Zedillo y piden, por lo menos lo hacían el lunes y martes pasados, su expulsión del partido. Algunos diputados que pasaron ignotos durante la actual legislatura, descubrieron el hilo negro y acusaron no sólo a Zedillo de la derrota sino también, but of course, a Carlos Salinas de Gortari. Otros, se fueron por un camino más sencillo: “los responsables somos todos”. Y como sabemos, cuando los responsables de algo son todos, en realidad no es ninguno.Cuando algunos reclaman que Zedillo no hubiera hecho nada el dos de julio para evitar la derrota del PRI, ¿en qué piensan? ¿en que se hubiera impulsado, como en 1988, una “caída del sistema”?. Cuando se reclama que Zedillo salió a reconocer el triunfo de Fox ¿qué esperaban? ¿qué no cumpliera con su responsabilidad como presidente de todos los mexicanos?. Estas expresiones son los capítulos extremos del debate sobre la participación de Ernesto Zedillo en este proceso electoral, pero olvidan, en ambos casos, cuál ha sido la realidad en la que se ha movido el PRI en los últimos años y no analizan autocríticamente desde el partido y desde el gobierno, el porqué de la derrota. No vayamos a los sexenios de Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la Madrid y Carlos Salinas para realizar ese análisis y ver cómo, en los hechos, durante todos esos años, el PRI fue deteriorándose por una u otra razón. Quedémonos con lo sucedido en los últimos seis años.Se ha dicho, para defenderlo, que Ernesto Zedillo no ha intervenido en la vida interna del partido durante su mandato y que ha sido extremadamente respetuoso de sus decisiones. No es verdad. Sin duda, el presidente Zedillo intervino mucho menos que otros presidentes en la vida interna del tricolor pero lo hizo, con intensidad y en muchas ocasiones con marchas y contramarchas que desconcertaron al propio partido. El dato más obvio en este sentido es que, en seis años, el PRI ha tenido seis presidentes nacionales y en todos los casos, los designó y los quitó el presidente de la república, no siempre con acierto.Comenzó con un rebasado Ignacio Pichardo Pagaza, rápidamente reemplazado por María de los Ángeles Moreno, una presidenta nacional víctima desde antes de asumir su cargo, de un brutal desgaste por las acusaciones, injustas, que realizara en su contra Mario Ruiz Massieu. La senadora estuvo atrapada por ese escándalo, por la crisis económica de principios de sexenio, marcada por sucesivas derrotas electorales y una gestión gubernamental que, en esos primeros meses fue, en el terreno político al garete. Mientras, la anunciada “sana distancia” del presidente Zedillo hacia el PRI, mostró a éste más huérfano que nunca. El presidente, en el marco de una serie de cambios políticos que incluyeron la salida de Esteban Moctezuma de Gobernación y su reemplazo por Emilio Chuayffet, decidió también remover a María de los Ángeles Moreno y colocar en su lugar al entonces secretario del Trabajo, Santiago Oñate, quien realizó una labor de recomposición notable en ese partido, organizando una asamblea nacional, la XVII, basada en tomarle la palabra al presidente Zedillo y prometiéndole a la militancia que su voz sería escuchada y tendría autonomía para decidir. La asamblea fue, sin duda, el punto más alto del priísmo en este sexenio, pero desde la propia presidencia de la república que el domingo en que se clausuró la asamblea estaba eufórica con sus resultados, se decidió, dos días más tarde, sepultar la asamblea, sus resoluciones y cambiar a sus dirigentes. ¿Por qué? Porque algunos funcionarios del área económica y financiera que aspiraban entonces a la candidatura presidencial, se sintieron “traicionados” por los “candados” que la militancia priísta le colocó al poder para evitar que hombres sin carrera partidaria mínima pudieran llegar a la candidatura. Quizás en ese momento, cuando se sepultaron los documentos de la XVII asamblea, cuando se comenzó a desarticular el CEN de Oñate, se comenzó a fraguar la derrota del pasado domingo: desde entonces, mucho más que en cualquier otra ocasión, se dio una distancia, se estableció una barrera entre los grupos de la militancia real del tricolor y los sectores de poder de la administración pública que no pudo ser cerrada con posterioridad. Y comenzó la resistencia pasiva dentro del PRI contra el propio gobierno.Oñate fue enviado lo más lejos posible, como embajador a Gran Bretaña, pero antes, había soportado la virtual intervención del partido por el secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet. Y en su lugar llegó, sin consulta alguna con el partido, un hombre que se había destacado por dos cosas: por su amistad con el presidente