Hoy buena parte de la humanidad vive sobre los costos de la transformación de la fe en poder y de los intentos de normas las acciones de la sociedad desde los púlpitos religiosos, convertidos en espacios del poder político. Los políticos, legisladores y funcionarios, que fueron ayer a la Basílica de Guadalupe a celebrar a su flamante patrono, Santo Tomás Moro, son una suerte de ayatolas o talibanes en potencia. El acto de ayer resulta un desagradable regreso al pasado por muchas razones.