La vanidad, el aburrimiento, la estupidez moral
Columna JFM

La vanidad, el aburrimiento, la estupidez moral

Sí, el sábado se juntaron millones, mostraron que en el mundo está cambiando y puede cambiar aún más, disfrutaron de la buena política y también de la música, exigieron, se divirtieron, demostraron que son, que podemos ser realmente muchos. Claro, eso ocurrió en muchas de las principales ciudades del mundo con el concierto de Live 8, porque en la ciudad de México, en el Angel de la Independencia, lo que hubo fue un acto, paradójicamente, desangelado, sin sustancia, prefabricado hasta los más mínimos detalles y, para colmo, con una asistencia de aproximadamente el 10 por ciento de lo que estimaban sus organizadores.

Sí, el sábado se juntaron millones, mostraron que en el mundo está cambiando y puede cambiar aún más, disfrutaron de la buena política y también de la música, exigieron, se divirtieron, demostraron que son, que podemos ser realmente muchos. Claro, eso ocurrió en muchas de las principales ciudades del mundo con el concierto de Live 8, porque en la ciudad de México, en el Angel de la Independencia, lo que hubo fue un acto, paradójicamente, desangelado, sin sustancia, prefabricado hasta los más mínimos detalles y, para colmo, con una asistencia de aproximadamente el 10 por ciento de lo que estimaban sus organizadores. Viendo imágenes de una y otra celebración, del Live 8 en Filadelfia, Londres, Versalles, Tokio, Berlín y comparándolas con las de la supuesta fiesta “por la democracia” (incluso comparándola con la entusiasta y multitudinaria marcha llevada a cabo en Madrid para apoyar la aprobación de la nueva ley que permite el matrimonio entre personas de un mismo sexo) uno no puede menos que preguntarse porqué, si se quería dar una verdadera imagen de cambio, de unidad y de festejo, porqué no se canalizaron esos recursos, esos esfuerzos para ser parte de aquella celebración global que exigía una redistribución más justa de los recursos a nivel mundial en lugar de organizar un acto de culto a la personalidad destinado, exclusivamente a halagar la vanidad presidencial.

En aquella famosa película El Abogado del Diablo, el mefistofélico personaje interpretado por Al Pacino repite algo que muchos habían dicho antes pero sin tanta repercusión: “la vanidad, dice el diablo, es mi pecado favorito”. Y es verdad: la mayoría de las tonterías en la vida y en la política se cometen simplemente por vanidad. Y el sábado tuvimos una demostración concreta de ello. Fernando Savater le suele agregar otros elementos: el aburrimiento y la estupidez. Sobre el aburrimiento, parafraseando a Nietzsche dice que “más que ser felices, los humanos quieren estar ocupados, todo lo que les procura ocupación es por lo tanto bienhechor”. Y ello se suele combinar con la estupidez. Aclara Savater que no hay que confundir “a los estúpidos con los tontos, con las personas de pocas luces intelectuales: pueden también ser estúpidos, pero su escasa brillantez les quita la mayor parte del peligro”. La estupidez, insiste, “es una categoría moral, no una calificación intelectual”. Siguiendo al historiador italiano Carlo Cipolla, Savater dice que el mundo se divide en los buenos (o sabios), los incautos, los malos y los estúpidos. Para nuestra desgracia opina que los últimos son más que los anteriores y que son más peligrosos, primero porque no consiguen nunca nada bueno ni siquiera para sí mismos y luego porque, como dijo Anatole France, “el estúpido es peor que el malo porque el malo descansa de vez en cuando pero el estúpido jamás”. Peor aún, la pasión del estúpido es “intervenir, reparar, corregir, ayudar a quien no pide ayuda…cuanto menos logra arreglar su vida, más empeño pone en enmendar la de los demás”.

