Cuando hoy se encuentren en Nashville, Tennesse, las delegaciones parlamentarias de México y Estados Unidos, podría presentarse la oportunidad de reconstruir, muchos de los puentes rotos de la relación bilateral; pero se pondrán de manifiesto, también, las profundas divergencias existentes.
Cuando hoy se encuentren en Nashville, Tennesse, la tierra del mítico Elvis Presley, las delegaciones parlamentarias de México y Estados Unidos, podría presentarse la oportunidad para tratar de reconstruir, desde los congresos, muchos de los puntes rotos de la relación bilateral. Pero se pondrán de manifiesto, también, las profundas divergencias existentes.
¿Por qué puede ser interesante esta reunión interparlamentaria México-Estados Unidos si en el pasado, salvo unas pocas excepciones, esos encuentros han servido más para el turismo legislativo que para avanzar en acuerdos y relaciones de fondo?. Por un par de razones: la primera y más evidente está en el terreno de las señales a las que hay que estar tan atentos en la política: la reunión se realizará en la ciudad natal del senador Bill Frist, líder de la cámara alta del Congreso estadounidense, un hombre muy cercano a Bush y será la primera vez en las 42 reuniones bilaterales que se han realizado en la que coincidan el líder del senado de EU y el de México, en este caso Enrique Jackson. Hasta ahora, a esas reuniones solían ir legisladores de peso en México, pero las delegaciones estadounidenses solían ser de personajes menores, delegaciones de muy bajo perfil encabezada por algún presidente de comisiones, en el mejor de los casos. Esta es la primera vez en muchos años que llega una delegación de alto perfil y en un encuentro que, se debe recordar el dato, se realiza a insistencia de Frist, en su tierra.
Un segundo punto importante es que siempre la relación bilateral México-Estados Unidos estuvo marcada, incluso hasta estas fechas, por la que establecieran, personalmente, ambos presidentes. Es absurdo, sobre todo en los últimos diez o veinte años, restringir la marcha de una relación tan intensa, compleja y contradictoria a cómo se lleven ambos mandatarios, en lugar de otorgarle los cauces institucionales necesarios: por supuesto que lo personal seguirá siendo importante, pero debe ser trascendido por el conjunto de la relación. Acabamos de vivir los vaivenes de esa concepción unilateral: hasta el 11 de septiembre del 2001, México era, según dijo el presidente Bush el 6 de septiembre de ese año en Washington, la principal relación, en el mundo, para su país. Pero vinieron los atentados y el presidente Bush recordó que para su reacción tenía que recurrir a sus aliados históricos, ubicados al otro lado del Atlántico, y ese papel lo ocupó (¿alguna vez lo ha perdido?) Gran Bretaña. Vino la intervención en Irak y en México se impuso la tesis de no apoyar a Estados Unidos y la administración Bush dijo en todos los tonos y de todas las formas posibles lo demostró, que "decepcionada" por la posición del presidente Fox. Ahora, un simple encuentro de pasillo en Evián ha sido festejado y sobreexpuesto en los medios para demostrar que Bush y Fox siguen siendo amigos. Nunca hubo una ruptura real pero lo cierto es que tampoco se ha dado una verdadera reconciliación. Pero la relación bilateral México-Estados Unidos no puede pasar, sin otros contrapesos institucionales, por esas vicisitudes.
En este sentido, el establecimiento de una relación más sólida entre ambos congresos puede ayudar a destrabar muchos capítulos. Se debe recordar, además, que hace muy poco, apenas desde 1997, que existe un cierto interés real de los legisladores estadounidenses en sus homólogos mexicanos. Hasta esa fecha, del otro lado del río Bravo veían a los nuestros como algo muy parecido a lo que eran: una simple extensión del poder ejecutivo que se disciplinaba a éste. La conclusión era obvia: si el congreso no tenía autonomía real y dependía del presidente, ¿para qué establecer negociaciones reales con éste?. El eje, decían, era el presidente y allí se concentraban. Ahora es evidente que el congreso tiene poca credibilidad social en México, en buena medida por sus propios y reiterados excesos y errores, pero nadie puede dudar de su grado de autonomía y de poder. De allí el cambio en el sentido y la composición de la reunión.
