El rock no tenía la culpa
Columna JFM

El rock no tenía la culpa

Hace quince años una empresa casi desconocida, conformada por jóvenes, llamada entonces OCESA, quería lanzarse de lleno al negocio del espectáculo en vivo, particularmente de los conciertos de rock, en un Palacio de los Deportes que estaba acondicionado para todo menos para ello. Visto a distancia parece una nimiedad, algo irrelevante, pero entonces no era así: los conciertos de rock estaban literalmente prohibidos desde Avándaro, salvo algunas excepciones que terminaban mal o en escándalos.

Conocí a Alejandro Soberón hace quince años, cuando una empresa conformadas por jóvenes, casi desconocida y llamada entonces OCESA, que quería lanzarse de lleno al negocio del espectáculo en vivo, particularmente de los conciertos de rock, en un Palacio de los Deportes que estaba acondicionado para todo menos para ello, y además, querían hacerlo de forma profesional. Visto a la distancia parece una nimiedad, algo irrelevante, pero entonces no era así: los conciertos de rock estaban literalmente prohibidos desde Avándaro, salvo algunas excepciones que terminaban casi siempre mal, en escándalos, o que tenían que en lugares muy pequeños o en los llamados hoyos fonquis, por lo tanto entraban en el reino de la marginalidad. Cada vez que se intentaba realizar un concierto con alguna figura importante del mundo del rock, en forma profesional, el mismo era reventado, ya fuera porque no se daban los permisos, porque ante la desorganización se recurría al portazo o simplemente porque mucha gente decidía no arriesgarse a ir a un lugar donde no contaría con protección alguna. No hay que regresar a un pasado lejano, eso sucedía en el México de hace quince años: muchas autoridades consideraban (¡en 1990!) que los jóvenes mexicanos no estaban preparados para los conciertos masivos de rock; políticos como el fallecido José Angel Conchello escribían columnas enteras asegurando que el rock era “satánico por naturaleza” y permitir los conciertos corrompería a la juventud mexicana; los empresarios del ramo no querían arriesgar ni un peso para incorporar a México al verdadero mundo del espectáculo global e incluso en los medios, muchos, tampoco querían esa apertura porque tenían controlado el mundo del espectáculo local y veían la llegada de artistas del extranjero como una competencia que, como sucedió, los obligaría a cambiar sus esquemas y producciones, a hacerlas en el mejor sentido de la palabra competitivas.

Fue entonces cuando ese grupo de jóvenes empresarios decidió tratar de cambiar las cosas: formaron una pequeña empresa, se asesoraron con los grandes organizadores de conciertos en Estados Unidos y tuvieron la suerte de que, en el marco de una administración que apostaba por la apertura comercial, una funcionaria pública, Alejandro Moreno Toscano, apostara por la apertura cultural. Así nació Ocesa con la concesión de un entonces impresentable Palacio de los Deportes, para destinarlo a este tipo de espectáculos.

Como recordabamos con él esta semana, al entonces director de Ocesa, Alejandro Soberón, me lo presentó una joven rubia, de botas, calzas negras y chamarra de piel que cargaba con todo tipo de teléfonos y walkie talkies imaginables y a la cual, por azares del destino, le había tocado encargarse de la prensa y las relaciones públicas de la nueva empresa: era Marcela Gómez Zalce, ahora columnista en Milenio, y sin cuya labor en los medios y el mundo político, Ocesa no hubiera tenido el respaldo y la repercusión pública que finalmente tuvo. A Marcela me la había presentado un querido amigo, José Xavier Nava, sin duda uno de los críticos y promotores de rock (y de muchas otras cosas) más talentosos y entregados de nuestro país. En esa época, con Pepe, Naif Yehya y Rafael Aviña, entre otros, publicábamos una sección de rock y cosas raras llamada Drenaje profundo, en el suplemento político del viejo unomásuno, en el Página Uno, que a su vez me había tocado dirigir. Marcela, que se convertiría con el paso del tiempo en una amiga entrañable, me presentó a Soberón poco antes de comenzar el primero de los conciertos que había programado Ocesa: era con el grupo australiano INXS y hasta horas antes del inicio del mismo las autoridades dudaban de conceder los permisos y los organizadores temían que la gente no respondiera. Finalmente hubo concierto, la organización fue, para aquellos días, ejemplar, la concurrencia también y no hubo ningún escándalo, aunque entonces el Palacio de los Deportes tenía tan mala acústica que se ganó el nombre del “palacio de los rebotes”.

