Para Andrés Manuel López Obrador la de ayer, fue otra jornada redonda: lo tuvo todo. Un formato de informe que ya ha demostrado en el pasado ser mucho más atractivo que el de los informes presidenciales; el destape de su candidatura por el propio presidente nacional del PRD, Leonel Godoy.
Para Andrés Manuel López Obrador la de ayer, la de su tercer informe de gobierno, fue otra jornada redonda: lo tuvo todo. Un formato de informe que ya ha demostrado en el pasado ser mucho más atractivo que el de los informes presidenciales; el destape de su candidatura por el propio presidente nacional del PRD, Leonel Godoy, poco antes de que el propio López Obrador dijera en su discurso que "nada lo distraerá" de su función de gobernar el Distrito Federal (¿entonces para qué tanto intercambio epistolar con Francisco Gil Díaz?); la presencia de un Cuauhtémoc Cárdenas y un Ricardo Monreal que, por sus declaraciones ya parecen prácticamente resignados a que el 2006 no será para ellos; y un tono en su discurso que es el que mejor se le da al jefe de gobierno: el de una cierta indulgencia perdonavidas con sus adversarios que, probablemente, termina siendo también lo que más le gusta a la gente, esté acertado o no lo que Andrés Manuel esté diciendo.
Pero ayer, también se comprobó otra cosa en la primera sesión de la nueva ALDF. Aunque el PRD haya perdido cuatro escaños por la decisión del tribunal electoral del poder judicial de la federación que le restó los legisladores plurinominales para que el partido en el gobierno capitalino no tuviera una sobrerepresentación excesiva en ese órgano (quedando fuera, por tercera ocasión, Ignacio Marván, un político excelente que hubiera sido muy necesario en la ALDF para detener los ímpetus integristas del líder de la bancada del PRD, René Bejarano, y la experimentada economista Ifigenia Martínez), el jefe de gobierno pudo comprobar que en la asamblea legislativa seguirá sin tener una oposición seria. Es verdad que René Bejarano es uno de los principales operadores de López Obrador y no siempre en las actividades más transparentes, y es verdad, también, que en los primeros días al frente de la asamblea ha tenido errores y generado muchas medidas controvertidas, pero también lo es que ni el PAN, ni el PRI ni el Partido Verde tienen nada con qué enfrentarse. El PRI llegó al ridículo de levantarse e irse de la sesión cuando comenzaba el informe de López Obrador, sin comprender que ese tipo de oposición no le reditúa y que, además, su peso en la Asamblea es tan pobre, que su salida no altera en nada lo ocurrido. Copiar viejas acciones de la oposición no ayudará al PRI a reposicionarse en la capital. Lo que necesita son figuras, y hoy, en la capital del país no las tiene y tendrá que crearlas (o importarlas de otros ámbitos del partido, como en su momento hizo el propio PRD con López Obrador) si quiere ser tomado en serio. Como nada tampoco sucede con un PAN al que la sanción que sufrió en la Miguel Hidalgo, donde se anuló la elección, el triunfo de Fernando Aboitiz y se prohibió su participación en los comicios extraordinarios que se tendrán que convocar allí, lo han dejado acéfalo (su dirigente, José Luis Luege, fue premiado con la procuraduría del medio ambiente por el desastroso resultado obtenido el seis de julio pasado) y también sin opciones para convertirlo en una oposición seria al jefe de gobierno.
