La Cámara Nacional de la Industria de la Radio y la Televisión presentó su Consejo de autorregulación sobre los contenidos de los medios electrónicos, no busca la autocensura sino lograr que los contenidos de los medios de comunicación se basen en un contenido ético basico. Cuando la apertura de los medios de comunicación ha sido más que considerable, y cuando los mecanismos de censura prácticamente han desaparecido. Debe haber mecanismos de defensas de la propia sociedad ante una programación que rompa con valores éticos básicos en la industria de la información y el entretenimiento. El sonado caso de los talk show es uno de ellos.
El martes la Cámara Nacional de la Industria de la Radio y la Televisión presentó su Consejo de Autorregulación sobre los contenidos de los medios electrónicos, un consejo que, según se dijo ese día en el Museo de Antropología ante el presidente Vicente Fox, no busca la autocensura sino lograr que los contenidos de los medios de comunicación se basen en un contenido ético básico.
Es lógico, cuando la apertura de los medios ha sido más que considerable, cuando los mecanismos de censura prácticamente han desaparecido, sería por lo menos absurdo avanzar en la autocensura como una forma de reemplazo de la primera y de control de contenidos. Sí puede y debe haber mecanismos de defensas de las propia sociedad ante una programación que rompa con valores éticos básicos en la industria de la información y el entretenimiento. El sonado caso de los talk show es uno de ellos. Sin embargo, ¿se debe prohibir ese tipo de programas?. Sin duda contestaría que no. Pero sí se debería disponer su emisión en horarios de audiencia controlada y, sobre todo, se debería especificar qué es lo que se está ofreciendo. Lo más grave de programas como los talk show -por los menos en nuestras versiones nacionales-, es que en la mayoría de los casos se está manipulando la información, a los televidentes y a los propios participantes, ya que se está contratando actores o personas para actúen determinados personajes y se los presenta como casos de la vida real. En otras palabras: se le está mintiendo al auditorio sobre el contenido y el carácter de esa programación que es ficticia y la gente cree que es real.
Sin duda, entre los distintos medios que circulan o que trasmiten sus señales en nuestro país hay distancias enormes: de objetivos, de contenidos y de audiencias. Un mecanismo de regulación común, colocado desde afuera y desde arriba simplemente no sería posible, salvo que se quisiera unificar una moral y una estética que siempre terminarán siendo las de un grupo, incluso quizás de una mayoría pero que dejaría sin capacidad de expresión a las minorías: y esa, la posibilidad de la libre expresión de las minorías, es uno de los rasgos distintos de cualquier democracia.
La pregunta entonces sería si se pueden regular o no los medios. Y la discusión, hoy, está estancada entre quienes dicen que sí es posible y deseable y quienes sostienen que cualquier forma de regulación externa sería una forma de control y censura. Y tomadas las dos posiciones como un absoluto posiblemente, ambas, tengan la razón.
Evidentemente, el punto central en todo esto está en la necesidad de avanzar en la autorregulación para evitar que las formas de regulación externas sobre los medios se conviertan en formas explícitas o implícitas de censura. Muchas de las voces que son partidarias de imponer férreas regulaciones a los medios están bien intencionadas pero lo que se debe determinar es quién está en condiciones de explicitar qué temas y qué personalidades son aceptables o no para la opinión pública: entre el Venus Channel y la CNN hay una enorme distancia pero ambos tienen derecho a emitir su programación y todo evidencia que hay público para ambos. Por eso, en este sentido, la mejor regulación que podría aplicarse a los medios de comunicación es el impulso a la propia autorregulación.
En otras palabras, la regulación de los medios de comunicación tendría que basarse en una legislación que lo que tendría que establecer es que cada medio debe tener un código ético, un compromiso explícito de contenidos con sus lectores, radioescuchas o televidentes, con mecanismos para hacer valer ese código y para darle voz a sus consumidores cuando ese código sea violado. Cada medio debería hacer público ese compromiso y las formas que adoptará para hacer garantizar ese compromiso. Las formas posteriores de autorregulación serán tan sofisticadas como cada medio lo decida, lo mismo que los mecanismos que adopte para hacer cumplir con sus propias normas.
