En unas horas la gente volvió a sentir que el conflito en Chiapas entraba en una vía de solución, que el gobierno federal comenzaba actuar con mano dura y ya no haría concesiones a los zapatistas. Se llegó al acuerdo que se debía haber adoptado hace meses en el caso Yucatán. Volvemos pues, a la realidad y a la agenda política que Chiapas había distorsionado desde inicio del año. Un primer capítulo es la reforma hacendaria; otro gran pendiente es el de la seguridad pública convertida cada vez más en una vertiente de la seguridad nacional.
Uno de los efectos más notables de lo ocurrido el miércoles pasado en el Congreso de la Unión, fue la descompresión súbita que sufrió el escenario político nacional. En unas horas la gente volvió a sentir que el conflicto en Chiapas entraba en una vía de solución, cuando poco antes comenzaban a imponerse las demandas de que el gobierno federal actuara con mano dura y ya no hiciera concesiones a los zapatistas; el mismo miércoles hubo encuentros entre Fernando Yánez y los negociadores del gobierno federal, Luis H. Alvarez y Rodolfo Elizondo; el jueves se llegó al acuerdo que se debía haber adoptado hace meses en el caso Yucatán (dejar la decisión en las manos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación) y la sensación de ingobernabilidad que comenzaba a estar presente en la opinión pública se diluyó.
Volvemos pues, por lo menos por un tiempo, a la realidad y a la agenda política que Chiapas había distorsionado prácticamente desde inicio del año. Un primer capítulo siguiente es la reforma hacendaria, pero el otro gran pendiente sigue siendo la seguridad pública convertida cada vez más en una vertiente de la seguridad nacional. En este sentido, en los próximos días se tendrá que dar a conocer el diagnóstico sobre la situación que guarda el Cisen, el principal organismo de información e inteligencia del gobierno federal, y se definirá cuál será su futuro. Seguramente se decidirá un cambio de nombre del mismo, porque el actual ha sido demasiado satanizado, y se confirmará una reorientación de varias de sus funciones, pero muchos se sorprenderán porque, en buena medida, esa institución seguirá funcionando como en el pasado, sobre todo porque los insumos que proporcionaba eran bastante acertados, sobre todo despojados, como ahora, de cualquier carga y posibilidad operativa propia.
Una de las muestras de que fuera de las labores “sucias” que se desarrollaban en un sector específico de esa institución, que por cierto funcionaba aislada de las otras áreas de análisis, buena parte de la labor del Cisen transcurría (y transcurre) por otras vías es una publicación que se dio a conocer hace algunas semanas sobre el análisis de las encuestas que realizó el Cisen a lo largo de todo el sexenio pasado, un documento titulado Seguridad Pública y Opinión Pública, donde se analiza la opinión de la gente sobre los temas de la agenda estratégica y de riesgos para la seguridad nacional. Es un trabajo notable que se cerró en noviembre del año pasado y que permite detectar con toda claridad la evolución de la opinión pública en una serie de aspectos estratégicos a lo largo de todo un sexenio y, también, analizar porqué se tomaron y se toman o dejan de tomar, ciertas decisiones y cómo operan, con base a esa información, los gobiernos, en este caso el de Zedillo y el de Fox.
El estudio, es muy amplio pero algunos capítulos resultan claramente aleccionadores. El primer punto es la percepción de la inseguridad pública, a la que la mayoría de los encuestados identifican como parte de la seguridad nacional. El trabajo demuestra que hasta 1998, la mayor preocupación social era la economía, sin embargo desde mediados de ese año, la inseguridad se convirtió en el mayor factor de inquietud e irritación social. Las diferencias son notables. En 1994, a pesar del surgimiento del EZLN, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, y el proceso de desestabilización que vivió el país, la inseguridad pública sólo era el tercer motivo de preocupación de la sociedad, con un 10.4 por ciento, muy por debajo de la economía, con el 21.1 por ciento y el desempleo, con 16.5 por ciento y en una tasa similar a la pobreza, la seguridad social y la corrupción. El conflicto en Chiapas que tantas planas ocupó ese año en los medios, apenas era motivo de preocupación para el 4.9 por ciento de los encuestados. Pero desde 1995, la preocupación por la seguridad comenzó a crecer a un promedio de cuatro puntos porcentuales por año y en julio de 1998 ya se encontraba en el primer lugar de la preocupación pública con un altísimo 29.3 por ciento. Un mes después la tendencia da otro salto y llega al 37.5 por ciento y tras el asesinado de Francisco Stanley en junio de 1999 alcanza su cota máxima: el 62.1 por ciento. Durante todo el año 2000 el tema sigue estando en primer lugar y oscila entre el 37 y los 48 puntos porcentuales.
