Al asumir la jefatura del gobierno del DF, Andrés Manuel López Obrador no sólo iniciará la primera administración de seis años al frente de la capital elegida democráticamente sino que también se colocará como el principal personaje público con poder real. Tratará de mostrar una forma de ser, de interpretar el poder, que se interponga a la del presidente Fox. Llama la atención la forma en que iniciará su administración en su gabinete muchas mujeres, la mayoría en puestos importantes, muchos personajes de la sociedad civil y pocos del PRD.
Cuando hoy asuma la jefatura del gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador no sólo iniciará la primera administración de seis años al frente de la capital elegida democráticamente (con delegados electos y no designados) sino que también se colocará, inevitablemente, como el principal personaje público con poder real que representará algo así como el reflejo en negativo del foxismo: Andrés Manuel ha tratado en estos meses y tratará mucho más en el futuro inmediato de mostrar una forma de ser, de interpretar el poder, que se contraponga en forma absoluta a la que encarna el presidente Fox. La idea es muy clara: plantear desde hoy una alternativa drástica al proyecto de gobierno foxista de cara al presente, pero también con la mira puesta en el 2006.
Es una apuesta interesante pero arriesgada. Primero, por la natural expectativa que ha generado la llegada al poder de Fox, sin duda mayor que la que genera López Obrador que se ha mantenido alejado de los reflectores durante todo este periodo de transición, que estuvo marcado, también, por muchos enfrentamientos internos entre la administración entrante y la saliente del DF. Y segundo, porque el Distrito Federal ha devorado en las últimas décadas a todos sus gobernantes. Para no irnos demasiado lejos, Ramón Aguirre terminó el periodo de gobierno con respiración artificial del gobierno federal, que prácticamente había intervenido el gobierno capitalino desde los sismos del 85. Manuel Camacho utilizó al DF como catapulta para la candidatura presidencial y fracasó; tuvo, hay que reconocerlo, algunos aciertos, sobre todo en términos de seguridad y libertades públicas en el primer tramo de gobierno, pero al poner por delante sus ambiciones políticas, terminó fomentando el clientelismo, a un grado tan exacerbado que se ha terminado convirtiendo en el mayor problema actual para la gobernabilidad capitalina. Manuel Aguilera pasó un año en la regencia sin pena ni gloria. Lo sucedió un Óscar Espinosa Villarreal, desde el viernes asilado en Nicaragua, absolutamente rebasado por los acontecimientos y por la ciudad, en uno de los gobiernos más grises que se recuerden en el DF. Cauhtémoc Cárdenas ganó abrumadoramente las elecciones del 97, pero dilapidó en forma increíble ese capital político y esas expectativas, al realizar un gobierno alejado de la gente, en el que pareciera que el objetivo sólo fue flotar hasta alcanzar la orilla de la candidatura presidencial. Rosario Robles reemplazó al ingeniero para gobernar los últimos 14 meses con un mérito indudable: haber salido, haber dado la cara, colocarse como una protagonista, pero los últimos meses, sobre todo desde que asumieron los delegados electos el dos de julio, se le descompuso la situación, particularmente porque fue evidente el conflicto entre Rosario y Andrés Manuel y porque los dirigentes perredistas ya se están alineando en torno de diferentes posiciones de cara a la elección de la dirigencia nacional de su partido. Pero, además, porque Rosario (y antes Cárdenas) no quisieron resolver con apego a la ley y a la política, el conflicto entre Samuel del Villar y Alejandro Gertz Manero, pagando con ello un costo muy alto en términos de credibilidad pública (el equipo de López Obrador estima que Del Villar le costó, en términos electorales, unos siete puntos al PRD en la elección de julio).