Por eso para avanzar en la autorregulación se requiere, en primer lugar, el establecimiento de códigos de ética. Pero no es posible establecer un código de ética común a todos los medios como algunos pretenden, sin haber trabajado jamás en un medio de comunicación. ¿Por qué? porque los medios, por definición, son diferentes, atacan distintos públicos, tienen intereses encontrados y formas de expresión en la mayoría de los casos divergentes: simplemente compiten entre sí por quedarse con un público de lectores, radioescuchas o televidentes con una oferta informativa, cultural o de entretenimiento distinta. Un código ético común para todos los medios, simplemente no es posible, ni viable ni deseable: hoy en día todos los medios están pasando por su propia transición y los códigos éticos de los diferentes medios, deben establecer un compromiso particular con sus lectores o audiencias que debe ser parte de su propia oferta informativa y cultural. Lo que la gente debe saber es a qué se compromete un medio de comunicación con su público. No puede ni debe ir más allá.
¿Cómo deberían ser nuestros códigos éticos?. Estos no sólo deberían ser presentados por cada uno de los diferentes medios, sino que también deberían ser precisos, concisos, lo menos teórico y lo más prácticos posible, sin prestarse a confusiones o dobles interpretaciones. Si lo que se busca en realidad es un compromiso explícito con nuestro público, deberían ser una suerte de decálogo de puntos precisos que pudieran ser compresibles por todos y de fácil aplicación, con reglas claras y transparentes que realmente se puedan cumplir, tanto para quienes hacemos periodismo, generamos información o participamos del mundo de los medios como para quienes utilizan esos insumos.
Evidentemente, si no es posible establecer un código ético para todos los medios tampoco se puede tener un ombudsman común, cada uno debería decidir cómo hace cumplir su código ético y si bien lo aconsejable sería que cada medio contara con un defensor de sus lectores o su audiencia, con un ombudsman, ello no debería tampoco establecerse por ley: es, insistimos, parte de la propia oferta que hace el medio. El público sabrá diferenciar entre un medio que le ofrece un código ético explícito, que le ofrece un ombudsman y mecanismos de participación y control a su propio auditorio del que no lo hace o de aquel que contando con esas herramientas, no las respeta. A mediano plazo, si se confía en que la gente no es tonta y sabe elegir y determinar qué ve, qué escucha y qué lee, y en qué contexto lo hace, las alternativas más serias y responsables terminarán imponiéndose. Por eso, la propuesta que se manejó hace algunas semanas de resucitar aquel consejo de regulación de medios dirigido por el Estado, que fue un invento fracasado de Margarita López Portillo, no tenía posibilidad alguna y hubiera significado, de haberse echado a andar, un grave retroceso: ese es exactamente el camino que no debería seguir cualquier intento de buscar normar la actividad de los medios.
Queda pendiente, sin embargo, algo de lo que siempre se habla y pocas veces se comprende: se suele demandar la reglamentación del derecho a la información, entendida muchas de las veces como una suerte de reglamentar la propia información. En realidad es al contrario: reglamentar el derecho a la información debe ser entendido como la forma en que se garantiza que la información pública sea eso, establecer cómo y cuándo debe estar disponible para la sociedad y para los propios medios, a qué tiene derecho el Estado en materia de información y a que no pero, sobre todo, debe servir para establecer con toda claridad cuáles son sus obligaciones.
En ese marco, el consejo de autorregulación de los medios electrónicos de la CIRT es, sin duda, bienvenido. Al mismo tiempo ha comenzado un debate para la reforma de la ley de radio y televisión que data de hace casi 40 años. También es una reforma que debe realizarse partiendo de las mismas bases: la garantía a la libre expresión, el mantenimiento de la libertad y de la seguridad jurídica, el respeto a las minorías y a los lenguajes y expresiones alternativas y, sobre todo, en el compromiso explícito de los medios con quienes consumen los productos informativos, culturales y de entretenimiento que ellos generan.