En ese contexto, el mayor problema para López Obrador sigue siendo él mismo y su equipo. Por una parte, porque las expectativas en torno suyo son tan altas que hay demasiados postulantes que buscan treparse a tiempo al carro del futuro candidato perredista; segundo, por esas expectativas que ha generado, y ese es un dato que casi siempre suelen olvidar quienes se deslumbran con los índices de popularidad del tabasqueño, y que no están siendo respaldadas por su propio partido, que en ninguna encuesta tiene posibilidades de voto superiores al 18 por ciento; tercero, porque, como suele recordar María de las Heras, al estudiar los índices de popularidad del propio López Obrador, detrás de él pareciera que no hay nada: ni un gabinete conocido y apoyado por la gente, ni un partido sólido, ni una estructura que pueda responder cuando se presenten los problemas, que tarde o temprano tendrán que llegar. María suele comparar esa situación con la que vivió Carlos Salinas en 1993: su tasa de popularidad estaba por las nubes, y junto con ella las expectativas, sobre todo por la inminente entrada en vigor del TLC, el primero de enero del 94. Pero todos sabemos que esa fecha será recordada no por la apertura del tratado trilateral sino por el levantamiento zapatista, en un año que sería jalonado por el asesinato de Colosio y luego de Ruiz Massieu y que terminaría con la brutal devaluación del 18 de diciembre. La popularidad de Salinas se derrumbó porque detrás no tuvo respaldos; porque las divisiones en torno a su proyecto, de su propio equipo cercano, fueron notables y basadas, sobre todo, en las ambiciones de poder de ciertos grupos y dirigentes. Cuando la popularidad y las expectativas son tan altas, la caída puede ser de la misma magnitud. La diferencia es que para entonces, Salinas estaba terminando un sexenio y ahora a López Obador le faltan por lo menos dos largos años en el DF, antes de convertirse en candidato presidencial.
En este sentido, el gabinete de López Obrador es débil y está cotidianamente a la sombra de su jefe: destacan en el área de gobierno Alejandro Encinas (de los mejores hombres que tiene el PRD) y Martí Batres. En seguridad pública, Marcelo Ebrard. Y prácticamente no hay nada más. Allí reside uno de los peligros que deberá afrontar López Obrador, que además, por su estilo de gobierno, muy tradicional y vertical, prefiere un equipo que responda plenamente a sus órdenes más que con figuras con peso propio y poco disciplinadas. Y es un peligro porque si llega a haber problemas, los fusibles son pocos: toda la popularidad es para Andrés Manuel, y si los hay en el futuro, él mismo tendrá que absorber los costos.
Pero todo eso importó poco ayer, en una jornada de la que debe haberse sentido muy satisfecho AMLO, a pesar de que hubo temas, como la inseguridad pública y el endeudamiento de las finanzas locales, en los que estuvo lejos de tener una respuesta sólida. Pero ayer, insistimos, no lo necesitaba: todo estaba puesto para su fiesta particular e iniciar así con buen pie su macha con el objetivo Los Pinos-2006.
Los desencuentros
¿Cuándo pondrá orden el gobierno federal en su propio equipo, entre su gente? En las ceremonias del 15 y 16 de septiembre no participó el presidente de la cámara de diputados, Juan de Dios Castro. En un ámbito se dijo que su salud estaba quebrantada, sobre todo después de lo sucedido con el caso Aldana, dando sustento a la versión que circuló en el fin de semana, de que las "razones de salud" podrían ser un sólido argumento para mover a Castro de la presidencia de la mesa directiva de la cámara baja, luego del frustrado desafuero del senador priista. Pero ese mismo día, de la bancada panista salió la versión de que no, que Juan de Dios simplemente decidió no asistir a esos actos que consideraba protocolarios, dando pie, entonces, a la versión del distanciamiento entre Castro y Francisco Barrio con el presidente Fox. Pero ese mismo día, hubo otro enfrentamiento, éste público, también muy costoso: al nuevo secretario de medio ambiente, Alberto Cárdenas, se le ocurrió que quería hablar de política y qué mejor tema que defender al cardenal Juan Sandoval Iñiguez, hablando de una persecusión en su contra y dándole, sin que nadie se lo hubiera pedido, su aval. El problema es que Sandoval Iñiguez acababa de insultar al procurador Macedo de la Concha (uno de los funcionario más eficiente del actual gabinete) y responsabilizado al propio Vicente Fox (que se supone es el jefe de Cárdenas en el gobierno federal) de esa supuesta persecusión en su contra y Cárdenas respaldó al cardenal y no al presidente. La pregunta se ha hecho muchas veces desde la mañana del 16 y es un poco obvia: ¿en dónde y con quién están las lealtades y los intereses del ex gobernador Alberto Cárdenas?