Zedillo y por la famosa roqueseñal, cuando el PRI “logró” aprobar, a comienzos de la crisis de 1995, el incremento del IVA: Humberto Roque Villanueva. El nuevo líder del partido y Chuayffet manejaron el PRI a la antigüita, y lo encaminaron a las elecciones del 97: decidieron imponer a Alfredo del Mazo como candidato para el DF, confeccionaron unas listas de candidatos al Congreso a modo y preparaban al partido para quitar los candados. Estaban seguros de ganar las elecciones intermedias y desoyeron todas las inconformidades. El PRI llegó a su techo: los mismos 38 por ciento de votos que obtuvo ahora en la elección presidencial y que lo llevaron, ya en el 97, a perder el Congreso y el DF. No se hizo nada pero meses después, Mariano Palacios Alcocer reemplazó a Roque. Se trató, evidentemente, de una decisión presidencial.El actual secretario del Trabajo comenzó la labor de reconstrucción con muchos esfuerzos y, al principio, con pocos éxitos, sobre todo por la indefinición que mantenía el poder en la relación con su partido: un día se intervenía y al otro día se dejaba al partido librado a su suerte, un día se anunciaba la elección democrática de candidatos y al otro se los imponía por dedazo (como ocurrió con José Olvera en Zacatecas, Miguel Alemán en Veracruz y José Murat en Oaxaca). Pero Mariano tuvo la virtud de convencer de que la elección abierta era el camino y logró en la etapa final de su mandato imponer esa vía y acrecentar notablemente el caudal electoral del tricolor. Pero cuando ya Palacios Alcocer estaba encaminado a organizar por el mismo método la elección del candidato presidencial, se decidió, sorpresivamente, reemplazarlo por José Antonio González Fernández, en otra decisión adoptada desde la presidencia, se dice que para realizar un último intento de remover los candados.José Antonio tuvo aciertos y errores en su gestión, pero logró sacar adelante la elección del candidato presidencial no sólo con éxito sino también en forma creíble por la ciudadanía. Tanto que el PRI estaba en noviembre pasado con unos 15-20 puntos por encima de Vicente Fox. Pero allí se generó otro cambio: el presidente Zedillo, que había intervenido en todas esas ocasiones en la vida interna del PRI, realizó un último acto, logró aquel abrazo de Los Pinos entre Francisco Labastida y Roberto Madrazo que evitaría una ruptura en el priísmo después de las internas, y decidió (y así lo hizo trascender en forma amplia), que el control del partido quedaba desde entonces en manos del candidato presidencial, de Francisco Labastida, que tendría autonomía para integrar su equipo, el CEN del PRI y designar los candidatos a puestos de elección popular. Le soltó el partido al candidato. Y el equipo del candidato decidió reemplazar a González Fernández (un hombre del presidente y no del candidato) de la presidencia del partido y en su lugar quedó Dulce María Sauri.Así fueron las cosas desde noviembre pasado: el control del PRI lo tuvieron Francisco Labastida y su equipo: decidieron y apostaron y en múltiples ocasiones fue notable el comprobar la distancia con que percibía la campaña desde Los Pinos y desde Insurgentes Norte. No hubo una ruptura pero sí una distancia real. Si el 2 de julio, hubiera ganado la elección el PRI, Labastida hubiera tenido poco que agradecerle, en términos de proselitismo, al presidente Zedillo. Ahora que perdió, su gente y los priístas tampoco deberían buscar en Los Pinos al responsable. Por lo menos no de ese último acto electoral.Por eso mismo, tampoco se puede comprender porqué desde el propio equipo de campaña se pensó en impulsar la posibilidad de que Labastida fuera el nuevo presidente del partido. Es y sería un error para el propio Labastida aceptar una salida de ese tipo. Se podrá argumentar que obtuvo 13 millones de voto, pero también que, por primera vez un candidato opositor obtuvo tres millones de votos más. Sólo como ejemplo: cuando Felipe González que había sido durante 12 años un poderoso jefe de gobierno español, reconocido a nivel mundial, perdió las elecciones con el candidato del PP, José María Aznar, por poco más de un uno por ciento de los votos, Felipe no pidió la presidencia del partido, continuó, por supuesto, en el PSOE donde sigue siendo una figura de mucho peso, en el partido y en el parlamento, pero dejó la dirección del partido a una militancia que no estaba conforme con ese resultado electoral y con su desempeño: ya no fue ni candidato ni presidente del partido. Y vaya que al PSOE le urge, desde entonces, una figura como Felipe González. En el PRI tienen que pensar en cómo refundar el partido, no en restaurarlo, en cualquiera de sus formas.