Hace una década México vivió un profundo proceso de desestabilización. Los asesinatos de Posadas, Colosio, Ruiz Massieu, la guerra de grupos del narcotráfico, el levantamiento zapatista, la ola de secuestros y finalmente la terrible crisis financiera, no fueron casualidades que se conjuntaron sino que fueron parte de una proceso de desestabilización política y económica de cuyas secuelas aún no podemos recuperarnos.
La mejor demostración de la parálisis (que en términos históricos implica retroceso) que vive el país lo podemos tener simplemente comparando el inicio de este 2004 con lo sucedido hace una década, en ese año maldito que fue 1994.
Hace una década México vivió un profundo proceso de desestabilización. Los asesinatos de Posadas, Colosio y Ruiz Massieu, la guerra de grupos del narcotráfico, el levantamiento zapatista, la ola de secuestros de alto impacto y, finalmente la terrible crisis financiera que se inició el 18 de diciembre de ese año, no fueron capítulos aislados, casualidades que se conjuntaron en un momento desafortunado de la historia, sino parte de un proceso de desestabilización política y económica de cuyas secuelas aún no podemos recuperarnos.
Hace diez años, para esta fecha estrenábamos Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá y, también, una insurrección armada en Chiapas. No comprendíamos a fondo las implicaciones de uno ni de la otra. El TLC, tan vilipendiado por algunos y visto como un instrumento de perdición de la soberanía y la nacionalidad, ha sido, en términos reales, todo lo contrario: pocos instrumentos han sido tan útiles para el desarrollo del país como el tratado de libre comercio, simplemente la supervivencia económica y la relativa estabilidad económica, a pesar de todos los desaciertos gubernamentales, de los anteriores y actuales mandatarios, no se podrían explicar sin ese instrumento. Es una tontería, por ejemplo, responsabilizar al TLC de lo que no se ha avanzado en el campo (mejor dicho lo que se ha retrocedido) o de la falta de competitividad o de inversión como para crear los empleos que el país requiere. Lo que sucedió es que el TLC fue, es aún, un instrumento formidable que hubiera permitido dar, realmente, un salto hacia delante en lo económico y social si se hubiera continuado con el ciclo de reformas que se requerían para aprovechar éste en su totalidad. Causaría hasta gracia (si no implicara tantos sufrimientos reales en tanta gente) argumentar que los actuales problemas en el campo se deben exclusivamente al TLC: se olvida que durante los diez años que hubo para preparar la economía agropecuaria antes de la apertura no se hizo, salvo acciones esporádicas, nada para darle competitividad a esos sectores que se verían afectados por esa apertura. Si se hubieran realizado entonces las reformas en el ámbito energético, fiscal, de infraestructura que iban de la mano con el inicio del TLC la historia hubiera sido probablemente diferente y los beneficios mucho más tangibles.
Es verdad que la crisis de 94-95 lo impidió, pero lo pensaba entonces y estoy mucho más convencido de ello ahora, una década después, que en buena medida el proceso desestabilizador que se vivió entonces tuvo como fin impedir precisamente la continuidad de ese ciclo de reformas. Se cambiaron las apuestas y las prioridades y se perdieron los beneficios pero aumentaron los costos en todos los sentidos.