Lo que vino después fue diferente. Fue la resistencia de esa pequeña empresa que estaba creciendo en forma geométrica para evitar que las concesiones que le habían dado para un negocio que nadie consideraba lucrativo, no fuera devorada por las muy grandes que sorprendidas por ese éxito y en complicidad con los funcionarios capitalinos de aquellos años, querían recuperar lo que consideraban suyo. Soberón, Marcela, Federico González Compeán, entre otros, tuvieron el talento para resistir y salir adelante fortalecidos. Cuando quisieron rentar el estadio Azteca para un concierto, Televisa se los negó porque quería crear su propia empresa y desbancar a Ocesa (finalmente Televisa quedaría como socio minoritario de una empresa que no pudo absorber). Se aventaron entonces a construir el foro del autódromo de los hermanos Rodríguez, otro espacio que, como el palacio de los deportes, había estado prácticamente abandonado. Lo convirtieron en el mayor foro de conciertos de América.

Y decidieron traer a Madonna. Ayer lo recordaba Ciro Gómez Leyva: traer a Madonna era considerado casi un pecado capital. Hubo voces que utilizaron la tribuna de la cámara de diputados para exigir que por respeto a la moral pública la cantante no actuara en México; se les unió la jerarquía eclesiástica; le hicieron coro algunos empresarios y altos funcionarios; se llegó a decir que si Madonna actuaba en México, “las jóvenes mexicanas se prostituirían en masa”. Contra viento y marea Madonna actuó en México, fue un éxito comercial increíble, trajo un espectáculo admirable y no pasó nada. Ese día, Ocesa llegó a la mayoría de edad y el público mexicano, por primera vez en ese ámbito obligó, también, a que fuera considerado como tal por la industria del espectáculo. Ese día la censura sufrió una derrota de la que afortunadamente no se ha recuperado.

La crisis del 95 obligó a Ocesa a dar otro paso, se convirtió en una empresa pública, se transformó en la Corporación Interamericana de Entretenimiento. Hoy es una empresa multinacional, de las más importantes del país y de Hispanoamérica, que lo mismo organiza todo tipo de espectáculos en México, Brasil o Argentina, que administra el hipódromo del DF, el zoológico de Buenos Aires o un enorme parque de diversiones en el sur de la Florida.

Qué bueno que les haya ido tan bien, que sea una de las grandes historias de éxito entre las empresas mexicanas de la actualidad. Pero todo esto viene a cuento por otras razones: porque difícilmente se podría comprender la apertura y la incipiente pero irreversible tolerancia que priva en el México de hoy, sin el trabajo de quienes crearon Ocesa y la transformaron en CIE. Sin esa apuesta empresarial y personal arriesgada, que quería hacer un gran negocio (como lo hicieron) pero que para ellos necesitaba romper con los prejuicios y dar un paso hacia lo mejor de la globalización: el intercambio del espectáculo y la cultura. Por eso, no se comprendería mucho de la apertura que desde entonces hemos vivido sin aquella experiencia.

No, no es verdad que México cambió radicalmente desde el 2 de julio del 2000 y que ese día se ganaron democracia y libertad. Esa historia viene de mucho más atrás y tuvo innumerables protagonistas, entre ellos mis amigos de CIE, a los que sólo cabe felicitar cuando cumplen quince años de haber apostado por la gente.

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