La mentira como cortina de humo
Columna JFM

La mentira como cortina de humo

Pocos temas resultan tan interesantes para desentrañar la relación entre medios y poder que lo que está sucediendo en Estados Unidos con el llamado CIAgate, la revelación de la identidad de la agente de la CIA, Valerie Plame, esposa del diplomático Joseph Wilson, a quien antes de decidir la intervención militar en Irak, el gobierno estadounidense le encomendó investigar en Nigeria, la posibilidad de que el régimen de Husseim hubiera comprado en ese país uranio para fabricar una pequeña bomba atómica.

Pocos temas resultan más interesantes para desentrañar la relación entre medios y poder que lo que está sucediendo en Estados Unidos con el llamado CIAgate , la revelación de la identidad de la agente de la CIA, Valerie Plame, esposa del diplomático Joseph Wilson, a quien antes de decidir la intervención militar en Irak, el gobierno estadounidense le encomendó investigar en Nigeria, la posibilidad de que el régimen de Sadam Husseim hubiera comprado en ese país uranio enriquecido para fabricar una pequeña bomba atómica, una de las llamadas bombas sucias, uno de los argumentos nodales utilizados por Estados Unidos y Gran Bretaña para decidir la intervención en Irak.

Lo que sucedió fue que Wilson, entonces un diplomático sin ninguna responsabilidad específica, viajó a Nigeria acompañado de su esposa, Valerie Plame. Wilson sabía poco del tema que tenía que investigar pero su esposa era una de las principales especialistas de la CIA en el tema. En realidad la que fue a realizar la investigación fue ella, utilizando la cubierta diplomática de su marido. El informe que entregó Wilson y que habría respaldado Plame, es que el régimen de Husseim no había comprado uranio enriquecido en Nigeria y que ni siquiera había intentado hacerlo. Sin embargo, tanto Washington como Londres siguieron utilizando esa versión como un dato duro para justificar la intervención.

Tiempo después, Wilson escribió un artículo divulgando los resultados de su investigación oficial y sosteniendo que las causas que se habían esgrimido para invadir Irak eran una suma de mentiras. La respuesta que dio el gobierno estadounidense, fue poco reflexionada y pareció ser más el producto de un berrinche político que de una estrategia definida. Desde los más altos niveles de la Casa Blanca, por lo menos según se ha comprobado ahora desde la oficina del jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney, para desacreditar a Wilson se filtró a periodistas amigos que la esposa de éste, Valerie Plame, era en realidad una agente en activo de la CIA, obviando el detalle de que divulgar una información de esas características en Estados Unidos es considerado un delito muy grave. La noticia se divulgó primero en una columna sindicada de un periodistas de derecha muy cercano a Bush, Roberto Novack, pero ello provocó que casi de inmediato se iniciara una investigación oficial. Se propuso la designación de un fiscal independiente, Patrick Fitzgerald, que descubrió que, desde la Casa Blanca se había proporcionado esa información a por lo menos seis periodistas de distintos medios. A todos ellos se les pidió que declararan ante un gran jurado quién había sido la fuente de esa información. Aparentemente Novack fue de los primeros en proporcionar el nombre, porque no volvió a aparecer en las investigaciones pero la periodista del New York Times, Judith Miller, apoyada por su medio, decidió que no daría esa información para conservar su credibilidad y la confianza de sus fuentes. Miller es una periodista con tres décadas en el NYT, muy cuestionada por sus fuentes de información, que participó con las fuerzas militares estadounidenses en la intervención en Irak y muy cercana a los republicanos y al propio presidente Bush. Miller terminó en la cárcel durante casi tres meses, pero finalmente sostuvo que había tenido una autorización de su fuente para dar su nombre y declaró ante el Gran Jurado. Como ya había trascendido, quien le confió el nombre de la agente de la CIA en funciones fue el jefe de gabinete de Cheney, Lewis Libby, uno de los hombres más influyentes de la Casa Blanca y uno de los principales operadores de la administración Bush. Libby renunció desde la semana pasada, pero el escándalo no ha concluido: ha sido acusado formalmente por el fiscal Fitzgerald por perjurio, declaraciones falsas y obstrucción de la justicia, producto ello de que Libby en distintas declaraciones ante el gran jurado dijo desconocer, incluso, que el diplomático Wilson estuviera casado.