Una demostración de ello fue el levantamiento del EZLN. Es verdad, el zapatismo permitió que se tomara conciencia de una realidad, la indígena, que estaba siendo olvidada. Es verdad también que el levantamiento, la misma noche en que entraba en vigor el TLC, era un mensaje de que mientras una parte del país pensaba que se dirigía hacia el primer mundo, otra se aferraba a luchar contra la pobreza y por su propia dignidad. Pero es difícil, diez años después, tener claridad sobre qué es a lo que está apostando realmente el zapatismo luego de que se encontró con un éxito político y una repercusión que jamás imaginó y que su capacidad política y militar no dejaba siquiera entrever ni menos esperar. No puedo entender cuál es la relación entre un movimiento indigenista (que, por lo menos en sus declaraciones originales, luego del levantamiento del primero de enero, era netamente socialista y hablaba de la problemática indígena) y el apoyo a la ETA del que ha hecho gala una y otra vez Marcos, no puedo entender un movimiento que se decía destinado a derrocar el sistema priista pero que no reaccionara cuando ese régimen fue derrotado años después en las urnas, ni siquiera cuando en el propio Chiapas el PRI terminó siendo derrotado electoralmente. No puedo entender un movimiento que le exige a sus comunidades que no reciban apoyo y participen en programas de desarrollo y que al mismo tiempo esté dedicando más tiempo al discurso globalifóbico que a la atención de los verdaderos problemas comunitarios. Un movimiento que luego de una oportunidad política inigualable, como la que tuvo a principios de este sexenio, simplemente apueste no a mirar hacia el futuro sino a regresar a su propio pasado. La mejor demostración de todo ello lo vemos hoy en las comunidades indígenas de Chiapas: ha cambiado todo (como decíamos en Milenio Semanal, el 21 de diciembre pasado) y no ha cambiado nada. Es más, la pobreza de esas comunidades zapatistas hoy es mayor que hace diez años.
Pero se podrá argumentar también, y es verdad, que toda la convulsión vivida hace diez años sirvió para que, finalmente, la reforma política diera los pasos necesarios que permitieron que apenas un sexenio después hubiera en Los Pinos por primera vez en siete décadas un gobierno diferente al priismo. Una reforma política que se inició de la mano con el levantamiento zapatista, pero que sufrió los acicates de los asesinatos de Colosio y luego de Ruiz Massieu; que se construyó luego en 1996 en medio de las tristemente célebres investigaciones de Pablo Chapa Bezanilla, cuyo daño para el país y las instituciones aún no ha sido calibrado en su justa medida. Tuvimos entonces una reforma política real, tuvimos, tenemos, elecciones libres, tenemos un sistema e instituciones electorales en buena medida ejemplares. Pero cuando vemos los resultados de esa reforma y de tantos esfuerzos nadie puede estar satisfecho: se reformaron las instituciones pero no los partidos, se reformaron las leyes pero los políticos de hoy son, casi sin excepciones, los mismos de hace diez años, con sus mismos vicios, sus pocos aciertos y su visión del proyecto de nación sólo como parte de su propio interés personal y de sector. Ahí están, son los mismos: algunos han cambiado de colores políticos, se han vestido con un nuevo ropaje partidario pero siguen pensando y actuando como entonces: la mezquindad que mostraron en aquellos años no es diferente a la actual y tampoco su perspectiva futura. Ese es el punto: ¿se puede cambiar el rumbo del país, reformas legales, políticas y económicas aparte, con la misma clase política de siempre, sin que ésta realice siquiera el menor acto autocrítico?
El mejor ejemplo de que allí está el eje de la parálisis lo tenemos con la "reforma electoral" que se regalaron a sí mismos los partidos en medio del debate sobre el presupuesto. Lo que hicieron en realidad fue una contrarreforma política que el único objetivo que tiene es asegurarse que el control lo tienen ellos. Los candados que le han colocado a cualquier fuerza política emergente lo único que pretende es garantizar que nadie les dispute el actual botín: han duplicado las exigencias para aspirar al registro, luego han aumentado al doble la cantidad de votos que debe obtener ese partido para mantenerlo pero, además, le impiden en sus primeras elecciones participar en algún tipo de coalición. No es una reforma como se dijo para fortalecer al sistema de partidos o para evitar vivales como la familia Riojas y su partido de la sociedad nacionalista, sino una contrarreforma que busca impedir el surgimiento de cualquier opción diferente a las actuales. La mejor demostración de que no son los recursos mal utilizados lo que les preocupa es que en esta contrarreforma al mismo tiempo que se cancelaba la oportunidad de surgimiento de nuevos partidos, los actuales decidieron "sacrificarse" y no recortar ni un peso de sus crecientes presupuestos, provenientes de recursos públicos, que con el actual esquema legal crece en forma geométrica en cada proceso electoral. Todo sea, dirán, por la democracia.
Así estamos hoy, en muchos sentidos, un poco peor de cómo comenzamos aquel fatídico 1994. La reforma política, la democracia obtenida, sin un proyecto de país y sin una reforma de los propios partidos seguirá siendo importante pero evidentemente también insuficiente.