¿Cuáles son los síntomas más frecuentes de la estupidez? Según Savater: el “espíritu de seriedad, sentirse poseído por una alta misión, el miedo a los otros acompañado por el loco afán de gustar a todos, la impaciencia ante la realidad (cuyas deficiencias son vistas como ofensas personales o parte de una conspiración contra nosotros), un mayor respeto a los títulos que a la sensatez o fuerza racional de los argumentos expuestos, el olvido de los límites (de la acción, de la razón, de la discusión) y la tendencia al vértigo intoxicador”. Finalmente, el mejor test para saber si la estupidez ya se instaló es preguntar qué hacer ante los males del mundo. Si la respuesta que ofreció a esa pregunta Albert Camus: “para empezar, no agravarlos” le parezca poco al interrogado, concluye Savater, es un muy mal síntoma.

Toda esta larga disquisición puede aplicarse al acto del sábado (pero sobre todo a su gestación y al sentido que se le quiso dar) y debe sumarse a los resultados electorales que ayer sufrió el panismo en el estado de México y Nayarit. Si el sábado el panismo hubiera decidido festejar su triunfo electoral de hace cinco años hubiera podido hacerlo libre, legítimamente: estaba en todo su derecho y hubiera sido un acto partidario más. Pero el sentido no era ese, la intención era fortalecer un extraño culto a la personalidad presidencial: la idea era festejar al presidente Fox con la excusa de celebrar “la democracia”. Y para ello se valía todo.

Por el acto del sábado el presidente Fox y su equipo se enfrentaron con la oposición, caminaron en el límite de la legalidad (y no sabemos aún si en algún momento lo transpasaron) e incluso con instituciones como el IFE, desoyendo el exhorto realizado por el Instituto; se alejaron de grupos empresariales como la Coparmex y el Consejo Coordinador Empresarial que le pidieron no realizar el acto; tan pendientes de las encuestas de popularidad esta vez decidieron ignorar las encuestas que demostraban que entre el 75 y el 80 por ciento de las personas no estaban de acuerdo con esa “celebración”; se habló de espíritu democrático pero se ignoró y lastimó a las familias de Heberto Castillo y Jesús Reyes Heroles, así como a Cuauhtémoc Cárdenas, utilizándolos en una campaña publicitaria con la que no estaban de acuerdo; se gastaron millones de pesos (¿quién pagó los spots en todos los medios electrónicos llamando a asistir al acto?); se recurrió al acarreo y llegaron más de 200 camiones con manifestantes de todos los puntos de la república.

Más grave que todo ello: se mintió. El acto fue convocado primero, y públicamente, por el presidente Fox, incluso en una intervención por lo menos extraña el propio presidente terminó convocando a asistir a ese acto a sus interlocutores en Kiev, durante la reciente gira europea, también invitó a esa celebración durante la gira por Belice y Honduras, dos naciones más cercanas que Ucrania, pero cuyos habitantes no parecían tener intención de participar en la “celebración”. Más tarde se pelearon, también públicamente, el vocero Rubén Aguilar y el líder del PAN, Manuel Espino, para ver quien tenía la paternidad de la convocatoria y se quedó con ella el presidente nacional del PAN. Pero vino el exhorto del IFE y en unas horas y a dos días del acto, se inventó un comité organizador encabezado por Guillermo Velazco Arzac, donde el membrete participante más conocido era el de la asociación de charros.

¿Y todo para qué? Para juntar 15 mil personas que en su mayoría terminaron quedándose para ver cantar a Ana Bárbara y Alicia Villarreal. Pero sobre todo para halagar la vanidad presidencial, para darle un trofeo como líder democrático, para convertirlo supuestamente en un héroe cívico, para enviar el mensaje de que la democracia en México comenzó el 2 de julio de hace cinco años o mejor dicho para convencer al presidente Fox de que ese es su papel y su legado histórico. No tiene sentido, es una de esas acciones de “estupidez moral” que señalaba Savater en la cual “lo único que consiguen a fin de cuentas es perjuicios tanto para ellos como para los demás”.

Será difícil estimar cuánto perdió el presidente Fox con esa celebración que en lugar de resultar una demostración de fuerza resultó ser una muestra de extrema debilidad. El gobierno y el PAN deberían revisar a fondo hacia dónde van, porque ya no se trata de un bache político con el que se han encontrado, sino de un verdadero precipicio en el que están a punto de caer sin conocer, siquiera, su verdadera profundidad.

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