La relación de la inseguridad pública con el riesgo a la seguridad nacional es notable: a partir de 1998 hasta fin del sexenio pasado en promedio el 85.2 por ciento de los encuestados por el Cisen consideraron (y seguramente siguen considerando) que la inseguridad pone en riesgo la seguridad nacional de México. Esta preocupación va de la mano con la percepción de la corrupción en las fuerzas policiales: en promedio el 75.6 por ciento a lo largo de esos tres años consideraron que la corrupción policial era mucha , el 20.7 por ciento poco y sólo el 2.1 por ciento dijo que muy poca. La principal percepción de corrupción se centra en los policías judiciales, un poco menos en los ministerios públicos y en tercer lugar entre los jueces.
Pero la percepción es mucho más preocupante cuando se desagrega el tema del narcotráfico en estos estudios. A fines del 2000, para el 29.2 por ciento de los encuestados, el narcotráfico es el principal problema del país, contra un 24.6 por ciento que considera que el principal problema es la salud y la educación, un 13.1 por ciento el campo y un 12.9 por ciento la seguridad pública. Cuando se le pregunta a la gente si el narcotráfico es un problema grave que se agudizará en el futuro, la tasa llega al 71.3 por ciento contra sólo un 23.6 por ciento que lo considera grave pero resoluble en el futuro. El consumo de drogas en México se encuentra prácticamente en el mismo nivel de percepción. Cuando se le pregunta a la gente si está bien o no la participación de las fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfico, las cifras son abrumadoras: el promedio entre 1996 y el 2000 es de un 92.5 de aprobación y se elevaba constantemente hacia fines del año pasado, y sólo un 6 por ciento en promedio consideraba que esa participación era negativa.
Con este cuadro, que estuvo en manos de la administración Fox desde el periodo de transición, se pueden comprender muchas decisiones. Primero, porqué se desechó por completo la percepción, que manejó Fox en la campaña y luego Francisco Molina en el periodo de transición, de que el narcotráfico era un problema policial y no de seguridad nacional y, sobre todo, de que las fuerzas armadas tenían que retirarse de la lucha contra el narcotráfico. Tan radical fue el cambio que dio Fox en este sentido que hoy, buena parte de las áreas de seguridad pública están bajo mandos militares o provenientes de las fuerzas armadas. Y el propio presidente reconoce, hasta el día de hoy, que la seguridad pública sigue siendo la mayor preocupación de la ciudadanía y donde mayores presiones tiene para obtener resultados rápidos.
Pero esta compilación de encuestas de los últimos seis años tiene, sobre el tema Chiapas, resultados notables. Como decíamos, en promedio, en 1994, sólo poco más del 4 por ciento de los encuestados estaba preocupado por la situación en Chiapas, pero a medida que terminaba el sexenio de Salinas y comenzaba el de Zedillo, la cifra fue creciendo. Y entre diciembre de 1994 y marzo de 1995, las oscilaciones y el desconcierto de la opinión pública son notables. El 6 de diciembre de aquel año, el 46 por ciento estaba en contra de la política de Zedillo sobre Chiapas y el 40 por ciento a favor. Once días después, cuando estaba a punto de iniciar la crisis y el EZLN estaba en un papel cada vez más duro, el 48 por ciento aprobaba la acción del gobierno y el 34 por ciento la rechazaba. Para el cinco de enero, el plena crisis económica, las cifras volvían a invertirse y poco más del 50 por ciento rechazaba la posición gubernamental sobre el tema. A pesar de la percepción de ciertos sectores, cuando el gobierno Zedillo se endurece con el EZ, devela, el 9 de febrero, la identidad de Marcos y lanza una ofensiva policial contra el zapatismo es cuando la política de esa administración alcanza su cota más alta de aprobación de todo el sexenio: el 57 por ciento a favor contra un 32 por ciento en contra. Zedillo nunca volvería a tener índices tan altos de aceptación en su política sobre Chiapas a lo largo de todo el sexenio, incluso desde mayo de 1995, cuando inician las negociaciones de San Andrés, los índices comienzan a ser negativos y se profundizan con el paso de los meses, tal es así que concluyó con un 20 por ciento de aceptación, contra un desacuerdo de su política para Chiapas del 62 por ciento.
