Lennon, los 25 años, la muerte, el poder
Columna JFM

Lennon, los 25 años, la muerte, el poder

Ayer se cumplieron 25 años de la muerte de John Lennon y el hecho, brutal, inexplicable, de aquella noche frente al edificio Dakota de Nueva York, sigue conmoviéndome como entonces. La muerte violenta, inexplicable, siempre me ha resultado imposible de asimilar. Por eso, quizás, para comprenderlas y asimilarlas, las muertes que más me han conmovido siempre las he sentido como consecuencia de una época.

Ayer se cumplieron 25 años de la muerte de John Lennon y el hecho, brutal, inexplicable, de aquella noche frente al edificio Dakota de Nueva York, sigue conmoviéndome como entonces. La muerte violenta, inexplicable, siempre me ha resultado imposible de asimilar. Por eso, quizás, para comprenderlas y asimilarlas, las muertes que más me han conmovido siempre las he sentido como consecuencia de una época.

La muerte de Lennon era parte de esa cosa extraña en que se había convertido Estados Unidos con Ronald Reagan, pero sobre todo con el resurgimiento de una atmósfera tan conservadora, ausente de valores y violenta que permitía, al mismo tiempo, hacer surgir aquellos “Amos del Universo” de los que hablaría Tom Wolfe en La Hoguera de las Vanidades hasta personajes que, para estar a tono con la paranoia dominante y las exigencias de la fama, imposible para ellos de lograr de otro modo, terminaban convirtiéndose en asesinos seriales o matando, como el oscuro personaje que asesinó a Lennon, a íconos a los que querían ver unido su nombre para siempre (por eso, precisamente por eso, deberíamos olvidar para siempre sus nombres). Lennon fue asesinado por uno de estos personajes, pero es imposible separar esa muerte de un momento de la historia contemporánea, de una guerra fría en la que ya no cabían ni siquiera las ilusiones, cuando toda la ola que Lennon, los Beatles, que esa generación había generado para cambiar el mundo, y en parte lo había logrado, sucumbía y se quedaba sin esperanzas, un momento quizás de los más oscuros, más sombríos de la segunda mitad del siglo veinte.

En lo personal el momento era más sombrío aún porque la noticia de la muerte de Lennon me encontró en un suburbio de Estocolmo, llamado Rinkevy y me enteré de ella por una hilera de televisores montados en las vitrinas de un insípido centro comercial, viendo las imágenes de la noticia, sin comprenderla plenamente, desde la calle, cuando el agua nieve y la noche prematura caían sobre la ciudad. Peor aún porque apenas tres años atrás, también un ocho de diciembre, la noticia del nacimiento de mi primera hija, Ana, también allí, en Suecia, se había ensombrecido con la noticia de que las fundadoras de las madres de la plaza de mayo habían sido secuestradas y asesinadas por un comando militar, allá en Buenos Aires. Una de ellas, era la abuela de mi hija, que nacería unas horas después. Era el fruto del momento, de una época marcada por la muerte de innumerables amigos y amigas entrañables en Argentina, en Chile, en Uruguay. Una época marcada por la muerte.

Mucho antes, cuando era apenas un niño me había conmovido la muerte de John F. Kennedy, el 22 de noviembre del 63. Recuerdo que llegaba de la escuela y en el televisor en blanco y negro de la pequeña sala de la casa, cortaron la trasmisión para dar esa noticia, la primera que recuerdo que me atrapó y no pude dejar de seguir por horas. Durante años, hasta el día de hoy, la historia de la muerte de Kennedy (y el propio personaje) me resultan fascinantes, un tema del que me es imposible escapar. Si por alguna razón busqué ser periodista fue porque, en aquellos años en los que apenas comenzaba la primaria, me imaginaba investigando y publicando los resultados del complot para matar a Kennedy. Pero el crimen era consecuencia también de la época, del momento, de esa escalada de violencia que estallaría después en Vietnam, en los golpes de estado en casi toda América latina, en los estallamientos del 68 y sus derrotas, en los asesinatos de Robert Kennedy y Martín Luther King. La muerte de Kennedy fue el detonante de una época en que la muerte tuvo permiso y lo ejerció a placer.

