En las elecciones presidenciales de Estados Unidos, hay una sensación de crisis en el sistema electoral y deterioro de legitimidad del mismo, la sociedad descubrió que su voto para elegir presidente no es directo. Los políticos estadunidenses, comenzando por Al Gore y George Bush han mostrado una férrea institucionalidad, una credibilidad firme en el sistema incluso por encima de sus ambiciones políticas y personales. La figura que terminará ganando más en todo este proceso, es probablemente la flamante senadora por Nueva York, Hillary Clinton.
Es posible que, cuando usted lea estas líneas ya se haya declarado un ganador en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, pero lo más probable es que aún pasarán varios días (incluso semanas, dicen en el cuartel general de Al Gore) antes de que se pueda tomar una decisión final sobre el tema.Pero lo que perdurará, sea cual fuera el resultado final, es la sensación de crisis en el sistema electoral y el deterioro de la legitimidad del mismo entre la propia sociedad de ese país que descubrió, por ejemplo, que su voto para elegir al presidente no es directo y que muchas de las prácticas que se denuncian en países como México, son una realidad también en su entorno, y por ende la necesidad de una reforma real, de fondo que le permita a los propios Estados Unidos tener mucha más transparencia en estos temas y, además, respaldar su papel de superpotencia mundial y guardián de la democracia con una legitimidad moral, ética de su propio sistema, que es lo que hoy está en entredicho.Es verdad que los políticos estadunidenses, comenzando por Al Gore y George Bush han mostrado, hasta ahora, una férrea institucionalidad, una credibilidad firme en el sistema colocándolo incluso por encima de sus ambiciones políticas y personales. Sin duda, dos hombres de poder, como ambos lo son, saben que no tendrán margen para poner en riesgo al sistema mismo. Esa lección se puso de manifiesto en muchas oportunidades, por ejemplo en los días del asesinato de John F. Kennedy y allí, independientemente de lo que supieran o presintieran demócratas o republicanos, liberales o conservadores, desde el poder, se dio el visto bueno al informe Warren como una forma de evitar que conflictos tan violentos que llevaron incluso al asesinato de un presidente, no se salieran del cauce institucional, que se preservara al sistema.Evidentemente esa demostración de disciplina debe valorarse. En estos días, todos nos hemos hecho la pregunta de qué hubiera sucedido si el dos de julio en la noche los medios no hubiéramos podido decir quién había ganado las elecciones o si hubiéramos dado un resultado que luego no respaldaran las autoridades electorales. Peor aún, si por la causa que fuera, se confirmara que quien obtuvo mayor cantidad de votos no será, finalmente, quien acceda a la presidencia. Pero lo sucedido en Estados Unidos en estos días debería ser motivo de muchas otras reflexiones, comenzando por la capacidad y legitimidad de muchas instituciones estadunidenses que han sido observadoras muy críticas de nuestros procesos electorales y que no tuvieron participación ni interés alguno en observar sus propios procesos electorales.Comencemos por las reflexiones políticas, de los propios candidatos y sus campañas. Evidentemente, en este proceso Gore y Bush demostraron lo que ya se sabía: ninguno de ellos convenció a la ciudadanía, ni mucho menos logró generar entusiasmo, tampoco se incrementaron los porcentajes históricos de votación que oscilaron, como siempre en los últimos años, en el 50 por ciento de los empadronados. Fue la campaña más cara de la historia (unos 3 mil millones de dólares), la más competida pero ha levantado mucho más entusiasmo e interés en la ciudadanía después de este no resultado, que durante toda la campaña proselitista.Paradójicamente, la figura que terminará, si lo aprovecha bien, ganando más en todo este proceso, es probablemente la flamante senadora por Nueva York, Hillary Clinton, que se convierte no sólo en la primera esposa de un presidente en ocupar un cargo de elección popular sino también en una figura que ya comienza a llamar la atención para el 2004. Pero el triunfo de Hillary confirmó también el porqué del fracaso de la campaña de Al Gore. El equipo del vicepresidente consideró que el presidente Bill Clinton no debía participar en la campaña, que Gore tenía que mostrar independencia y que en esta ocasión, la gente, pese o por vivir una época de notable prosperidad económica, no votaría con el bolsillo sino por criterios éticos, por una propuesta de diferenciación que lo alejara de los desórdenes personales del todavía presidente. Y se equivocó rotundamente: Gore sin Clinton, no es un candidato atractivo y a los estadunidenses, como a cualquiera, les interesa el bolsillo y lo cierto es que hoy el índice de popularidad y aceptación de Clinton alcanza, según las encuestas dadas a conocer el día anterior a la elección, al 71 por ciento. Hace cuatro años, cuando fue reelegido, el índice de aceptación del presidente Clinton era del 34 por ciento. Hillary dejó atrás