De Chiapas a Tláhuac: no es lo mismo pero es igual
Columna JFM

De Chiapas a Tláhuac: no es lo mismo pero es igual

En la mañana del 23 de marzo de 1993, el capitán de la Fuerza Aérea Mexicana, Marco Antonio Romero Villalba y el teniente de Infantería, Porfirio Millán Pimentel, oficiales del ejército adscriptos a la zona militar de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, decidieron hacer un recorrido a pie desde el Cerro del Extranjero hasta Villa Alcalá. Se dice que, en realidad, tenían órdenes de recorrer la zona ante las insistentes versiones de que en ella se estaban entrenando grupos guerrilleros.

Ocurrió hace poco más de once años, aunque los hechos, en detalle, los conocimos dos años después, en 1995, cuando escribimos sobre ellos. En la mañana del 23 de marzo de 1993, el capitán de la Fuerza Aérea Mexicana, Marco Antonio Romero Villalba y el teniente de Infantería, Porfirio Millán Pimentel, oficiales del ejército adscriptos a la zona militar de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, decidieron hacer un recorrido a pie desde el Cerro del Extranjero hasta Villa Alcalá. Se dice que, en realidad, tenían órdenes de recorrer la zona ante las insistentes versiones de que en ella se estaban entrenando grupos guerrilleros.

Iban vestidos de uniforme, sin armas pero con identificaciones en regla. Al llegar al pueblo de San Isidro Ocotal fueron capturados por un grupo de pobladores, golpeados, linchados, destazados y sus cadáveres incinerados. Una semana después frente al cerro La Bolita, en un hoyo de un metro de diámetro, recubierto por estiércol, apenas a 30 centímetros de profundidad, se encontraron restos de las vísceras, de los huesos calcinados y restos de los uniformes de ambos militares. Se investigó y se descubrió a los responsables, porque todos los conocían y los habían visto organizar aquella macabra muestra de poder: se detuvo a Erasmo González López y Ciro Gómez, quienes asumieron su responsabilidad y contaron con todo detalle cómo sucedieron los hechos. En aquel momento, los medios locales y las autoridades atribuyeron los hechos a un enfrentamiento fortuito entre los dos militares y una organización de talamontes. Semanas después se supo que en realidad ese había sido el primer enfrentamiento formal entre lo que en 1993 los documentos militares llamaban "la guerrilla de Ocosingo" (y que después conocimos públicamente como el EZLN) y miembros del ejército. Según documentación incautada posteriormente al grupo armado se supo que el teniente Millán y el capitán Romero, en su recorrido habían tenido la mala suerte de toparse (era aparentemente lo que estaban buscando por órdenes superiores) con el principal campo de entrenamiento de la guerrilla en la zona. Entonces los acusaron de espías ante el pueblo, los lincharon, los destazaron y los quemaron.

La historia no terminó allí. Una vez que se detuvo a los implicados, ambos de esa comunidad indígena, la gente del obispo Samuel Ruiz comenzó a alegar que se trataba de vulnerar los usos y costumbres de los pueblos indígenas, que no podían ser ignorados. Dos de los más cercanos colaboradores, entonces, de don Samuel Ruiz, Pablo Romo y Gonzalo Duarte Verduzco, reunieron a cientos de indígenas en torno a las oficinas del ministerio público de San Cristóbal exigiendo la libertad de los detenidos.

El entonces jefe de la zona militar, el general Miguel Angel Godínez decidió confrontar al obispo Ruiz. En una primera carta enviada a don Samuel el 31 de marzo del 93, el general le recuerda al obispo lo sucedido, "para que cuente con elementos de juicio suficientes", le da los nombres de los asesinos y le expresa su sorpresa porque los padres Romo y Duarte defendieran públicamente a criminales que "con tanta perversidad, saña, impiedad y crueldad, privaron de su existencia" a ambos militares. Godínez apela a la "calidad humana" del obispo con el objetivo de que "se permita que las autoridades correspondientes desempeñen su cometido, aplicando la ley conforme a derecho". Finalmente, el general Godínez en aquella carta expresa su sorpresa de que durante los ocho días que estuvieron desaparecidos los oficiales, durante los cuales se estuvo buscando sus cuerpos, no se presentara denuncia alguna sobre violación de los derechos humanos de los desaparecidos, ni se proporcionara información alguna desde las comunidades controladas por el obispo sobre lo sucedido, pero que inmediatamente después de la detención de los autores del crimen, desde la arquidiócesis y sus organismos de derechos humanos se desarrollara una intensa campaña exigiendo la libertad de los mismos. Godínez concluyó aquella carta recordándole al obispo que "si hacerse justicia por propia mano es un hecho que no puede permitirse, igualmente resulta ruin impedir u obstaculizar la impartición de la misma, dejando impunes actos delictivos que hoy afectan a dos familias pero que el día de mañana podrían afectarnos a nosotros mismos".