Esta tendencia se repite en diversos aspectos. Por ejemplo, cuando se pregunta quién ha tenido mayor disposición para dialogar y acordar la paz, entre 1994 y el 2000, nos encontramos con que en promedio poco más del 40 por ciento considera que el gobierno ha tenido mayor predisposición, mientras que el EZLN es considerado mejor en este aspecto por un promedio que va del 20 al 25 por ciento. El EZLN sólo supera al gobierno federa a lo largo de todo ese periodo en marzo del 99, cuando realiza la consulta nacional por el reconocimiento de los derechos de los pueblos indios (una acción política no militar) y alcanza un 39 por ciento de aceptación, contra 34.5 del gobierno federal. Inmediatamente después las cifras regresan a su promedio histórico pero con una diferencia, desde entonces, los que consideran que ninguno de los dos hacía nada para alcanzar la paz comienzan a crecer constantemente, alcanzando un 18 por ciento en promedio en los tres últimos años.
La permanencia del ejército en la zona del conflicto muestra oscilaciones con el paso de los años. En septiembre de 1998, por ejemplo, alcanza su respaldo máximo: un 62.5 por ciento de los encuestados son favorables a la permanencia del ejército en esas zonas, pero hacia fin del sexenio las opiniones se equilibraron y 48.6 por ciento consideraban que las tropas debían mantenerse contra un 45 que decían que debían ser retiradas. Lo más paradójico es que en Chiapas, las cifras de apoyo a la permanencia del ejército ascendían, el primero de noviembre pasado, al 58 por ciento, y sólo 38 por ciento estaba de acuerdo con su retiro. Otras cifras también son significativas: a lo largo de los años, cerca del 70 por ciento rechazan la observación de extranjeros en Chiapas, y al finalizar el sexenio esa cifra fue de 59 por ciento, mientras que el 85 por ciento apoyó, hasta finalizar el sexenio, la expulsión de extranjeros que participaran en actividades políticas en el conflicto chiapaneco.
Eso permite comprender muchas decisiones de Fox: primero, porqué rompe con una política que no tenía apoyo popular alguno respecto a Chiapas, dando un giro completo a la estrategia gubernamental. Segundo, porqué busca colocarse claramente al frente de la percepción de que él hace los esfuerzos de paz cuando el EZLN no tenía respaldo en ese sentido. Pero ambas cosas las realiza en sentido contrario de lo que estaba opinando la mayoría de la población: la mayoría era partidaria de una acción de dureza, de limitar la observación extranjera y respaldar las expulsiones, pero al mismo tiempo se percibía que el respaldo a los derechos indígenas era una carta que tendría apoyo social. En todo caso, Fox apostó, basándose en estos estudios, por abrir su posición y flexibilizarla contando con que si posteriormente tenía que endurecerse tendría apoyo social (una encuesta que levantó María de las Heras apenas el sábado pasado confirma esto: ya más del 50 por ciento de los encuestados pedían, cuatro días antes de la sesión en el Congreso, posiciones más duras de Fox y que no hiciera más concesiones al EZLN).
Estos estudios de opinión, juntos con otros muchos que incluye el citado estudio, demuestran que la administración Zedillo tuvo en sus manos muchos de los instrumentos para tomar decisiones, mismas que se adoptaron muchas veces en un sentido contrario a las que finalmente decidió. Demuestran también que el aparato de información e inteligencia, tenía y tiene un nivel de eficiencia mayor al que muchos consideran. Implica finalmente, que el talento o no de un gobierno se basa en usar o dejar de hacerlo esos instrumentos, pero que no puede, como ocurre con las bayonetas, sentarse sobre los mismos.