Le toca ahora a López Obrador, que viene enarbolando una propuesta de austeridad y honradez que en él, personalmente, es pública y notoria, pero que habrá que ver cómo se puede aplicar al gobierno capitalino y cómo puede ser digerida por los apetitos, no sólo políticos sino también clientelares, de muchos de los que impulsaron su candidatura. Por lo pronto llama la atención varios aspectos de la forma en la que iniciará su administración López Obrador: en primer lugar, su gabinete. Muchas mujeres, la mayoría en puestos importantes, muchos personajes de la sociedad civil y pocos, muy pocos, del PRD. En varias de las carteras clave el nuevo jefe de gobierno no colocó a personajes relacionados con su partido: en gobierno, dejó a José Agustín Ortiz Pinchetti, en la procuraduría al ex panista Beranrdo Bátiz, la secretaría de seguridad sí quedó en manos de un perredista, Leonel Godoy, pero no partió, para la designación de los cargos, de una distribución entre las “tribus” perredistas, ni siquiera de los grupos y personalidades que apoyaron su candidatura. En esta operación quizás lo más cuestionable es la falta de experiencia no sólo política sino del área que le corresponderá gobernar a varios de los integrantes del nuevo equipo, incluso con designaciones extrañas: porqué, por ejemplo, Julieta Campos escritora y con conocimientos en el área de política social, quedó en Turismo, o porqué Jenny Saltiel quedó en transportes cuando ella misma reconoce que de eso no sabe absolutamente nada.
En todo caso, eso será lo menos importante: lo verdaderamente trascendente será saber cómo gobernará y en qué sentido, López Obrador, en qué medida ha podido conocer la problemática de una ciudad en la que ha vivido muy pocos años, cómo podrá corresponder el compromiso asumido de gobernar para los pobres siendo, al mismo tiempo, un gobernante eficiente para las clases medias que son decisivas para la conformación de la opinión pública y con el capital privado que sigue teniendo al DF como el lugar de mayor participación del PIB a nivel nacional. Cómo se podrá compatibilizar la exigencia ciudadana de una mayor y mejor seguridad pública sin romper con los lazos de corrupción que se prohijaron en el pasado lejano pero también en los últimos tres años. Cómo se logrará tener honestidad en el manejo de los recursos pero también cómo se hará para tener finanzas públicas sanas.
Los desafíos en los dos últimos puntos: seguridad y recursos, son enormes e implicarán buscar acuerdos entre el gobierno capitalino y la Federación y el clima que se ha creado entre López Obrador y Fox no parece el más propicio para ello. En el ámbito de la seguridad, durante la administración que termina, Samuel del Villar se negó, siempre, a participar realmente en el esquema del sistema nacional de seguridad pública: no entregó información, no documentó los nombres, datos y fichas dactiloscópicas de los agentes de la policía judicial capitalina, incluso llegó al extremo de no utilizar más que el 6 por ciento del presupuesto que tenía asignado con tal de no involucrarse en programas conjuntos. Todas las dependencias federales y la propia secretaría de seguridad del DF coincidieron en reprochar ese aislamiento de la procuraduría capitalina. Y López Obrador debe comprender mejor que nadie que sin una intensa cooperación entre todos los niveles de gobierno, no habrá una mejoría real en las condiciones de inseguridad que sufrimos los capitalinos. A ello debe sumarse algo que la administración saliente del DF siempre prefirió dejar de lado: la profunda penetración que ha logrado el crimen organizado en la capital y en muchas de sus estructuras de gobierno. Lo de Tepito es sólo una referencia, un pie de página en ese sentido.
Respecto a los recursos, allí ya está perfilado un enfrentamiento añejo y muy duro. El gobierno capitalino se queja de que no recibe los recursos suficientes, entre ellos los del llamado ramo 33, destinado a estados y municipios, porque si bien funciona como tal en términos estrictos no es un estado. Pero, por otra parte, el gobierno federal absorbe en forma íntegra la nómina de la educación, porque el gobierno capitalino alega que esa es una responsabilidad federal: todas las demás entidades del país pagan de sus propios recursos la enorme nómina magisterial. Un problema adicional: López Obrador reclama mayores recursos a la federación pero se niega a incrementar el costo de los servicios y de los impuestos. Lo cierto es que, por ejemplo, el transporte en la ciudad de México, subsidiado en un porcentaje altísimo, es hoy el más barato, con mucho, de todo el país. Para lograr acuerdos, López Obrador y Fox tendrán que negociar, sino los dos podrán perder y, mientras tanto, la ciudad de México puede seguir siendo una suerte de ínsula ajena a los logros, sacrificios y derrotas del resto del país, sumida en sus propios males y esplendores.