el affaire Lewinsky, se apoyó en la presencia de Clinton, en su apellido y en los logros de su gestión durante toda su campaña y ganó arrolladoramente Nueva York, una ciudad en la que nunca había vivido, en la que nunca había votado y que parecía el feudo del muy republicano Rudolph Giulianni. Gore negando las encuestas que sostenían que fuera de la fórmula con Clinton, no era un candidato atractivo para la gente, apostó a ser algo nuevo, en lugar de presumir la continuidad y el éxito y está a punto de perder la presidencia.Por su parte, George Bush, si es presidente lo será por implementar la estrategia exactamente contraria. Al gobernador texano se lo acusa de no tener demasiadas luces, de ser un junior que antes de iniciar su carrera política se dedicó al alcohol, las drogas y las mujeres, que quebró la única empresa que tuvo, y que su carrera se sustentaba en el apoyo paterno. Pues bien, Bush Jr. no hizo el menor intento por alejarse de su padre: estuvo a su lado en la campaña, eligió a uno de sus mejores amigos como vicepresidente, cuando se le preguntaba cómo solucionaría diversos desafíos de seguridad nacional no dudaba en decir que le preguntaría a Cheney e incluso al lado de su padre, se mantuvo toda la jornada electoral. Y está a punto de ganar las elecciones. Se podrá alegar que la derecha votó por una dinastía, como están a punto de serlo los Bush, pero pocos se han dado cuenta que, con el alejamiento entre Gore y Clinton y el voto de Nueva York, quizás y a pesar de toda la moralina desplegada en el caso Lewinsky, en el partido demócrata esté naciendo otra.Otra reflexión se desprende del papel que jugó Ralph Nader, el candidato del partido Verde. Nader, representante de lo que podría ser la izquierda globalifóbica estadunidense, no alcanzó el registro pero tuvo los votos suficientes en algunos estados para impedir que los ganara Gore y así le restó votos en el colegio electoral e incluso en la muy conflictiva elección de Florida. Para algunos su opción fue la correcta: apostar a sus propias cartas y fortalecer su opción. Para otros repitió un paradigma demasiado frecuente: se presume de posiciones tan progresistas que se termina propiciando la llegada al poder de la derecha que se percibe como un enemigo menos peligroso que los liberales.En torno a la elección en sí hay varios puntos interesantes. Primero, la generalizada acusación contra los medios por los errores que cometieron en la jornada electoral. Y es verdad, esos errores se dieron: CNN cambió en cuatro oportunidades el sentido de la elección y terminó declarando como ganador a Bush para dos horas después rectificar y dejar el resultado en suspenso. Pero la verdad es que los medios se equivocaron porque en el proceso electoral no existen controles, ni voceros autorizados, se trata de 51 elecciones autónomas donde el único factor unificador terminan siendo los propios medios. Los políticos estadunidenses que tanto han criticado en estos días la actuación de los medios en la noche del 7 de noviembre, son los mismos que no realizaron acción alguna para tratar de modernizar y tener un mínimo de control sobre el propio sistema, de forma tal que alguien, por encima de los medios, se hiciera responsable del proceso.Fuera de ello, la suma de irregularidades haría palidecer a algún mapache nacional. Como cada estado puede diseñar sus propias boletas, en Florida, el estado que gobierna el muy derechista Jeb Bush, se confeccionó una en la cual muchos queriendo votar por Gore terminaron votando por el candidato de la ultra derecha Pat Buchanam, a un nivel tal que éste reconoció que su votación en la península era demasiado alta y que no quería “votos que no le correspondieran”. Sólo en la Florida se encontraron urnas abandonadas, boletas electorales quemadas, se perdieron 19 mil votos, se llamó a electores para decirles que no podrían votar, se acarreó a otros, se permitió votar aunque no se estuviera empadronado. Analizando lo sucedido en varios estados de la Unión Americana, hay que reconocer que nuestro sistema, sobre todo el construido después de la reforma electoral del 96, es moderno, eficiente y confiable, que los medios actuamos con mayor responsabilidad que nuestros colegas del otro lado de la frontera, que el recurrir con tanta frecuencia a los observadores electorales trasnacionales no tiene razón de ser. Y sé que no es una tesis popular, pero debemos preguntarnos, de paso, si realmente las nuevas autoridades y los partidos políticos, analizando lo que sucede en Estados Unidos, están convencidas de que, como algunos han propuesto, se pueden organizar para el 2003, elecciones abiertas entre la comunidad mexicana al otro lado de la frontera, donde viven millones de compatriotas. No se trata sólo de analizar si tienen derecho o no de votar, sino de la posibilidad de consolidar un sistema antes de ampliarlo, no vaya a ser que ahora que hemos podido comenzar a echar a andar un sistema electoral creíble de este lado nos encontremos con que, del otro lado de la frontera, nos encontraremos con un inesperado factor de ilegitimidad electoral.