La muerte el 12 de febrero del 84 de Julio Cortázar fue casi como un hachazo existencial. Era, es, mi escritor preferido de toda la vida. Cortázar no fue asesinado pero yo lo sentí así: no sabía que sufría de leucemia y me enteré un sábado, por el titular de un vespertino que se había ido. Tenía Cortázar en esa época 70 años (gracias Rafael Cardona por recordármelo) pero yo lo sentía tan joven como sus libros, que devoraba una y otra vez. Algo concluía con ello, quizás la dosis de idealismo que significaba Cortázar para más de una generación.

Mucho más tarde, cuando ya había visto y vivido más, cuando pensaba que la muerte no me podía conmover más allá de lo “normal”, los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y de José Francisco Ruiz Massieu me sorprendieron. La muerte de Colosio sinceramente me aturdió no sólo porque tuviera una cierta relación profesional, personal con él, sino porque era uno de los poquísimos políticos en los que sinceramente creía. La de Ruiz Massieu fue un golpe brutal porque no sólo era un político francamente capaz e inteligente, con el que acaba de estar platicando muy largo apenas días antes, sino también porque confirmaba que el asesinato de Colosio no había sido un accidente de la historia, sino que era el capítulo de inicio de otra época oscura, violenta, de rupturas, de la que el país aún no ha podido recuperarse.

Todo esto viene a cuento no sólo porque he recordado a Lennon durante todos estos días y con él, éstas y otras historias en las que la muerte y el poder, los hombres y mujeres que valen la pena se pierden sin que nos podamos responder el porqué, sino también porque siento que estamos entrando, nuevamente, en una época marcada por la oscuridad, por la violencia, por las muertes gratuitas. No es una simple premonición: es un dato duro de la realidad. En lo que va del año suman unos mil 300 los muertos por ajustes de cuentas de grupos del crimen organizado y ello se ve ya como algo normal; los medios se regodean una y otra vez exhibiendo un video de unos sicarios torturados y repitiendo una historia que nadie puede comprobar y se lo hace sin ningún sentido crítico; los candidatos, sobre todo Andrés Manuel López Obrador, haciendo exhibición de su sentido místico de la vida, ve como un complot, una amenaza, un intento de “enjaularlo”, todo hecho de la vida política que simplemente no le gusta y envenena el ambiente político un día sí y el otro también. Comienza su última gira de precampaña en Tláhuac, a metros de donde apenas hace un año, bajo su gobierno, fueron quemados vivos unos agentes de la PFP y no sólo no tiene ni un recuerdo para ellos, sino que, casi como advertencia, asegura que él no es un hombre de venganzas ni rencores. La mayoría de la clase política se ha adaptado, ha tomado para sí, ese ambiente de confrontación, de “crispación” le hubiera llamado Carlos Castillo Peraza, y nada que huela a futuro y que no tenga una salida impuesta, de una u otra manera por la fuerza, parece tener espacios para prosperar. Por la fuerza salen las cosas en el congreso y por la fuerza se las frena. La violencia política está en todos los estudios de caso de los especialistas, de los partidos y sus candidatos, a la hora de analizar qué puede suceder en el 2006. Y nadie se sorprende.

Claro que la violencia, el crimen, siempre han estado ahí y allí seguirán, pero también que ciertos actos, que ciertos hechos, sólo pueden darse y comprenderse cuando el ambiente político, social, no sólo lo permite sino que también lo propicia. Y algo así está sucediendo en el inicio de este 2006 que lo hace ver tan sombrío. Quizás me equivoque, quizás sólo es una rémora del recuerdo provocado por el aniversario de la muerte de Lennon, pero si no se comprende con rapidez (ni nadie donde debería parece comprenderlo) que este 2006 está naciendo, otra vez, en un clima de oscuridad en el cual la muerte pareciera que tiene permiso, el futuro se ocultará entre tinieblas.

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