La respuesta de don Samuel fue desconcertante. Sostuvo que el ejército realizó correctamente su tarea de investigación pero que los detenidos, pese a que habían reconocido públicamente su participación, en realidad, no eran los responsables. En la carta acepta que se había reunido con las familias de uno de los militares desaparecidos e incluso que se había comprometido a "traérselo" si lo encontraba. Reconoce, sin embargo, que ese mismo día por "un vecino" de Teopisca se había enterado de que los militares habían sido calcinados (de lo que no avisó jamás a las autoridades militares) y entonces ya no hizo nada, y se limita a comparar ese hecho con lo ocurrido años atrás con los refugiados guatemaltecos en la embajada de España, en la capital de ese país, que fueron quemados dentro de ella. Luego explica porqué los derechos humanos de los detenidos eran diferentes a los de los militares asesinados.

El general Godínez aún le contestó al obispo. Le preguntó porqué los detenidos eran inocentes si habían reconocido públicamente su participación en los hechos. Le pregunta de dónde surgió una llamada de radio a las comunidades "solicitando refuerzos" al momento de la detención y cómo en minutos, apoyados por el obispo, lograron congregarse frente al MP de San Cristóbal 300 personas para exigir su libertad. Le pregunta si ésa no fue una acción concertada desde las propias oficinas del obispo. Le relata como los padres Romo y Duarte "agredieron a las viudas, haciéndoles burla, amenazándolas" e impidiéndoles brindar su testimonio ante el MP. Don Samuel jamás contestó esa carta pero días después Erasmo González y Ciro Gómez, los asesinos, quedaron en libertad por órdenes del gobierno federal que encabezaba Carlos Salinas. Este había recibido una solicitud expresa del entonces regente de la ciudad de México y precandidato presidencial, Manuel Camacho, para que liberara a los detenidos a petición del obispo Samuel y sofocara así aquel foco de tensión. Desde la ciudad de México se ordenó entonces la liberación de los detenidos y se decidió no ahondar las investigaciones.

Desde ese momento, las fuerzas armadas se vieron atadas de manos para actuar contra la "guerrilla de Ocosingo" y se limitaron a entregar el resultado de sus investigaciones a un gobierno federal que las ignoró. La PGR encabezada por Jorge Carpizo tampoco siguió ahondando en el caso. El secretario de Gobernación, el chiapaneco Patrocinio González Garrido, sabía perfectamente lo que sucedía pero consideraba que por haber sido gobernador tenía todo bajo control. Camacho siguió su carrera, finalmente frustrada, hacia la presidencia y Luis Donaldo Colosio (él fue el primero que me contó esta historia con detalle en agosto de 1993, unos días después de una visita a Chiapas) que quería que los hechos se divulgaran con detalle se vio impedido de hacerlo. Meses después fue asesinado.

Claro, han pasado más de diez años. Pero en aquel momento, cuando se ligaron los intereses políticos, la participación de grupos criminales (que efectivamente trabajaban en esa zona donde estaba el campamento guerrillero y donde fueron asesinados ambos militares) con grupos armados, cuando un personaje de tanto peso en la zona como el obispo Ruiz consideró que era más importante "la justicia que la ley", cuando el gobierno federal dobló las manos porque se sintió atado al proceso de la sucesión presidencial y algunos precandidatos apostaron por su propios intereses, algo se rompió irremediablemente y hasta hoy sigue sin poder recomponerse.

¿Tiene algo que ver esto con lo sucedido en Tláhuac? Por supuesto, no sólo porque de forma directa o indirecta varios de los protagonistas de la historia son los mismos, y porque los hechos son terriblemente similares, sino también porque se intenta oscurecer el punto central: el asesinato irracional y salvaje, como se hizo entonces, con preguntas que son secundarias: ¿qué investigaban?¿drogas o grupos armados?¿eran de la unidad antiterrorista o antidrogas?¿de inteligencia o prevención? Como si una u otra cosa marcaran la diferencia a la hora de exigir que se haga justicia por un asesinato brutal. Lo dijimos al día siguiente de los hechos de Tláhuac y lo reiteramos después: en esa zona (y en Iztapalapa, Milpa Alta, Xochimilco) conviven los grupos supervivientes del EPR con grupos criminales, interrelacionados y con un objetivo común: tener la zona bajo su control, y en este caso con un acuerdo con las autoridades locales para que esos grupos se hagan cargo de la "seguridad" del lugar. El objetivo es que fuerzas de seguridad que no sean del "grupo", en este caso federales, no entren al lugar, y si lo hacen el escarnio debe ser tan terrible como para que no se repita. Es la estrategia de Sendero, aprendida en Perú hace muchos años, es lo que ocurrió en San Isidro Ocotal hace más de una década, es lo que seucedió en Tláhuac hace unos días. ¿Ahora tampoco pasará nada?

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