Un tercer factor, importante para poder darle lógica política y continuidad a estos encuentros, es que la relación bilateral y sobre todo la legislativa, se ha desnarcotizado. Desde que el gobierno estadounidense decidió retirar el requisito de la certificación a México, la agenda se ha abierto. La razón es sencilla: hasta el año pasado, como los informes sobre certificación de la Casa Blanca debían ser supervisados por el Congreso, las acusaciones sobre falta o no de colaboración de un país, sobre todo en el caso de México, se convertía en un tema de debate interno y también de publicidad política. Y ello opacaba los demás temas: desde 1985, cuando se dio el asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena hasta el 2001, la certificación contaminó la relación y terminó convirtiendo a las interparlamentarias en reuniones de ataques recíprocos sobre el tema drogas.
En este sentido no deja de llamar la atención el que, también por primera vez, el tema drogas no esté específicamente en la agenda: es parte del mucho más amplio de seguridad en las fronteras (obviamente es el que mayor interés genera en los legisladores estadounidenses), mientras que de la parte mexicana, el capítulo central es migración.
Ambos temas, seguridad y migración, van por rutas diferentes, autónomas pero en un paquete común. Estados Unidos quiere fortalecer la seguridad fronteriza y ya ha anunciado que a partir de enero próximo, además de todas las medidas que ya ha adoptado, entrará en vigor su sistema de escaneo electrónico de visa, pasaporte, huellas digitales e incluso se habla del iris del ojo, con el fin de ampliar y certificar sus actuales bases de datos. México no puede oponerse a esos mecanismos, pero debe buscar formas de paliar sus efectos negativos: algunos países, como Canadá, han logrado estar fuera de ese programa, pero eso es así, también, porque implementaron medidas muy concretas de control fronterizo y migratorio en colaboración con Estados Unidos: por ejemplo, en los vuelos comerciales, la aduana y la migración estadounidense se pasa en los propios aeropuertos canadienses. ¿Están dispuestos los legisladores mexicanos a aceptar propuestas de ese tipo para agilizar y mejorar la seguridad de las fronteras comunes?. Esos mecanismos, escaners para trailers, para huellas y toda la nueva parafernalia tecnologica de control e identificación, por otra parte, pueden ser financiados por Estados Unidos si se llega a acuerdos concretos. Una vez más ¿están dispuestos los legisladores a respaldar ese tipo de medidas para mejorar la seguridad fronteriza y, por otra parte, la relación bilateral?¿hasta qué costo político están dispuestos a pagar por ello?
La otra cara de esa moneda es la migración. México ha insistido en el acuerdo migratorio y la respuesta es no. Pero, luego de muchas divergencias y de algunos exabruptos legislativos de la cámara de representantes estadounidense, el senado se ha abierto a debatir el tema, no necesariamente el acuerdo migratorio pero sí las políticas migratorias y la situación de los migrantes dentro de los Estados Unidos. Ello en un marco general de endurecimiento contra los inmigrantes y de presiones políticas y sociales para cerrar aún más las fronteras, debe ser considerado un paso positivo. Se debe recordar que, con o sin acuerdo migratorio, en buena medida el tema de los trabajadores indocumentados pasa por la Casa Blanca, pero tanto o más, termina pasando por el Capitolio.
Hay otros tres puntos importantes que se tratarán en la interparlamentaria: está el tema de la salud en la frontera, el del Tratado de Libre Comercio y el del agua (que está lejos de estar resuelto plenamente como algunos meses atrás se anunció). Habrá que ver si los buenos augurios de tener, ahora sí, un encuentro parlamentario de alto nivel, se convierten en hechos y si se logra generar, a nivel de congresos, algo así, como un espíritu de Elvis, que sirva para algo más que escuchar buena música country en Nashville.