Pero el problema va más allá. ¿Cómo obtuvo Libby esa información? Existen dos posibilidades y ambas golpean al corazón de la administración Bush, ya que afectan a sus dos asesores más importantes: el vicepresidente Cheney y el principal operador de Bush, Karl Rove. Y la investigación, dijo el fiscal especial, continúa, no se detendrá en Libby, quien, de ser encontrado culpable podría purgar una condena de hasta 30 años de cárcel…si es que no dice antes quién le proporcionó a él la información.

Los temas que esta historia deja en el debate son innumerables. El primero es la utilización de la mentira para justificar acciones políticas. Wilson fue enviado a Nigeria a investigar la supuesta compra de uranio de Hussein antes de los atentados del 11 de septiembre, y pese a su informe (y el de su esposa, que es el que importaba para los servicios de inteligencia), el argumento se siguió utilizando hasta la caída de Bagdad. Eso confirmaría que independientemente del 11-S, la administración Bush, como se refleja en los dos magníficos libros escritos por Bob Woodward sobre el tema, ya estaba decidida a atacar a Irak. Y que nada la detendría en ese objetivo.

Pone en entredicho también el tipo de relación que se puede y debe establecer entre el poder y los medios. Miller y los otros periodistas interrogados fueron de alguna manera manipulados por Libby con la información sobre Plame, pero ellos, por la especial relación que mantenían con este importante asesor y con la Casa Blanca en general, manejaron en algunos casos la información aún a sabiendas de que era ilegal y si bien cumplieron con su papel, por lo menos en el caso de Miller y el NYT, de no divulgar la fuente que les proporcionó esa información, también decidieron no avanzar en la denuncia de un hecho que resultaba a todas luces ilegal. El tema de las filtraciones, de la relación entre el poder y los medios, siempre es controvertido e, independientemente de lo que sostenga algún teórico, las filtraciones son un material clave para el periodismo, sobre todo a la hora de realizar ciertas investigaciones. La pregunta es cuándo son legítimas y cuándo no: evidentemente, y como ocurrió en el caso Watergate, cuando esa información puede ser corroborada por otras fuentes alternas puede y debe ser utilizada. Esa es la labor de un periodista de investigación cuando recibe una filtración. Y luego establecer si es ético o no utilizar la información recibida. En el caso de Miller el tema se complica más porque si bien ella escribió sobre el tema, aunque tenía la información sobre Plame, no divulgó su nombre en sus escritos aunque podría haberlo proporcionado a otros colegas para que ellos lo utilizaran.

No se trata en este caso sólo de la polémica entre lo público y lo privado: el tema va más allá: la pregunta es hasta dónde es lícito afectar la seguridad nacional divulgando una información de estas características.

Para el legendario director del Washington Post, Ben Bradlee que se vio atosigado por ese debate durante años, el tema no admite discusión. Primero, dice en su libro Memorias de un periodista, el perjuicio a la seguridad nacional no lo causa el periodista o el medio sino el funcionario que divulga la información. Segundo, el gobierno entonces suele intentar evitar la publicación o desviar la atención de la misma no por una cuestión de seguridad nacional sino para no mostrarse en falta,  y tercero, dice que “las alegaciones de que una publicación supone una amenaza a la seguridad nacional son insidiosas…supone un trabajo durísimo convencer también al público de que los funcionarios a menudo (desde mi experiencia diría que la mayoría de las veces) alegan el peligro para la seguridad nacional como una cortina de humo para ocultar sus propios apuros”. En el CIAgate, y en los muchos casos como éstos que vivimos cotidianamente, por ejemplo, en nuestro país, las razones no parecen ser demasiado diferentes a las expuestas por Bradlee.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Salir de la versión móvil